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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo II

Otra fecha gastada

V. Pisabarro
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Después de una frugal comida impuesta por los dictados dietéticos de Sonia, que seguía un régimen inútil de invención suya para aflicción del resto, y durante la cual me pavoneé con ardor patrio del triunfo que logré ante la arrogante injerencia del norteamericano, alentado por Maricela que expresó varias veces lo de escupir en la puerta, la familia se dispersó. Yo preferí quedarme en el salón reposando mientras gozaba de un café y de un ron Casteló Gloria Bendita. Fue en esos plácidos momentos cuando por la puerta del jardín vi aparecer a Damián. Español necesitado, pero con clase, en la República Mameiana. En España, según él, hombre de posibles, con negocios en la hostelería y en el mundo del espectáculo; todo abandonado, perdido, por culpa de la mala vida que le dio una mujer desleal. Un enamorado tan entregado que se resistió todo cuanto pudo a una sospecha que le aterrorizaba y a la que se vio obligado a ceder ante la contundente evidencia: su compañera, su dueña, su vida, se enlodaba en el hondo y aberrante pozo lésbico junto a su aborrecible amante. Esta robusta y perniciosa mujer, no satisfecha con arrebatarle su regalo, la paseaba exhibiéndola triunfante por los sitios y lugares que él frecuentaba, dando muestras de un cariño de muy mal gusto. Y cuando Damián, hombre sereno por lo demás, lo contemplaba, no podía evitarlo: se extravenaba y tenía que hacer un grandísimo esfuerzo para mantener la compostura. Hasta que un día en que su resistencia se rompió como se rompe un jarro, en un ataque de celos y odios encadenados ante la afrenta, agredió a las dos damas ocasionándoles heridas de diversa consideración. Destrozó también parte del mobiliario del local de asueto donde acaeció el suceso, resistiéndose además a la autoridad municipal que se personó en el lugar para acabar con los desmanes de ese espíritu destructivo sin respeto ya por cosa alguna, dispuesto a actuar vandálicamente contra todo a causa del mal de amor. Hubo de poner el ancho mar de por medio, arribando a la bella Morúa huyendo así de varias demandas ante los tribunales presentadas por las agredidas, la policía municipal y el dueño del negocio que destrozó.

Ésos fueron los hechos, ése el motivo que justificaba su presencia allí. Para atestiguarlo mostraba una foto de la ingrata y su cabeza descalabrada, pues no en vano, la ladrona, que ya dije antes era fuerte y vigorosa, ante el ataque desenfrenado de Damián, respondió golpeándole con un botín de los de tacón alto en la mollera; y también, antes de emprender una huida desordenada, en la que hizo añicos una luna de escaparate, alcanzó a darle con una botella de un popular refresco en los hocicos, causándole una brecha que requirió ocho puntos de sutura, luciendo Damián desde entonces sobre su labio superior, una simpática, y no pequeña, marca en forma de media luna.

De mediana edad, rellenito, de talle corto y piernas largas, no muy alto. Empezaba a clareársele la cabeza donde se distinguían las marcas del tacón de aquella mujer sañuda. Era muy señorito, le complacía ataviarse con garbo a pesar de su pobreza. Disponía de un vestuario largo y elegante. Casanova, pura sangre español. Prometía matrimonio a las incautas e impresionadas prostitutas de las que subsistía, dibujando ante sus maravillados ojos un rico y prometedor futuro a su lado. En la espera de esos tiempos les hacía limpiar el pequeño, aunque coqueto, apartamento donde vivía; lavarle y plancharle sus primorosas prendas, masajearle, hacerle comidas, encargos y otras cosas que dejaban sus apetitos carnales satisfechos. Cuando la ambiciosa soñadora caía en el error y veía que Damián tenía las mismas intenciones de casarse con ella que nuestro Santo Padre, le abandonaban escupiendo en su puerta, que parece ser costumbre mameiana, maldiciendo a Damián y por vastedad a todos los súbditos españoles, lo que suponía una mala propaganda para la pequeña comunidad española que residía por aquel entonces en aquellas paradisíacas tierras.

Así, cuando una se iba ya estaba acechando a otra cándida ingenua; embelesándola con sus ojos verdes y la melosa voz cargada de falsas promesas. Solía elegir a sus víctimas preferentemente entre las recién llegadas, porque éstas todavía no sabían de sus mañas. Si sospechaba el devaneo de alguna de sus cenicientas, le «devolvía la foto» que a todas exigía con afán coleccionista, dando por finalizadas así las relaciones y sus sueños, pues no deseaba volver a tragar la hiel de los celos.

