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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo I

Individuos pulidos

V. Pisabarro
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Hay días buenos, jornadas en que todo sale bien, brilla esplendoroso el sol en un cielo inmaculado, se nos abrazan tiernamente los hijos, el perro menea el rabo girando a nuestro alrededor; con sonrisa plácida, la virtuosa consorte sirve un café con pastas y sin reproches; venerables progenitores orgullosos alardean encomiásticamente de su hijo; somos admirados, atendidos, respetados; comprendemos, perdonamos, estamos sanos, dormimos bien; y lo mejor es que olvidamos.

Con claro y fastidioso recuerdo puedo afirmar que ése no fue uno de estos días para mí. Amaneció desapacible. Nubarrones densos, plomizos, encapotaban las alturas; un viento húmedo, muy desagradable a los sentidos, azotaba violentamente en remolinantes rachas a la exuberante vegetación, que en vehemente danza bordeaba la solitaria carretera por la que yo circulaba sobre mi briosa motocicleta japonesa, entumecido de frío y de sueño, dirigiéndome a la agencia. Al iniciar el trayecto comenzó a llover. No fue una lluvia de las corrientes por ese lugar y en esas fechas. No; acaso debería decir que diluvió como si se hubiera desencadenado una furia divina. Ese torrente de agua inundó carreteras y caminos, anegó campos, enturbió ríos.

Llegué como un náufrago rescatado, seco sólo de carnes. Como era costumbre en mi negligente, bonita y estimada secretaria María de la Altagracia, programó el aparato del aire acondicionado de tal modo que incluso en días calurosos, hallarse en esa oficina era algo así como estar al raso en Oslo durante una jornada invernal. Bueno, esto es excesivo, era como estar al raso en Oslo, pero en otoño.

Aún no he referido que me encontraba en una población llamada La Isabela, República Mameiana, es decir, el Caribe. Y a pesar de vivir en esa época en un país tropical, sufrí más frío y padecí más catarros y enfriamientos que en mi país de origen, que tampoco manifesté cuál es. Soy de Madrid, es decir, de España.

—María Altagracia, por favor, tenga usted la amabilidad de apagar o, al menos, de rebajar el aire acondicionado, que llego empapado y no deseo resfriarme otra vez.

—Usted siempre tan blando y tan delicado —replicó ella dulcemente.

Escurrí los picos de la camisa y sequé cuanto pude mi cuerpo con unos sucios pantalones de tenis que nunca supe cómo llegaron hasta allí. Me senté frente a la mesa de trabajo, mientras observaba a la eficiente secretaria hablar mimosamente por teléfono con algún admirador de los muchos que ella tenía, al tiempo que olvidaba, por el momento, mi encargo.

Después de colocar el conjunto desordenado y excesivo de objetos que se hallaban sobre mi escritorio y de vaciar el cenicero cargado de colillas y de cascaras de cacahué en una papelera rebosante de basura, estaba preparado para comenzar el trabajo habitual, aunque suponía que, como casi siempre, sería poco o ninguno. Porque a mi entender, repantigarse sobre una silla consumiendo horas soporosas, mientras se espera inútilmente que suene el teléfono con la llamada de algún posible cliente, no es actividad alguna; más bien es una pérdida, lastimosa por estéril e ingrata, del escaso tiempo que vivimos los seres humanos.

¿Mi negocio? Consistía en socorrer, resolviendo sus problemas económicos, a los visitantes españoles que andan por esos mundos de Dios. Pero, o no había viajeros españoles por allí, o si los había no tenían problemas económicos. A cambio de mis servicios obtenía un pequeño beneficio por cada entrega que realizaba, un exiguo veinticinco por ciento de la cantidad, por lo que la mayoría de mis escasos clientes me tacharon de usurero, infame, deshonrabuenos, carroñero y otros adjetivos que popularmente se dedican a prójimos con poco aprecio social por realizar negocios financieros de esa índole.

Finalizó Altagracia, tras una interminable despedida llena de risitas y monosílabos, su coqueta charla telefónica. Colgado el aparato, repentinamente seria y sin mirar, preguntó como cada santa mañana:

—¿Qué hay para hoy?

Y como cada santa mañana, me estrujé los sesos para encontrar alguna tarea u ocupación que justificara su salario. Pero no había nada que hacer, sólo aguardar. A su vez yo pregunté tras unos segundos como recuperado de profundas meditaciones:

—¿A cómo está el cambio de la peseta?

Esta respuesta-pregunta le indicaba que tras responderme podía retornar a sus quehaceres habituales, que generalmente consistían en leer revistas, visitar a sus amigas de oficinas cercanas a la nuestra, acicaladura personal, o seguir clases de inglés por correspondencia. Optó por lo último. Repasaba la lección pronunciando en voz baja. Ese cálido, femenino y tan sosegado murmullo, muy agradable para mí, además del monótono repiqueteo de la lluvia en la techumbre del local y el desvelo en la noche, hicieron que cayera en un profundo sopor, y esto a pesar del aire acondicionado y la humedad de mis ropas. Algunas veces en ese estado de duermevela, yo me complacía deliberadamente en ella como objeto y en esos pensamientos prohibidos que nunca tuve ánimos para hacer realidad; esas exquisitas tentaciones a las que nunca tuve el valor de ceder.

Alguien golpeó en la puerta:

—«Ta, ta, ta, táaaan...»

Los golpes me sobresaltaron sacándome del embeleso en el preciso momento en que, no sé si soñando o imaginando, veía a Altagracia dirigiéndose al presidente de los Estados Unidos de Norteamérica exigiéndole calidad en las lacas de uñas. Mitad en inglés mitad en español, así se expresaba ante el dignatario. El presidente escuchaba con mucha atención y asintiendo con la cabeza humildemente se disponía a contestar cuando tocaron de esa forma.

Supe al momento que se trataba de Chespirito, mi hombre en Santiago. Persona cumplidora a la que podía ordenársele cualquier cosa: sacar a pasear al perro, dar la papilla a los niños... Él lo ejecutaba todo con el mismo talante impertérrito. Tenía por costumbre llamar de esta manera, porque así llama el destino a nuestra puerta según Beethoven en su Quinta Sinfonía. Desde que supo esto, siempre tocaba de esa forma.

