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Los misterios de la casa de mi abuela

Cuentos para niños y niñas

La casa de mi abuela y la vaca Avelina

Edith Checa
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[Vaca]

La casa en la que vivía mi abue­la era muy pa­re­ci­da a la vaca Ave­li­na. Era como la vaca: muy gran­de. La casa era tan gran­de que nunca en todos los ve­ra­nos que pasé allí con­se­guí re­co­rrer­la en­te­ra, ni tam­po­co logré di­bu­jar sus di­ver­sas ha­bi­ta­cio­nes en un papel. A mí me gusta mucho hacer pla­nos de casas y hu­bie­ra ne­ce­si­ta­do in­fi­ni­dad de fo­lios y de­ma­sia­do es­fuer­zo men­tal para or­ga­ni­zar tan­tas ha­bi­ta­cio­nes y tan­tos pa­si­llos.

Ilustración de Lola Barquilla

La casa de la abue­la era tan gran­de como la vaca Ave­li­na, y esta vaca era tan gran­de que cuan­do Pedro, el pas­tor, que­ría sa­car­la por la puer­ta del es­ta­blo, para darle un paseo por los pra­dos y que pas­ta­ra a sus an­chas, nos lla­ma­ba para que le ayu­dá­ra­mos por­que él solo no podía. Ave­li­na se que­da­ba ato­ra­da en el hueco de la puer­ta y, mien­tras Pedro ti­ra­ba de la co­rrea que ro­dea­ba su cue­llo, no­so­tros de­bía­mos em­pu­jar­la por el cu­le­te. Los siete pri­mos a la vez em­pu­já­ba­mos como locos: ¡una, dos y... tres! Pero nada, Ave­li­na no podía pasar por el arco de la puer­ta por­que era muy ancha, muy gorda, muy alta. A veces in­clu­so, de tanto em­pu­jar­la se en­fa­da­ba, le­van­ta­ba el rabo y... te­nía­mos que salir co­rrien­do por la otra puer­ta del es­ta­blo para no des­ma­yar­nos con aquel olor que todo lo in­va­día. En­ton­ces el pas­tor, que co­no­cía bien a Ave­li­na, se ale­ja­ba un poco de la casa y venía con un ra­mi­lle­te de mar­ga­ri­tas. ¡Cómo le gus­ta­ban las mar­ga­ri­tas a Ave­li­na! Por fin se pro­du­cía el mi­la­gro. A la vaca se le ilu­mi­na­ban los oja­zos y zas, no sa­be­mos si es que en­co­gía el vien­tre o va­cia­ba sus pul­mo­nes, lo cier­to es que salía del es­ta­blo como un rayo para co­mer­se las mar­ga­ri­tas que eran su plato pre­fe­ri­do.

La casa de mi abue­la era gran­de y vieja, como Ave­li­na. La vaca era tan vieja que, según la abue­la, nues­tros pa­dres ju­ga­ban con ella cuan­do te­nían nues­tra edad. Y la casa era tan vieja tan vieja que la abue­la había na­ci­do en ella, y la madre de mi abue­la, y la abue­la de mi abue­la.

La casa de mi abue­la era gran­de, vieja... y blan­ca, como la vaca Ave­li­na. Tan blan­ca era la casa que por el día, con el sol, era im­po­si­ble mi­rar­la, nos que­dá­ba­mos cie­gos. Y Ave­li­na era tan blan­ca que una noche se es­ca­pó para comer mar­ga­ri­tas y la en­con­tra­mos por su blan­cu­ra. La luna es­ta­ba ju­gan­do con su luz en los gran­des lo­ma­zos de su es­pal­da, de tal forma que, Ave­li­na, pa­re­cía una enor­me casa blan­ca ilu­mi­na­da por la luna.

Ilustración de Lola Barquilla

La casa de mi abue­la era gran­de, vieja, blan­ca... y mis­te­rio­sa, como Ave­li­na. La vaca a veces nos mi­ra­ba con unos ojos ma­rro­nes muy raros, o mejor dicho, nos mi­ra­ba de reojo raro. Era como si, por un lado, nos tu­vie­ra miedo y, por otro, in­ten­ta­ra pro­vo­car­nos miedo para que la de­já­ra­mos en paz.

La casa de mi abue­la tam­bién era mis­te­rio­sa por­que sus ojos, es decir, las ven­ta­nas, tam­bién nos mi­ra­ban de forma rara. A veces, sin que nadie hi­cie­ra nada, las hojas de las con­tra­ven­ta­nas de ma­de­ra ma­rrón se ce­rra­ban y se abrían solas. Era como si nos gui­ña­ra los ojos.