A pesar de ostentar guapezas, Damián era un menesteroso sin derecho a crédito por sus reiterados incumplimientos ante antiguos fiadores. Yo era uno, o acaso el único perdulario que seguía manteniendo confianza en las dudosas promesas de ese perdonavidas. Le hacía pequeños préstamos que sumados a los que ya me adeudaba, suponían una cantidad nada desdeñosa. Prestaba hasta que su cuñado le resolviera unos asuntos en la venta de un piso, de una finca, de una ganadería de reses bravas y el remate de otros negocios pendientes en España. Con el envío de esa elevada suma podría liquidar mi deuda, además de recompensar con regalos mi fe en él. Después emprendería varios negocios con nuevos conceptos que asombrarían por su innovación a los salvajes. Nunca especificó cuál sería su naturaleza, ni yo tenía tampoco mucho interés en conocerla; con los míos ya tenía bastante para saturar mi cerebro y colapsar mi sistema nervioso.

—Hola macho ¿qué tal? —dijo, porque no era tan aderezado en lo verbal.

—Pues aquí estamos. Luchando.

Al igual que siempre, desde el día en que le conocí, lucía intachablemente rasurado y compuesto, como para misa de domingo. Su máxima era: se puede ser una mierda, lo imperdonable es parecer una mierda. Consumía tres cajetillas de rubio, por eso, igual que en ese momento, siempre se le veía tras el humo de un cigarrillo, que junto a su perfume aromatizaban de manera peculiar su presencia.

Sentándose despacio buscó la postura dando una pequeña patadita con su pierna derecha, para depositar el tobillo de ésta sobre la rodilla de la izquierda. Acomodado aspiró prolongadamente del cigarro. Después abrió la boca y el humo salió azulado haciendo espirales mientras se elevaba al techo. Al ser de carácter parsimonioso y de los que gustan de tomar la iniciativa, dejé que hablara primero después de estos prolegómenos. Tras unas chupadas más al pitillo, dijo mientras miraba a Maricela:

—Me vas a tener que dejar algo de dinero —suspiró—. No sé... dos o tres mil pesos. Estoy esperando que llame mi cuñado y me informe de la marcha de las cosas por Madrid. Pero chico, le he enviado tres fax y aún no hay respuesta de España. Estoy sin un peso en el bolsillo y tengo que pagar el apartamento al gilipollas del francés, que no hace más que dejarme notitas en la puerta «po favor, págueme o se va, caballero» me escribe el tonto los cojones todos los meses. Total porque me retraso unos días. Aquí como te descuides sin pagar un poco ya te han puesto las cosas en medio la selva estos inhumanos. Déjame dos o tres mil y ya echaremos cuentas de esto y de lo otro en cuanto me mande algo mi cuñado, que creo que no se demore la cosa mucho más.

Lo suponía. En un momento como éste, Damián también cooperaba en mi abatimiento. Tuve una desagradable sensación. Disimulé la desazón por consideración a Damián y llamé a voces a mi esposa que trajinaba en esos momentos por los cuartos superiores de la casa.

—¿Qué coño quieres ahora? —escuché su voz con agrado; un ancla en momentos de abandono.

—Cariño, haz el favor de bajarme dos mil pesos.

—No hay —respondió.

—Tiene que haber mi amor.

—Pues si hay dime dónde y lo cojo.

—Había diez mil guardados para el alquiler.

—Eso ya se gastó —replicó.

El ancla se esfumó.

—¿En qué?

—El colegio de los niños, la compra, el sueldo de Maricela, el jardinero, la electricidad, el agua y algunas cosas más, el sueldo de Altagracia, el...

Mientras seguía la dolorosa relación de gastos, me agarré la nariz meditativo, miré mis zapatos y después a Damián.

—Pues hazme un cheque —insistí.

—No puedo.

—¿Por qué? —pregunté atemorizado ante la inminencia de un nuevo revés.

—Pues porque tú has hecho uno esta mañana y ya lo cobraron. En este momento tenemos un saldo de treinta pesos en el banco.

—¿Pero cómo va a ser? Si había ochenta mil hace dos días —pregunté fríamente cuando me recuperé de la sorpresa.

—Sí, pero te olvidas del envío que hicimos ayer.

—¡Diaaaablo!, es cierto. ¿Entonces cuánto tenemos en España?