Chespirito se llama si el nombre no le han cambiado. Persona de mi confianza delegada en esa ciudad veguera para velar y atender por mis asuntos en ella, que eran, al igual que los de La Isabela (ciudad donde se encontraba la oficina) ruinosos, poco gratificantes y aburridos por la poca actividad y dedicación que requerían; y también desesperanzadores ante un futuro vacío, sin expectativas.

El más importante de mis negocios en Santiago consistía en una banca clandestina de lotería; en él tenía a un único asociado, otro mameiano bautizado con el nombre de Licinio, hombre cabal y serio en la medida que puede serlo una persona con negocios de esta naturaleza. No le traté mucho, pero la recomendación de Chespirito fue suficiente para animarme a compartir riesgo y capital con Licinio en esa ocupación delicada y peligrosa.

Después de entrar me miró como se mira cuando se acompaña en el sentimiento, y yo supe en ese instante que habíamos tenido pérdidas una semana más.

—¿Cómo fue, Chespirito? —pregunté con la vana esperanza de que no respondiera lo que respondió las últimas veces que le hice esta misma pregunta, es decir: «no fue muy bien, no».

—No fue muy bien, no —contestó tras expulsar aire sonoramente por sus ampulosas aletas nasales.

Ordené a la secretaria que saliera. La oficina se componía de un solo habitáculo, y aunque creo que ella sospechaba algo sobre este ignominioso negocio, no me interesaba que estuviera presente por lo poco elegante que a mi parecer era el asunto, amén de su clara ilegalidad.

Cuando salió, Chespirito soltó a bocajarro, sin contemplación ni piedad, lo siguiente:

—Ligaron un palé señol Fran.

Esta noticia suponía una merma considerable para mis pobres economías. No obstante, sosteniendo la indiferente calma con que los hombres de mundo afrontamos las contrariedades, inquirí mirándome las uñas:

—¿De cuánto?

—De treinta mil pesos —dijo con crudeza mameiana observando mi reacción de reojo.

Abandonando la indiferente calma de los hombres de mundo, volví a preguntar, esta vez con furiosa agitación española:

—¿De cuánto?

—De treinta mil —me volvió a contestar.

—¡Virgen de la Altagracia! ¡María Santísima! —exclamé con los sentidos en suspenso, profundamente desorientado y con retortijón de tripas.

Sonó el teléfono. Descolgué y la avinagrada voz de mi discreta, delicada y bondadosa esposa, dijo:

—No te olvides de traer el aceite, fruta, la carne y pescado. ¡Ah! y un paquete de compresas.

Yo, por ahorro y comodidad de mi señora, compraba grandes cantidades de alimentos en el mercado central. Iba a decirle que no olvidé su encargo cuando llamaron a la puerta nuevamente. Abrió Chespirito y aparecieron, empapados y despeinados, un par de desconocidos ocasionados de los de maletín y corbata. A esas visitas las clasificaba como de riesgo, es decir, de las que acosan al bolsillo ajeno. Mientras mi esposa manifestaba algo concerniente a la pasta italiana, los individuos se identificaron por señas y con un carnet pringón, como inspectores del Seguro Social. Les rogué que tomaran asiento en la única silla desocupada, pues a decir verdad no caía mi oficina en lo superfluo por lo escaso. Se acomodó en ella, con la precaución con que lo haría una recién parida, el que aparentaba mayor edad y jerarquía. Decidí darles preferencia, pues el asunto de Santiago no era prudente atenderlo en presencia de funcionarios del gobierno, aunque fueran del mameiano.

—Díganme en qué puedo servirles caballeros —les pregunté cortésmente.

—Es sobre los seguros sociales de sus asalariados —indicó con voz afectada el inspector más nuevo y sin butaca.

Rogué a Sonia, mi señora, que llamara más tarde, interrumpiendo su familiar y agradable soliloquio telefónico, que en esos momentos versaba sobre las propiedades de alguna hortaliza, no recuerdo cuál. Ella enmudeció, pero al momento su voz volvió a sonar nuevamente en el aparato con aspereza diciendo que la ignoraba, que nuestra relación no era la de antes, que la soledad la martirizaba, que yo era una sabandija, que no entendía que el desamparo era duro para una mujer en un país extraño, que ella era una esclava al servicio de un déspota machista, que sólo quería su cuerpo, que le había arruinado el día y que llamara cuando yo quisiera si es que me acordaba de que tenía mujer; y que se iba a la cama a llorar porque estaba asqueada de todo. Terminada su inoportuna perorata colgó sin dar tiempo a réplica alguna.

Un insufrible silencio, sólo mitigado por el sonido de la lluvia, se adueñó del local. Sentí las miradas reprobadoras de los inspectores y de Chespirito, pues era estilo de mi mujer en sus malos días menstruales y, sobre todo cuando se la contrariaba, el hablar a gritos; enterándose así de mis problemas conyugales los presentes, lo que les ayudó a calificar mi matrimonio.

Durante unos instantes y a través de las ventanas, perdí la mirada en el tránsito callejero tratando de ordenarme. Los vehículos circulaban lentamente elevando sucias cortinas de agua del suelo. Un peatón corría con un plástico en la cabeza. Una anciana negra, con un ajado paraguas, guarecía en su regazo a un lechón mientras hacía señas inútilmente a los automovilistas con la intención de que algún compasivo se detuviera. Era una mañana oscura que obligaba a encender las luces. Los relámpagos azulaban la escena. Los truenos se percibían potentes y amenazantes desde la pequeña oficina.

El inspector sentado carraspeó para atraer mi atención mientras abría su cochambroso maletín y extraía unos papeles que, después de ordenarlos meticulosamente puso sobre la mesa. Presuntuoso, tomó un bolígrafo coronado por un pequeño osito y con voz serena comenzó un interrogatorio:

—¿Nombre de la sociedad?

AATUCA —respondí precavido.

El de menor edad se interesó por la significación de estas siglas.

—Ayuda Al Turista Compañía por Acciones —le informé mecánicamente sin mirarle.

Prosiguió el de mayor edad.

—¿Su nombre es...?