La casa tenía dos plan­tas y el des­ván. Si la mi­rá­ba­mos por los la­te­ra­les se veían dos hi­le­ras de cinco ven­ta­nas cada una. En total, diez ven­ta­nas en cada fa­cha­da más las del des­ván.

Un día es­tá­ba­mos los siete pri­mos sen­ta­dos en corro sobre la pra­de­ra pla­ga­da de hier­ba que hay en el lado iz­quier­do de la casa. Es­tá­ba­mos ju­gan­do a «La za­pa­ti­lla por de­trás, tris-tras» y de pron­to se cerró de golpe la pri­me­ra con­tra­ven­ta­na de la iz­quier­da de la se­gun­da plan­ta. Luego se cerró la si­guien­te, luego la ter­ce­ra y así su­ce­si­va­men­te hasta que se ce­rra­ron las diez ven­ta­nas de los dos pisos. Los siete pri­mos nos que­da­mos he­la­dos al ver aque­llo. Des­pués co­men­zó a ocu­rrir lo con­tra­rio: una a una fue­ron abrién­do­se hasta que es­tu­vie­ron todas abier­tas. Lo cier­to es que a una sola per­so­na no le podía dar tiem­po de ir de ha­bi­ta­ción en ha­bi­ta­ción aun­que fuera muy rá­pi­da. Ni a una per­so­na, ni a dos. Y en la casa sólo es­ta­ba la abue­la. Por tanto, de­du­ji­mos que había fan­tas­mas o algo por el es­ti­lo, y nos entró mucho miedo.

La casa con­ti­nuó abrien­do y ce­rran­do cada una de las ven­ta­nas por el mismo orden por el que em­pe­zó.

La vaca Ave­li­na salió del es­ta­blo y ob­ser­vó con aten­ción el cie­rre y aper­tu­ra con­ti­nua­da de cada una de las diez ven­ta­nas de la casa. A los pocos se­gun­dos la vaca co­men­zó a ce­rrar y a abrir un ojo y luego el otro de forma al­ter­na­ti­va, como si gui­ña­ra con el iz­quier­do y luego con el de­re­cho. Sin parar.

No­so­tros nos que­da­mos alu­ci­na­dos por­que pa­re­cía que Ave­li­na se había pues­to de acuer­do con la casa y ambas ju­ga­ban a algún juego ex­tra­ño. La casa co­men­zó a ce­rrar y a abrir las ven­ta­nas con más ra­pi­dez y la vaca hizo lo mismo. Un ojo que se abre y luego el otro, el pri­me­ro se cie­rra y luego el otro.

De pron­to toda las ven­ta­nas se que­da­ron ce­rra­das de golpe y tam­bién los ojos de Ave­li­na.

Se hizo el si­len­cio. No había mo­vi­mien­to de ven­ta­nas ni de ojos. Nos le­van­ta­mos para ver si la vaca abría los ojos de una vez y al ver que no lo hacía co­men­za­mos a preo­cu­par­nos. La vaca se había que­da­do dor­mi­da, o ciega, o muer­ta, pero de pie. Por tanto desecha­mos que es­tu­vie­ra muer­ta o dor­mi­da por­que, si no, se ha­bría caído al suelo, y ciega no lo sa­bía­mos por­que no abría los ojos.

Mi her­mano Al­ber­to, que es el más va­lien­te de todos, se acer­có al morro de Ave­li­na y con sus dedos in­ten­tó subir­le los pár­pa­dos. Nada. No hubo ma­ne­ra de que abrie­ra los ojos. La vaca se­guía con los pár­pa­dos ce­rra­dos sin in­mu­tar­se. A Al­ber­to se le ocu­rrió en­ton­ces la feliz idea de que los siete subié­ra­mos a las ha­bi­ta­cio­nes de la casa y abrié­ra­mos una a una todas las ven­ta­nas con el ritmo rá­pi­do que ella misma había te­ni­do mo­men­tos antes.

Al­ber­to nos ad­vir­tió que él abri­ría la pri­me­ra y que tras é, de uno en uno, todos ten­dría­mos que abrir­las. Como éra­mos siete y las ven­ta­nas diez, las úl­ti­mas tres ven­ta­nas ten­drían que ser abier­tas por él y los dos si­guien­tes pri­mos. El orden sería el si­guien­te. Al­ber­to, Julio, Marta, Ale­jan­dro, Car­los, Ali­cia y yo. Por tanto, Al­ber­to, Julio y Marta, que eran los más rá­pi­dos, ten­drían que bajar co­rrien­do las es­ca­le­ras y en­trar en las úl­ti­mas ha­bi­ta­cio­nes.