—Debe de haber unas trescientas mil pesetas.

—Pues hay que llamar al banco para que lo envíen lo más rápidamente posible. Estamos sin dinero y con pagos pendientes —me dirigí a Damián—. Lo siento pero...

—Ya, ya. No te preocupes, lo importante es la intención y ya veo que no puedes. Gracias de todas formas —los dos enmudecimos y permanecimos pensativos durante unos minutos hasta que dijo:

—Me voy a ver a Jossie que hoy traían la moqueta para la discoteca, trataré de sacar algo al maricón ese.

Al despedirse me percaté que guiñaba un ojo a Maricela que en la cocina sacaba las tripas a unos pescados. La respuesta de la muchacha fue escupir en el suelo.

Salió de mi domicilio y al punto escuché el peculiar ruido de su pequeña motocicleta, que sorprendentemente seguía funcionando a pesar de sus abriles y del trato recibido, que, a simple vista, se advertía que fue muy malo. Pensé que Damián lo tendría muy difícil con Jossie, también conocido en ambientes inequívocos por el alias de Rosarito. Homosexual, alcohólico; de unos cincuenta y tantos, aunque nadie podía presumir de conocer su edad; hispano canadiense, emigrante a Canadá en los años cincuenta; con varias posesiones en Morúa y otros sitios de la isla. Su empeño era el de construir la mayor discoteca de la zona norte. Como casi todo el mundo aquí, tenía varios problemas, el más importante, el de estar sin dinero y no poder finalizar las obras de su negocio favorito que al igual que un hijo desagradecido y raquítico, consumía todo su tiempo, esfuerzo y dinero, sin dar muestras de crecimiento en tres años de lucha por sacarlo adelante. Vendió propiedades y decían de él que tenía hipotecada hasta la intención. Sus bienes, según los maldecidos, los heredó de otro pajarón homosexual, que, aunque adoleciera de esta inclinación, no significaba por ello que fuera necio para los negocios. Ganó una fortuna considerable forjada con seriedad, eficacia y trabajo. Rosarito la dilapidaba alocadamente.

Damián trabajaba para él sin sueldo establecido. Le pagaba poco y le costaba mucho cobrarlo. Aunque al menos tenía otras prebendas: comida, bebida, tabaco... Él, a cambio, controlaba al personal, proporcionaba ideas en decoración y gestionaba con conocimientos adquiridos en el día a día en sus discotecas en España. Aspiraba a ser el director del negocio en cuanto finalizaran las obras. Sus esperanzas por serlo le hacían soportar, aunque con mucha dificultad, el miserable salario y los caprichos de un dueño de carácter irascible.

De repente, mientras escuchaba distanciarse el cascajo, me sobresaltó el atroz llanto de mi pequeño sobrino. Lloraba como si fuera su intención la de arrancarse los pulmones y procurara expelerlos por la bocota al mismo tiempo. A los gritos del niño se sumaron los alaridos de pánico de las mujeres, que ya se sabe son espeluznantes. Subí alarmado las escaleras. Al llegar al dormitorio de invitados contemplé la escena descubriendo las causas del alboroto: Matarile había arañado el ojo del niño.

—¡Le sacó el ojo!, ¡le sacó el ojo! —vociferaba Maricela, con extraña satisfacción.

—¡Dios mío, ay Dios mío! —gritaba alarmada la abuela.

—¡Hijo mío, hijo mío! —lloriqueaba la madre presa del pánico, con el chiquilín en brazos de un lado para otro, sin poderse estar quieta.

—Párate, coño, déjame que se lo cure —decía mi esposa, que, nerviosa y con mano temblona, trataba de desinfectar la lesión con un algodón chorreando alcohol. Pero, por los nervios, o porque la madre no se detenía un instante, o por su escasa maña, introducía más alcohol en el ojo del chiquillo, que en el ligero arañazo que tenía sobre la cejuela derecha.

—Déjame que se lo desinfecte que los arañazos de los gatos son muy dañinos y se infectan mucho por la guarrería que tienen entre las uñas.

—¡Estate ya quieta joder!, que le vas a dejar ciego —mandaba mi suegra cabalmente aferrando el brazo de mi Sonia.

Más daño le causó el remedio que la enfermedad, según dice el dicho. Cerciorado de que el ataque felino no era nada grave, escapé subrepticiamente de la vivienda. No me era fácil soportar la tensión que recorría el lugar como relámpagos, y que tanto mal ocasionaba a mi alterado sistema nervioso.