—Francisco Maldonado Expósito.

—Usted es español, ¿verdad? Aquí estuvo su rey hace un tiempo y regaló unas guaguas para la ciudad de San Nicolás. Le acompañaba la mujer, su graciosa majestad reina Lady Di. Muy simpatizante y elegante —pronunciaba con sosegada gravedad y procurando dar evidencia de ser una persona instruida y con habilidad para servirse de las joyas ocultas del idioma—. Cuando paseaban sus soberanos por la bonita e histórica zona colonial de nuestra heroica ciudad capitalina, se llevaron a un hombre preso. Y es que aquí, usted seguramente lo sabrá, somos muy brutos en el trato con el hembraje. Se piropea sin imaginación ni cortesía.

—¿Y por piropear a la reina le llevaron preso? —pregunté asombrado.

—Es que esa mala boca la llamó criminal, torturadora, devorahombres, comesola y soviética —aseveró el joven justificando sobradamente a la autoridad.

—Su majestad Lady Di al escucharle corrió asustada al carro blindado. Al hombre le metieron preso después de la golpiza que le dio la escolta. Y es que eso no se le puede decir a la reina de España ni a ninguna otra reina del mundo. Las monarquías requieren respetos —sentenció el viejo.

—Pero ciñámonos a la materia de nuestra visita —continuó—, ¿cuántos trabajadores tienen nómina en su sociedad?

—Pues, solamente mi secretaria y yo trabajamos aquí —contesté mientras observaba a Chespirito desinteresado y hurgándose en la oreja con una llave.

—Pues según nuestras referencias, por denuncia de un asalariado suyo, en esta empresa laboran quince gentes desde el día en que se inauguró hasta hoy día del Señor. Además, usted no efectuó inscripción en el registro pertinente cuando iniciaron sus actividades en el mes de julio. Es decir, hace once meses que usted no abona nada en concepto de cotización laboral, lo que supone un total de diez mil quinientos pesos de atrasos, más sanción. Por eso se le pasará un recibo por el total de estas cantidades en las próximas fechas. Se le hace la inscripción en este momento. Hay también unas denuncias por incumplimiento de contrato a las que deberá responder en el momento y ante el tribunal oportuno.

Al tiempo que él cumplimentaba un formulario, yo centré mi defensa en que esas acusaciones eran falsas, hechas maliciosamente para causar daño a un honesto padre de familia, dando lugar a ese procedimiento de oficio en el que yo podría demostrar que estos trabajadores a los que él se refería, colaboraron sólo por un corto período al comienzo, pero que tuve que despedirlos a todos lamentablemente porque no teníamos ningún tipo de faena ni de clientela.

Interrumpió mis palabras, que con eficacia suma demostraban mi cumplimiento con el erario público, levantando una mano ensortijada, no muy limpia por la palma. Después se incorporó y antes de salir dijo:

—Le dejo anotado mi número particular, comuníquese comigo y lo arreglamos. Somos latinos, somos hermanos, hablamos el mismo idioma que Santa Isabel la Católica, llámeme que nos entenderemos.

Dejaron un par de impresos sobre la mesa. Chespirito tamborileaba los dedos sobre el tablero mientras miraba el mapa de la República suspenso en una de las paredes.

—Empezamos mal el día. Éste será otro al que le tenga que untar la mano —me lamenté.

—Pues sí Fran, ya le decía —retomó nuestra conversación Chespirito sin darme descanso en el fastidio—, agarraron un palé de treinta y en la quiniela también salió un número malo, el quince. ¡Diablo! tiene tres mil apuestas, el segundo premio también fue malo, el sesenta y seis. ¡María Santísima! tiene dos mil y pico quinielas. No fue bien Fran, no. Todo esto hace un total de, más o menos, ochenta mil pesos que dividido entre ustedes dos son a cuarenta mil cada uno.

Calló esperando mi reacción. No dije nada porque me lo impedía la perturbación de ánimo. Sentí un ligero y desazonador temblor interno. El azoramiento me entorpecía el razonamiento y el habla. Prendí un cigarrillo sin dejar de mirarle. Raimundo, como en realidad se llamaba, me parecía buena persona, al menos desde que le conocí. Pero en esa circunstancia a nadie extrañará que recelara hasta de mi propio padre si en el negocio anduviera.

—Es difícil, pero a veces pasa, señol Fran. Yo lo siento más que si el dinero fuera mío. Cuando yo vi ese palé..., mire, ¡Vilgen de la Altagracia!, el mundo se me vino abajo. Pensé: pobre señol Fran. ¡Diablo! De corazón le digo que no lo siento por mi veinte pol ciento —yo, de mis beneficios, le entregaba ese porcentaje.

—Bueno —dije con una voz timorata que casi ni yo percibía—, también en este negocio hacemos agua y hay que enfrentar las pérdidas. Le voy a hacer un cheque para que se lo entregue a Licinio por cuarenta mil y...

—Excúseme Fran —interrumpió—, pero hay otro pequeño problemita.

Me dispuse mentalmente para encajar el golpe, porque cuando Chespirito llamaba a algo «pequeño problemita» yo sentía temblar el suelo bajo mis pies.

—Verá, es que Licinio no tiene caudal suficiente para ponel su parte; ¿veldá? y el hombre está apurado, tremendamente apurado. La gente ya espera en la misma puelta de su casa para cobral los premios, y muchos ya están guapos, enfadados de veldá.

—¡Pero él sabía que se despachaba por estas cantidades! Los cálculos eran que aguantábamos el riesgo entre los dos, que asumíamos hasta estas situaciones. ¿Cómo va a ser ahora, que no tiene el dinero de su parte? —repliqué con expresión enérgica cargándome de razón y descargando tensión interior.

—Excúseme Fran —dijo conciliatorio—, usted tiene razón, no digo lo contrario, pero... la cosa es seria. Imagínese, la gente en la puelta de su casa, exigiendo lo suyo, llamándole estafadol. Él dice que le ha dado a ganal dinero, que ahora le toca a usted socorrerlo. Está negociando para vendel el carro; acudió a prestamistas y tiene algo en casa, pero no le alcanza. Él dice que mire a vel si usted le puede prestal unos veinte mil y él se lo devuelve poco a poco, al pasito —dijo sin levantar los ojos del cenicero—. Si no... vamos a tenel problemas con la policía. Es un negocio ilegal. Algunos quieren denunciarle pol estafadol. Y ya por la calle les llaman ladronasos también a sus papás. Si él va preso, pues... no querrá ir solo. ¿Usted me está entendiendo cómo es? Yo estoy seguro de que si se arregla todo y usted le presta el dinero, él se lo devuelve polque Licinio es hombre serio.

—¿Usted me recomienda que se lo dé?

—Sí —contestó sin dudar.

Cada vez tenía más dudas. Me resistía a creer que Chespirito estuviera dándome un tumbe, como llaman por esas tierras a los timos y engaños. Le conocía desde mucho tiempo atrás y nunca me defraudó. A pesar de las tentadoras trampas que tramé para catalogar su honradez, siempre respondió con lealtad. Pero ahora recelaba. Me sentía amenazado, podía o no podía ser limpio, pero era un jaque que sólo dejaba libre la casilla del pago, de otra forma podría ser jaque mate.

Estaba resolviendo qué hacer cuando se abrió la puerta de nuevo.

—Permisito —reapareció el inspector más joven—. Es que tengo una vacilación. Expósito ¿se escribe con ese o con equis? —Nuevamente situó ante de mí el exasperante formulario oficial.

Contesté hastiado que era con equis. Tachó el nombre y escribió de nuevo Espoxito.

—Tenía razón mi superior, es como él decía. Gracias y disculpen. Bay.

Cuando salió hice un cheque por sesenta mil pesos y se lo di a Chespirito diciendo:

—Entrégueselo. Dígale que no le voy a cobrar ningún interés, pero que me tiene que devolver religiosamente hasta el último peso; que los españoles somos así, que aunque no era lo convenido, no soy yo de la condición de gente capaz de dejar a un socio abandonado y en apuros; que espero que él me corresponda y no defraude esta muestra de compañerismo mercantil. Dígale también que temporalmente yo me retiro de la Banca. Mi economía no está en condiciones de seguir adelante en este turbulento negocio. En las actuales circunstancias prefiero aguas más reposadas, menos traicioneras, que sin ser tan gratificantes, al menos son más seguras para un padre de familia.

Aunque dudo que captara la hondura del recado, dijo que se lo transmitiría palabra por palabra a Licinio. Tomó el cheque y se fue después de augurar tiempos mejores. Supongo que pensando que no era la nobleza de mi carácter lo que me animó a firmar el cheque, sino, más bien, el temor a la cárcel y a los abogados salteadores del país. Si era eso lo que imaginaba, atinó.

La lluvia no cesaba. Solo en la oficina. Solo y sin dinero, aunque con mucho desasosiego y preocupaciones. Debía salir adelante. Dos hijos no son algo leve ni es broma. El cabeza de familia debe aguantar el timón con decisión, enérgicamente, enfrentar la tempestad con coraje y evitar que la quebradiza embarcación se hunda. Al menos eso me decía yo mismo, tratando de recuperar el ánimo macerado.

Y es que me encontraba en un país extraño, lejos de mi tierra, sin fortuna, sin recursos, sin horizontes, y, para seguir con las metáforas marineras, en calma chicha. Mi familia, ajena a la situación, seguía su rutina diaria con la tranquilidad del carnero, que, en el matadero, rumia y rumia el alimento diario en un acto inútil, un sin sentido frente al destino.

Llegué a la República Mameiana con mis ahorros, una cantidad considerable, con posibles. Traje también un saco lleno de proyectos, algo a largo plazo. Vine a este país buscando una vida plácida, segura, confortable, natural. Mi cabeza era un hervidero de ilusiones. Escapaba del agobio, de la opresión ciudadana, de la tensión del progreso, de la deshumanización y calificación profesional; del contagio televisivo, del iracundo conformismo, de la contaminación ambiental, espiritual; del hondo y plomizo hueco existencial; de los aparatitos, los botoncitos, los desnatados; de los vecinos con fauces de lobo, desconocidos sospechosos; de las aristas punzantes de la envidia y la presunción; del Ministerio de Hacienda; del pus de la frustración...

Era un confundido que se rezagaba de los útiles aprovechados. Mientras ellos medraban acuciados por un miedo inveterado, prosperando día a día, complaciéndose el egoísmo, yo no encontraba aplicación a las aturdidas consideraciones morales y estéticas que a mi entendimiento eran las que deberían dictar un estilo de vivir. Me asfixiaba en las farragosas relaciones interesadas, en los uniformados criterios comunes, en la vulgaridad universal de la que no convenía disentir para no ser tratado como un apestado. Con dos planos psicológicos enfrentados: la realidad de un rincón urbano y el sueño de países lejanos. Un ser como yo, con mis conocimientos, preparación e inteligencia, tiene un mal acomodo en la España actual. Quizá en otro sitio, en una nación del Tercer Mundo, o del Cuarto o del último, podría defenderse mejor, sacar más provecho a sus virtudes, que alguna, aunque pocas, tenía. Así, en un momento decisivo, el miedo y el vértigo estallaron destrozando mi sino. Me aventuré a lo desconocido. Sabía que tenía un futuro entre mis manos después de vender la casa y volver la espalda al pasado. Y si mi mujer no hubiera dicho: ¡Que sea lo que Dios quiera! no se habría escrito esta historia.

Los días transcurrieron dichosamente. Disfrutamos del dulzor de la vida mientras duraron el dinero y los proyectos. Fue entonces, gastando nuestros últimos dólares, cuando apareció la costrosa corteza de la pobreza cubriéndonos de renuncia y de impotencia. El tiempo era un enemigo engendrador de problemas. Cuánto bien se acaba al acabarse la moneda; y cómo entonces, a través del velo rasgado de las evanescentes ilusiones, se descubre la insoportable crudeza de la realidad miserable.