Ya fuera, aspiré profundamente la fragancia de una brisa marina mientras andaba despacio tratando de serenar los ánimos reavivados. Me encaminé hacia mi lugar preferido: un acantilado cercano, para allí, frente al mar, gozando de la soledad y fumando un cigarrillo, meditar sobre qué senda seguir, qué hacer... en fin, todas esas cosas que se piensan cuando alguien debe tomar una grave resolución. Me conocía y sabía que, en lugar de esto, terminaría cavilando sobre materias disparatadas que sin venir a cuento no me beneficiaban en nada, aunque para mí eran relajantes y evasoras. Por ejemplo: ¿cómo vuelan los aviones?, ¿cómo congelan las neveras?, ¿qué es la electricidad?, etcétera.

No conseguí llegar a mi destino, se interrumpió mi trayecto al encontrarme con mi suegro y mi cuñado; éste, al tener noticias del ataque gatuno al ojo de su único hijo exclamó: —¡Hijito!— y emprendió una alocada carrera hacia la casa con tan mala estrella, que, al brincar un pequeño seto, tropezando con él cayó de bruces contra la tierra. Arruinó en su caída una bella composición floral que con mucho tesón y amor mi mujer sembró y regó. Destrozó también las reservas de cerveza que traía, provocándose algunas heridas en las extremidades inferiores que alarmaban por el profuso fluir de sangre. Escucharon las mujeres el estallido de las botellas, después los lamentos y maldiciones del accidentado, entonces llegándose a él añadieron los suyos propios. La escena parecía un entierro siciliano: mi cuñada lloraba por la criatura y el padre, mi suegra por el niño y mi cónyuge acosaba ahora, mano temblorosa con alcohol y algodón, al pobre cuñado tratando de desinfectarlo. Éste, como un valiente, no se lamentaba ya de sus numerosas heridas, y lo que demandaba, con tanto fervor que hizo detenerse a transeúntes lejanos, era el ver a su hijo. Estrechándolo entre sus brazos juró que el gato habría de morir en ese mismo día. Mi primogénito, atemorizado por la amenaza y la hierática pronunciación, trataba de exculpar a Matarile, diciéndole al apesarado, que la gatita sólo quería defender a sus crías, porque el niño las sacó del seno materno y una a una las echó en un cubo de agua sucia para que se bañaran y nadaran. Él no escuchaba, se limitaba a mirar al pequeño, que, con los ojos rojos y cerrados, lloraba como un descosido.

Mi suegro no hizo ademán alguno de ir hacia la casa con intención de prestar algún auxilio, y al ver que ya me marchaba decidió acompañarme desapareciendo de escena él también. Indiqué hacia donde me dirigía, entonces me invitó a una cerveza en el Gran Mesón Imperial, un diminuto chiringuito playero regentado por uruguayos; por lo tanto, era yo quien ahora le acompañaba. Y ¡le seguía a beber! Cuando se abreva con mi suegro se ingiere demasiado, así que deduje que ese aciago día se consumiría entre cerveza y ron, sin poder meditar en los serios problemas que acosaban amenazando mi porvenir. Pero a pesar de ello y aprovechando la ocasión, decidí emborracharme, concederme una ausencia de lo real, aunque fuera en compañía de mi suegro.

Él era millonario, o al menos ésa era su vanagloria. Yo, influido por la ostentación y por mi poco criterio, me apresuré a prometerme con Sonia, mi adorable esposa. Ilusionado pensé ingenuamente que solventaría mi futuro económico en alguno de los negocios del padre. Pero la única ventaja que saqué de la experiencia fue aprender una de las más importantes lecciones que nos dan los años: «No done su vida a los ignorantes, a los vulgares, ni a los ambiciosos soberbios, pues harán de ella una servil y hueca calamidad...». Yo magnifiqué a este hombre y sus obras. Creía que, aunque tendría que trabajar, lo haría en alguna de sus empresas. Era constructor, poseía inmobiliarias, salas de fiesta, etc. Algún acomodo habría para mí por la fuerza de los lazos matrimoniales. Al fin escaparía de los empleos subalternos a cargo de pequeñas diligencias, de compañías vulgares, de la lucha mezquina por el mendrugo, de la espantosa periferia. La fortuna me permitía ir derecho al centro de lo interesante: decisiones transcendentales, palabras influyentes; en el corral de los pavos reales, trazar rumbos, alcanzar metas; espectaculares carrocerías para motores briosos; admiración, influencia, reconocimiento, corbatas, sedas, teléfonos, Rolex, alfombra persa, arte, respeto, maderas nobles, educación, sastre, olor a cuero, a iglesia; los cubitos en el vaso con escocés: clin, clin; comedor privado, avión, entrevista; este muchacho llegará lejos, hará cosas impresionantes, no es vanidoso aunque puede, es muy buen chaval.