Así estábamos, deslizándonos en la podredumbre, casi podía oler mi propio husmo, cuando se abrió la puerta y vi por primera vez a Federico Meiva Franco, hombre que intervendría poderosa y agriamente en mi vida por esas combinaciones caprichosas que establece el destino. Así se llamaba, Federico, aunque a él le gustaba que le llamaran Mey. Delgado, pechopollo, pelo liso y ralo, con melenita, encorvado, temblón, friolero; un crucifijo invertido a modo de pendiente; anillos en casi todos los dedos, uno de ellos una calavera plateada de ojos rojos; con bermudas y la cazadora vaquera abrochada hasta el último botón. Lastimosamente mojado. Al contemplarle, me produjo la impresión de estar ante un pollito moribundo. Le escoltaba un moreno alto y robusto. Tomó asiento y esperé a que hablara. Sacó de un bolsillo interior unos documentos húmedos y arrugados colocándolos sobre la mesa de la misma manera que antes lo hiciera el inspector. Los alisó con manos trémulas mientras decía con voz fina, mal modulada y poco masculina:

—Hola. Mira, vengo de Western Union porque me he quedado sin dinero y allí uno me ha hablado de vosotros. Dice que traéis dinero de España rápidamente.

—¿De wes qué? —dije intrigado.

—Sí, de una empresa que también hace cosas de éstas, pero no lo traen de España, lo traen de USA, Italia, de Alemania y no sé de dónde coño más. Allí uno me habló de vosotros.

Yo tenía a varias personas entregando tarjetas y publicidad para captar a turistas viciosos, o a aquellos que padecen algún atraco o pérdida. Taxistas, recepcionistas de hotel, personal de aeropuerto... es decir, a gente que tienen un trato directo con presumibles clientes. Pensé que habría sido uno de éstos quienes le facilitara la información y que no tardaría mucho en aparecer por la oficina para reclamar su comisión.

—¿Dónde se encuentra hospedado?

—En el Isabela Village

—¿De cuánto es el envío que usted quiere realizar?

—No sé... de unas doscientas mil pelas más o menos. Mira aquí te traigo este documento del Banco Comercial Ampurdanés en España. Ya ves, hay un fondo de veinticinco millones. Están a nombre de mi hermano que está aquí conmigo —le dio un escalofrío y aleteó la mano en la que sujetaba el papel.

—¿Quiere usted que apague el aire acondicionado?

—Sí. Es que estoy mojado y voy a pillar una pulmonía.

Me levanté para apagarlo. Estornudé y acto seguido él hizo lo mismo. Verdad es que los dos teníamos más o menos el mismo físico, aunque yo no tengo pechopollo. Al negro grande y fuerte le haría gracia ver estornudar casi al mismo tiempo a dos enclenques mojados, por eso sonrió y para disimular miró por la ventana.

—Te decía, que el dinero está a nombre de mi hermano, pero no hay ningún problema, porque si hay que firmar algo, o lo que sea, mi hermano viene.

—Bueno, yo le voy a explicar nuestro procedimiento operativo. Si después decide utilizar el servicio, pues ya vendrá su hermano.

—Vale, dispara.

AATUCA le hace entrega de la cantidad de dinero que usted desea recibir aquí en La República Mameiana. Previamente alguien en España tiene que ingresar la misma cantidad en nuestra cuenta. Todo ello se realiza en un plazo máximo de veinticuatro horas. Las cantidades están aseguradas. Si usted lo desea, hacemos la entrega en su lugar de residencia, si no, usted mismo puede pasar a recogerlo en esta oficina. El depósito en España se realiza en pesetas y aquí se lo entregamos al cambio oficial en pesos mameianos. Por este servicio cobramos un insignificante dos por ciento, más la llamada telefónica de confirmación a nuestro banco. Si desea que la entrega sea a domicilio cobramos cien pesos más.

—Yo es que no tengo a nadie allí para que haga la entrega en vuestra cuenta. Bueno, lo tengo, pero paso, yo sólo quiero relaciones con el director de mi banco.

—Si es así, va a ser un poco difícil, porque de otra manera usted tendría que dar orden a su banco para que nos hicieran una transferencia. Esto supone varios días e imagino que usted quiere disponer del dinero rápidamente, ¿verdad?

—Así es, quería ver si nos puedes adelantar algo a cuenta. No sé, dos o tres mil pesos, porque se están poniendo pesados los del hotel y éstos del alquiler de motos —dijo señalando al mameiano con la cabeza.

—¿Ha rentado una moto?

—Sí. Bueno, el caso es que me hace falta la pasta ya. Como ves no hay problema de dinero. O sea, has visto los fondos que tenemos. Yo, si quieres, cuando regrese a España hago el ingreso personalmente, te hago un documento donde ponga lo que me dejas y ya está.

—Lo siento, pero es norma de esta compañía no dar adelantos a cuenta de envíos. Ya le expliqué el funcionamiento de AATUCA, no puedo hacerlo de otra manera.

Suspiró y al levantarse le sacudió otro escalofrío.

—Bueno vale. Voy a hablar con mi hermano y a ver qué decidimos.

Después de entregarle los datos por si decidían hacer la operación, salieron dejando tras de sí un reguero de agua en el piso. Por la ventana les vi montarse en una moto. Él conducía. El negro alto y fuerte iba sentado atrás. Se alejaron haciendo eses a causa de los estornudos.

—Este hombre tiene pinta de drogadicto. Supongo que no regresará. Ojalá que así sea. No me cuaja, parece peligroso, no sé bien por qué —pensé.

Retornó Altagracia y, ya en su sitio luego de comprobar en un espejito que su cara permanecía sin deterioro ni menoscabo, inició la resolución del crucigrama que le ocupaba desde hacía mucho tiempo.

—¿Me puede fiar usted doscientos o trescientos mil pesos? —dije.

—Si los tuviera le daría eso y más.

Me miró con esos grandes ojos negros y apareció en su faz esa sonrisa blanca que me situaba en un grado de inferioridad.

Continuaba lloviendo y lloviendo, un día duro y gris, un día malo para mí. Caían rachas de agua de las que vio Noé. Cuando llegué al país, en mañanas así me dejaba mojar por el agua tibia disfrutando como un niño brincando sobre los charcos. Sonaba el chaparrón en el techo, sonaba merengue en la radio. Mi secretaria, absorta en sus quehaceres didácticos e instructivos, seguía la canción canturreando bajito.