Era muy joven por aquel entonces. Se entienden pues, estos sueños desvariados en la mente de un pobre diablo sin discernimiento que se sintió eximido de una injusta pobreza.

Pero el porvenir y la suerte mala, que es mi compañera vitalicia, suministraron una realidad muy diferente de la que yo deseaba tan fervientemente. Poco después de contraer casamiento con su hija, mi suegro padeció una racha asoladora. Construyó un colosal edificio sobre un terreno arcilloso que al desplazar los cimientos resquebrajó su estructura. En él invirtió todo su dinero y también el de otros. Un día que visitaba la abominable obra su organismo estuvo muy cerca de caer desde el noveno piso de la edificación arrojado por los obreros desesperados que llevaban muchos meses sin cobrar su salario. Evitó un fin tan aplastante uno de ellos, hombre venerable considerado por el resto; no quería soportar carga en su conciencia de ninguna muerte, tampoco hacer acto de presencia ante ningún tribunal; cuando apaciguó los ánimos de los más exacerbados, decidieron más medidamente apalearle entre todos a satisfacción, para pasar después a cubrirle con pintura plástica de un tono amatista muy fino, a rallarle el Mercedes y a quemar sus elegantes prendas rociadas con gasolina. Más adelante también tuvo que sortear la cárcel en diferentes ocasiones. Sus proveedores con ánimo de cobrar primero y, después, de castigar, cuando comprendieron que eso era una imposibilidad, denunciaron ante las autoridades la naturaleza de otro de sus oscuros negocios. Trasladaba mujeres desde países hermanos americanos para trabajar con sus artes y cuerpos en locales prostibularios de poca altura, que diseminados poseía por la cordillera cantábrica y Galicia.

Se había hecho a sí mismo y en aquellos momentos se deshacía de igual manera. A este hombre espléndido en el que yo fundamenté el mañana, empezaron a destrozársele los cimientos de la misma manera que a su edificio y también a caérsele el pan de oro que cubría su felón egoísmo. No vivía mal, pero finalizó la época del Don Perignon y caviar comenzando la de la cerveza y las olivas. Abusaba de la espumosa sin reparo. Muy alto y cano, cabezón, de pescuezo ancho, barrigón, extremidades inferiores raquíticas, de paso corto y plano. Bastante presumido. Ligaba los modos de altura adquiridos en sus días de gloria, con los de su infancia de hambruna canina en la posguerra madrileña. Después de amonestar al camarero con la corrección debida porque servía el hielo en el vaso antes que el etiqueta negra, expelía los gases intestinales sin disimulo o eructaba sin contemplación ni disculpa. Su metal favorito era el oro. Le fascinaba igual que a casi todos los nuevos ricos de pasado miserable. Exhibía altanero en su pescuezo varias cadenas de este noble y preciado metal, además de medallas, una placa con su número favorito, el trece, otra con su grupo sanguíneo, una guitarra por ser aficionado al cante y una estrella de David, esto no sé por qué. En el dedo meñique, un anillo con una pequeña esmeralda, y, en el anular izquierdo, una gran alianza con las letras del nombre de su mujer en relieve: Juani; ella a su vez portaba el mismo modelo con el nombre suyo: Fernando, conocido generalmente por Tete.

—¡Joder Fran!, ayer estuve con una negra que tenía un culo igualito que una pelota de playa. Follaba la hijaputa que no veas —de un trago apuró la mitad de una botella de cerveza Regente de las de a litro; eructó sin decencia —. He quedado esta noche otra vez con ella, pero no voy a ir, he notado que se estaba... encariñando conmigo. Con decirte que no me pidió nada, nadita, nada. Claro que, si me lo pide, se lo iba a dar su padre cimarrón.

—Ten precaución con las prostitutas aidianas Tete, son muy guarras y muy peleonas. Te empiezan a dar gritos en su idioma y a querer arañarte si no están conformes con el pago. Además dicen que muchas son portadoras de una enfermedad pegadiza e incurable.