Tenía que recapacitar, idear, pensar en algo. ¿Qué hacer? Llevaba mucho tiempo gastando dinero, lo poco que quedaba se esfumó tras el fracaso del último sorteo. No lograba concentrarme, me lo impedía la lluvia, el merengue, el canturreo, los pechos de Altagracia.

La visita del extraño, los murmullos de Altagracia, la música en la radio contribuían a aflojar algo la opresión en esa infausta mañana. Necesitaba de ese descanso, de esa futilidad del momento. Pero no podía permitírmelo. Debía razonar. Mi obligación era buscar salidas aunque las opciones eran más bien pocas. A decir verdad sólo una: regresar a España. Era fácil imaginar la situación. Después de malvender lo que tuviéramos y pagar los pasajes de avión, acabaríamos instalados en cualquier parte, aceptando cualquier trabajo que me ofrecieran. Ya veía a mi adorable esposa prescindiendo del servicio, a mis principitos en algún pueblo soportando los rigores del invierno, y a mí mismo sin saber qué hacer, sin ganas de hacer nada. Este había sido el último intento para salir adelante, la última apuesta.

—¿Usted toma mucha agua? —dijo de pronto Altagracia.

—¿Cómo?

—Que si usted toma mucha agua. Porque dicen que es muy bueno beber mucha, por el cutis y para otras cosas; que hay que tomar al menos dos litros diarios.

—Pues usted advertirá por mi cutis que yo ingiero poca. Sólo bebo cerveza Regente y ron Casteló —bromeé.

—¿Usted qué piensa: las mameianas tienen un cutis mejor o peor que las españolas?

—Yo afirmo que las mameianas tienen de todo más y mejor que las españolas.

—No relaje. Dígame lo que piensa, pero en serio.

—Sin juramento podrá creerme si le digo que para mí no hay más que una, y que por esto no me suelo fijar, ni en la gracia ni en las galanuras de ustedes, deliciosas muchachas, que desorientan al más sensato con una caída de ojos y con un roce hacen que le hierva la sangre al más indolente. Aunque no puedo negar que en alguna ocasión se prenda mi mirada en un busto; que me agrada del abundante, o en unas nalgas incitadoras a lo contranatural, o en un bello rostro como el suyo, que no hay mal que no espante. En cuanto al cutis, mientras no haya pústula u otras impurezas, no he constatado diferencia alguna.

—Me agrada cuando usted habla igual que don Sancho Panza. Me gustan los españoles, siempre relajando, no sabe una si hablan en serio o en broma.

—¡Qué poco conoce usted a los españoles, señorita!

—No olvide que mi novio es español. Por lo menos reconozco bien a uno —sonriendo volvió a su crucigrama.

Su novio era Bienve. Cincuentón no mal parecido, con la apariencia de alguien que no ha pasado estrecheces en su vida. Camisas, pantalones y zapatos blancos eran su conjunto predilecto. Ciertamente tenía buena estampa, aunque no tan magnífica como creía este español de Valencia. Propietario de dos embarcaciones dedicadas al negocio de la pesca deportiva en alta mar, tenía también una camioneta blanca, dos perros ariscos, tres niños intratables y una obesa mujer turca de mucho carácter, quien cierta noche a punto estuvo de agredirle de obra con un paraguas, porque de palabra abundó en el castigo para mancilla y deslustre de la virtud, la reputación y fama del consentido ante los presentes. Así obró al sorprenderle charlando con el putaísmo en uno de los alegres bares de Morúa, pueblo costero en el que residíamos Bienve y yo. Disertaban sobre la condensación del aire, o algo parecido, o mejor dicho, discurría él. Porque a Bienve le gustaba hablar y hablar hasta aburrir a los que, por cortesía o interés, no se atrevían a interrumpir sus difusas y tediosas charlas que generalmente sólo tenían un tema de conversación: él y su historia. Por otro lado, Bienvenido del Campo Calatrava aparentaba finura, elegancia y señorío, aunque con el paso del tiempo le conocí tal como era tras el telón: ridículo, cursi, de mal gusto y jactancioso. Además de la pedantería, se sumaban también a su persona, un racismo sarcásticamente sangriento, una presunción infundada y una arrogancia inmensurable, sin caer en la cuenta que quien se da importancia, los demás se la quitan. Tenía suerte el maldito. Ganaba más por acaso, que por destreza en sus negocios. ¿Gozan los pájaros su vuelo? No se sabe, pero se supone al verlos volar. Eso pasaba con él. Se suponía que era gozosamente feliz en su vuelo, y no hay cosa que más ofenda que la felicidad ajena. Por eso se le odiaba con un odio destilado de envidia.

A pesar de ser racista mantenía asunto carnal con varias «gallinitas», así las llamaba. Muchachas morenas de muy buen ver, complacientes, sencillas y necesitadas de moneda. Altagracia era una de éstas, su favorita, a la que más apreciaba y premiaba. A las otras las veía ocasionalmente en alguno de los muchos viajes que realizaba por la costa debido a las obligaciones del negocio. Eso decía este cominero a su furibunda consorte turca, sirviéndole de excelente coartada. Durante el día perdido por esos bellos campos mameianos disfrutando de bellezas oscuras, en la noche recogido en casa con la probidad de un buen padre de familia. Si Bienve en sus viajes sigue con esa costumbre, seguramente padecerá ya de algún mal contagioso adquirido en el deleite sexual. Y puede que si aún no ha muerto, su muerte sea algún día matada por padre, madre, hermano, novio o esposo de alguna de sus «gallinitas», o acaso por mano otomana. Acabarán sus tropelías de un machetazo regalado por alguien a quien, además del billete, le haga falta el honor y el recato. Porque este hombre no respetaba.

Mirando a Altagracia pensaba que, tras el encanto de su apariencia indefensa en el que se parapetaba, escondía a una perversa e ingrata mujer calculadora sin escrúpulos, dueña absoluta del verriondo español, sometido por la incontinencia a sus caprichos. Acaso fuera ella el escarmiento del sátiro español.

Transcurrió algún tiempo y decidí regresar a mi casa para comer. La persistente lluvia perdió intensidad. Ordené a la secretaria que llamara allí si sucedía alguna novedad.

—¿Ya me deja usted otra vez solita? —sonrió estirándose.

—Sé que le resultará muy difícil pasar sin mí, pero, sopórtelo.

—En realidad cuando más lo echo de menos a usted, señor Fran, es durante el día en que me paga la quincena. Si usted falta un día de esos, no hago nada más que recordarle y desear su presencia. Disculpe el relajo y no se ponga guapo.

—Hoy disculpo y tolero casi todo. Todo menos el ver un rimmel mal dado y alguna impureza en la nariz.

Acerté en el centro de la diana. Quedó sin respuesta, con la boca entreabierta y buscando un espejo en su bolso.

En la calle agradecí la agradable temperatura. La moto arrancó por capricho, ya que le costaba mucho hacerlo incluso en días bonancibles. Escuché el alegre repiqueteo del motor con la satisfacción de salir del apuro sin tener que solicitar a alguien un «empujoncito». Pensé que no todo tenía por qué salir mal y me regañé mentalmente por no coger el impermeable. Arranqué y a una velocidad moderada y con precaución por el peligro que tienen las motocicletas en los días lluviosos, y el de las carreteras mameianas todos los días del año, emprendí el regreso a mi hogar, distante a veinticinco kilómetros. Mientras disfrutaba del hermoso paisaje de los verdes campos mameianos, cuando llevaba recorrido más o menos la mitad del placentero y sosegado trayecto, súbitamente, en medio de un cañaveral, la moto se detuvo. En esa desgraciada circunstancia se inició un nuevo chaparrón. Como se resistía ahora y ya ni por capricho arrancaba, decidí ocultar el maldito cacharro entre las cañas de azúcar y regresar después con algún mecánico. Me atemorizaron unos ladridos cercanos y no penetré demasiado en la plantación. Por la lluvia y la amenaza canina no tenía yo el ánimo demasiado sereno. Esto junto con la dificultad del terreno provocaron la caída de la pesada motocicleta y de mí mismo sobre ella. Cubierto de barro, y ante la imposibilidad de incorporarla con mis limitadas fuerzas, la dejé tumbada allí mismo y salí hacia la calzada con idea de hacer autostop. Serían las dos de una tarde oscura. No se paró ningún vehículo. Algunos sin compasión y otros con burla descarada manifestaban alegría y regocijo al verme en tal situación, caminando bajo semejante tromba de agua sin refugio cercano donde poder guarecerme. Durante una media hora la lluvia incesante siguió mojando las plantaciones y a mi persona, después cesó de pronto. En ese momento vi un concho, utilitario que con una ruta prefijada se dedica al transporte de viajeros cuando éstos se lo demandan a lo largo del recorrido. Destartalados, peligrosos, una especie de taxis con funciones de autobús, es decir, montaban a cualquiera siempre que cupiera dentro, a veces se encaramaban encima. Tendrían que ver muchos contorsionistas de circo para su asombro hasta dónde se puede doblar, arquear, estrujar y apretar un organismo humano.

—No cabe —dijo una señora gorda desde dentro.

—Sí cabe, es flaquito —replicó el chófer.

Con muchísima dificultad pude sentarme sobre las piernas de esa mujer y dado mi estado, sin poderlo evitar, mojé y embarré su falda.

—¡Carajo! Este gringo del diablo me está empapando —exclamó con gesto de repulsión y voz estentórea.

—No soy gringo señorita, soy español, para que usted lo sepa —dije con urbanidad y comedimiento, a pesar de los adversos sucesos que me deparaba ese ominoso día.

—Pues pior —contestó ella clavando con malicia su codo en mi costado.

Opté por ignorarlo para no iniciar polémica alguna con mis compañeros de trayecto y sobrellevé con mutismo y resignación lo que restaba de viaje.

Llegamos a Morúa, y al apearme del concho comencé a caminar despacio ejercitando una serie de estiramientos musculares, procurando que los miembros entumecidos recobraran su agilidad y soltura. Cuando me encontraba en los aledaños de mi vivienda escuché un vocerío que brotaba del interior.

Un recio vozarrón varonil se imponía en inglés sobre otra voz más endeble que replicaba en español, la de mi señora. Alarmado entré rápidamente en la casa. Allí estaba J.J., o como se pronuncia en su idioma: yei, yei. Vejestorio norteamericano, grande, narizudo, un ojo de cristal; con la misma apariencia desaliñada de siempre: en bermudas, con chancletas, sucio, grosero; sin policía, cortesía ni crianza, ruin, interesado y venal, es decir, un auténtico puerco. Era mi casero.

Al descubrirme dirigió su carga contra mí con más ímpetu aún. Profiriendo gritos retumbantes, decía no sé qué de peces. Y es que yo también tenté la suerte en el comercio de compraventa de pescados y mariscos al por mayor, emplazándolo en mi casa; bueno, en la casa de J.J. sin su consentimiento. Incumplía así el contrato rubricado entre los dos, por el cual se prohibía explícitamente la instalación de cualquier negocio en ella, que se dedicaba exclusivamente a residencia familiar. No tuve más recurso que infringir la cláusula, porque mi economía no permitía poner en su debido lugar una pescadería en condiciones. Por eso me animé a comprar dos congeladores, arrendé una vieja camioneta y me dediqué durante unos meses a la compraventa de pescados. Mi clientela se diversificaba entre los hoteles y restaurantes de la zona. Poco tiempo después abandoné. Las ventas, si quería comerciar, habían de ser a crédito y se retardaba mucho el cobrar. Viajaba demasiado para obtener género, sufría a los mayoristas, que eran a quienes obligatoriamente los pescadores debían vender; soportaba sus inacabables peleas de gallos, su inconstancia, su desprecio... Tiempos muertos esperando la entrada de una mercancía escasa que no abastecía suficientemente a todos los compradores que por aquellas lejanas tierras nos encontrábamos en perdidas aldeas donde la electricidad era aún una teoría, y donde, si renaciera Colón, descubriría pocas novedades. Chespirito y yo arriesgamos en ocasiones la vida por esos caminos peligrosos, polvorientos, intransitables para vehículos de tracción mecánica.