La meto una hostia que la desesqueleto y encima llamo a la policía y les digo que me quería robar para que la metan presa. Además, no era aidiana, que ella me lo dijo.

—Sí era aidiana Tete, que yo la vi y la conozco; dicen que es bastante puerca.

—Bueno, pues me da lo mismo porque follaba de puta madre. Hoy he quedado con ella otra vez, pero paso, dice que se estaba encariñando de mí y eso no me gusta. Cada vez que alguna me dice esto al final tengo líos y tengo que acabar comprando algo a alguien. Así que... puerta.

Se bebió el resto de otro trago, pero esta vez no eructó.

—Pon otra copa chaval —voceó al camarero.

—Pero ahora pago yo —afirmé—, que el que está lambiendo tiene que celebrarle los chistes al que paga. Y no estoy yo para risas.

El barman no acostumbrado a esa forma tan española de solicitar una nueva consumición, le acercó un vaso.

—¿Pero es que no te enteras, colega?, que nos traigas otras dos cervezas, ¡joder!

—Excúseme, señor. Entendí que deseaba una copa para no beber directamente de la botella —se justificó el camarero.

—¡Hala vete tribulete! traite dos Regentes, pero cenizas.*

—A la orden, señor.

Después de saborear la nueva consumición dijo:

—Disfruto de estos instantes sencillos. Por aquí, sin camiseta, en alpargatas..., degustando una Regente bien fría. La gente elegante no soporta estos placeres sencillos, por vulgares. ¿A ti qué te parece?

—Yo adoro los placeres sencillos, son un buen refugio contra lo complejo.

—Algunas veces me sorprendes, pocas, pero alguna, Fran. ¡Qué cosa más bonita has dicho!

—Lamento decepcionarte pero esto lo dijo mi admirado Óscar.

—¿Un amigo tuyo?

—No. Fue un escritor homosexual: Óscar Wilde.

—Casi todos los buenos artistas son maricones porque para ser creador hay que tener sensibilidad de mujer. Los hombres machos sólo hacemos o interpretamos.

Para cualquier persona decente no era ésta una charla normal entre un suegro y un yerno, pero es que ni mi suegro ni yo éramos normales, éramos peores.

—Vaya heridas que se han hecho el padre y el hijo —dije variando el tema de nuestra interesante plática.

—Na... Eso un poco de agua oxigenada y ya está. Este tío se pone nervioso y se asusta por cualquier cosita que le pase al niño de los cojones. Ya has visto: doce cervezas a tomar por culo.

Transcurrieron las horas desabridamente. Continuamos hablando por hablar, bebiendo para soportar, hasta que se agotaron los cuartos y la calandraca. Entonces acordamos retornar al hogar cuando ya el sol se había ido a alumbrar a la otra parte.

Los turistas colorados cotejaban la carta de los distintos restaurantes expuesta en el exterior en diferentes lenguas. Aparecían los porfiados captadores de estos establecimientos por las esquinas, también las primeras putas y limpiabotas. Morúa se transmutaba abandonando el olor de las cremas bronceadoras por el aroma del tabaco y el sabor a ron.

Caminaba con apuro, pensé en acostarme inmediatamente. Ya veía doble, no comprendía bien, se me trababa la lengua al hablar y me dominaba un mareo con amago de vómito que controlaba con muchísima dificultad. Igual que un relámpago, apareció en mi mente el recuerdo de la motocicleta y su desamparo en el cañaveral. Acuciado por ello, de manera impetuosa y desproporcionada por los efectos de la cerveza, señalé hacia la carretera mientras balbuceaba algunas palabras pretendiendo hacer entender a Tete que debía ir en su busca. Mi suegro lo que entendía es que señalaba a un bar cercano y que mis intenciones eran las de seguir tomando. El hombre, por calcular que tanto alcohol podría obrarme algún daño, que el dinero que poseíamos se había ido con las horas y que deberíamos beber de fiado, en algún local de los que éramos clientes asiduos, me sujetó del brazo y me llevó renqueando mientras yo seguía señalando. Por tener él más fuerza, desistí diciendo entre arcadas:

—Mañana será otro día, que salga el sol por donde le dé la gana. Y que sea lo que Dios quiera.

—¡Eso!, y que los que te vean así digan, que de Dios también dijeron —replicó mi suegro divertido.

Ésa fue otra nefasta fecha gastada en mi vivir y éstos son los ingratos recuerdos que guardo en mi memoria de ella.

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Fecha de publicaciónMayo 1997
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