Al cabo, entre desembolsos por alquiler del vehículo, el salario de Chespirito, untamiento policial y sumando las comidas, gasolina, reparaciones y ron, se iba lo comido por lo servido. Así que resolví abandonar la piscatoria, quedándome como saldo dos congeladores, una báscula, algunos recuerdos marineros y este problema con J.J.

Un mal intencionado fontanero canadiense que trabajó en la casa se chivó al intransigente casero norteamericano, de que sus informales inquilinos españoles realizaban negocio con pescado mameiano donde no debían hacerlo.

Con la paciencia y seriedad que nos caracteriza a la gente manchega, traté de hacerle comprender que no había pescado, y que nunca lo hubo en la casa, que los refrigeradores eran de un amigo griego que me los dejó en custodia mientras regresaba de un viaje a Curaçao. Era falso, pero qué iba a decir yo.

Él, con la prepotencia y superioridad que identifican a muchos neoyorquinos, rehusaba escuchar mi tesis, y continuaba con ese feo defecto, de gritarse entre individuos pulidos. Con un ardor impropio de su edad, se dirigió al espacioso tendedero donde yo tenía los congeladores y, al entrar, y por la fogosidad de la que era preso, se golpeó la sesera con la báscula que pendía del techo. Con la mano en la cabeza y rictus doloroso se dispuso a destapar uno de ellos diciendo algo así:

—¡Here fish!

Creía el grosero que al destaparlo hallaría tal evidencia que haría irrefutables sus imputaciones, mas cuando lo hizo, comprobó pasmado y al fin enmudecido que estaba vacío; exceptuando un zapato mío perdido durante días (con certeza, alguna de mis tiernas criaturas allí lo escondería como desquite por alguna privación o correctivo de los que los padres asignamos en pos de una buena formación). Seguido, el atónito anciano repitió en el otro y ya, cuando tenía la tapa abierta, me pareció a mí que el límite infranqueable de la intimidad es que un extraño te abra la puerta de la nevera. Por eso la cerré de un manotazo y malogrando la airosa compostura que nos distingue a los españoles en el extranjero, comencé a desgañitarme yo también, gritando:

—Dis es mi jom mientras le pague cash... y tú go de mi horse.

Aturdido y tembloroso por el nerviosismo, con intención, según me pareció entenderlo, de llamar a un intérprete, levantó el auricular del teléfono. Con la misma determinación inquebrantable se lo arrebaté de la mano y, colgando bruscamente, volví a chillar:

—Dis también is may telefón, nosotros go de tu horse dentro de unos diez o quince dais. Nos vamos cuando encontremos otra horse porque tú, no guz. ¿Yu nou?

A pesar de la dificultad del mensaje lo entendió el individuo, respondiéndome que nos iríamos en tres días, que éste era su plazo y que si no se cumplía nos expulsaría la police.

—¡Yu go nao! —volví a decir señalando con el dedo índice la puerta. Se marchó diciendo no se qué de mi fáder.

Mi suegra estaba impresionada, no sé si porque desconocía mi dominio en el idioma de Shakespeare, o a causa de la situación un tanto desesperante, teniendo en cuenta que el casero nos daba tres días para desocupar la vivienda, que era temporada alta y no había casa ni apartamento en alquiler en todo Morúa; que moraban con nosotros, circunstancialmente, ella misma, su marido, una hermana de mi mujer, el esposo de ésta y el niño de ambos que disfrutaban de sus vacaciones en la República. Además nos sumábamos los inquilinos habituales: mi mujer, dos hijos, la muchacha de servicio, Blas nuestro perro necio y la gata Matarile, fatalmente en el puerperio, con cinco de sus crías.

El inoportuno altercado perturbó aún más mi alterado estado de ánimo. Traté de templarme aunque me sentía victorioso y engrandecido al echar al viejo. Encendí un cigarrillo y caminé nerviosamente de un lado a otro de la estancia seguido por las preocupadas miradas de mi mujer y de mi mamá política. Fue entonces cuando descubrí a la maldita avispa posada en una de las paredes. En un acto irreflexivo que encerraba toda la inquina que sentía en ese día, me despojé precipitado de un zapato y lo lancé con la potencia de la exacerbada rabia que me oprimía, pero errando el lanzamiento dejé una fea mancha de barro en la, hasta entonces, sin mácula pared. Al contemplarla, comprendí que la desproporcionada violencia contra el insignificante insecto era muestra de un furor reprimido desde hacía mucho tiempo, una cólera exaltada en mis adentros que se avivaba con facilidad por cualquier infortunio, a la que costaba mucho sujetar para que no se volcara en los más próximos.

Repentinamente caí en la cuenta de que seguía empapado. Me dirigí a la habitación para cambiarme de ropa, encontrándome allí con Maricela. La muchacha estaba seria, algo extraño en ella, pues era alegre y vivaracha como unas castañuelas a pesar del gran trabajo y fatigas que le hacíamos pasar entre todos. Supuse que escucharía los gritos y deduciría que su trabajo peligraba, algo grave para ella, una madre soltera con cuatro hijos a su amparo y en un país sin protección social.

—No se preocupe Maricela. Resistiremos —dije tratando de dar ánimos. —Ese anciano venéreo, que no venerable, ya se llevó su merecido. Partiremos cuando lo deseemos. Y cuando lo hagamos, será para habitar una más respetable y cómoda morada.

—Y cuando tranquemos la puerta... la escupiremos —dijo ella con sonrisa recobrada.

—¿Le gustó lo que dije en inglés? —pregunté ufano entregándole mis calzoncillos. No respondió, enmudecida por la impresión que le produjo el verme en pelota picada, pues no reparé en que me estaba desnudando delante de la criada, embargado aún por la discusión y por el ímpetu enfervorecido de mis palabras.

Después de una ducha me vestí, al fin, con ropas secas y casi limpias. Mientras, reflexioné acerca de esos descuidos distraídos que me ponían en ridículo tantas veces y me pregunté si acaso no estaría perdiendo el juicio por llevar una existencia tan disparatadamente desordenada. Al rato regresé al salón ya calmado, pero con la tranquilidad del desesperado.

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Fecha de publicaciónAbril 1997
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