Al­ber­to dio la orden a la de tres: ¡una, dos y... tres! Y una a una fui­mos abrien­do todas las ven­ta­nas con buen ritmo hasta que que­da­ron todas abier­tas. Debo decir que Al­ber­to, Julio y Marta casi se caen por las es­ca­le­ras por la prisa que te­nían de lle­gar a tiem­po y abrir las del piso de abajo. Pero lo con­si­guie­ron.

Sa­li­mos los siete de la casa para com­pro­bar si la vaca Ave­li­na tam­bién había abier­to los ojos y nues­tra sor­pre­sa fue que ¡sí!

Los tenía abier­tos y nos mi­ra­ba otra vez con ojos raros, aun­que ahora pa­re­cía que mi­ra­ban di­ver­ti­dos. Pero a los pocos mi­nu­tos nos dimos cuen­ta de que Ave­li­na no los ce­rra­ba de vez en cuan­do como ha­ce­mos las per­so­nas y los ani­ma­les. Es decir, que se quedó con los ojos de par en par abier­tos como las ven­ta­nas de la casa y no había ma­ne­ra de que par­pa­dea­ra. Com­pren­di­mos que una vaca no puede pa­sar­se la vida con los ojos abier­tos por­que se le se­ca­rían y se que­da­ría ciega. Todos, ani­ma­les y per­so­nas, de­be­mos par­pa­dear para que se hu­me­dez­can y sigan en buen es­ta­do. Ade­más es im­po­si­ble que se duer­ma nadie con los ojos tan abier­tos como los tenía en ese mo­men­to.

Esta vez fue mi primo Car­los quien pensó en la so­lu­ción: «Ten­dre­mos que subir y ce­rrar la mitad de las ven­ta­nas, se­gu­ra­men­te así par­pa­dea­rá.»

Subimos todos y de­ci­di­mos ce­rrar cinco ven­ta­nas de la parte de­re­cha de la casa. Cuan­do ba­ja­mos fui­mos di­rec­ta­men­te hacia Ave­li­na que se­guía mi­ran­do las ven­ta­nas como hip­no­ti­za­da. Nues­tra sor­pre­sa fue des­co­mu­nal al ver que la vaca ahora tenía el ojo iz­quier­do gui­ña­do. Es decir, que tenía un ojo ce­rra­do y el otro abier­to, y así se quedó mi­nu­tos y mi­nu­tos mien­tras no­so­tros in­ten­tá­ba­mos en­con­trar una so­lu­ción al pro­ble­ma. Pasó una hora, pasó otra hora, lle­ga­ba el mo­men­to de la cena y Ave­li­na se­guía con un ojo ce­rra­do y el otro abier­to y, este úl­ti­mo, se­cán­do­se­le.

Ilustración de Lola Barquilla

Es­tá­ba­mos de­ses­pe­ra­dos por Ave­li­na cuan­do llegó la abue­la y nos miró como se mira a siete niños que sólo saben hacer ton­te­rías. Se puso con los bra­zos en ja­rras y pre­gun­tó medio en­fa­da­da:

—¿Se puede saber qué es­táis ha­cien­do aquí con Ave­li­na?

Nin­guno su­pi­mos qué con­tes­tar. ¿Cómo íba­mos a con­tar­le lo que es­ta­ba su­ce­dien­do con las ven­ta­nas y los ojos de la vaca? Nos to­ma­ría por locos. De pron­to la abue­la no lo pensó dos veces y dio un ca­che­te a Ave­li­na en el tra­se­ro. La vaca salió zum­ban­do hacia el es­ta­blo y no­so­tros fui­mos a la­var­nos las manos para que no se en­fa­da­ra.

Pero yo no podía po­ner­me a cenar sin saber qué había pa­sa­do con nues­tra vaca, así que me es­ca­pé y fui al es­ta­blo para com­pro­bar si tenía to­da­vía un ojo ce­rra­do y el otro abier­to. Mi sor­pre­sa fue ma­yús­cu­la cuan­do Ave­li­na me miró con los ojos abier­tos y a los dos se­gun­dos los cerró y los vol­vió a abrir. Par­pa­dea­ba con na­tu­ra­li­dad e in­clu­so con co­que­te­ría por­que pa­re­cía or­gu­llo­sa de sus enor­mes pes­ta­ñas.

Miré un mo­men­to la casa de la abue­la que ya tenía en­cen­di­das las luces de cada ha­bi­ta­ción, luces de co­lo­res, dis­tin­tas por cada uno de sus ha­bi­tan­tes y esa noche me di cuen­ta del enor­me pa­re­ci­do de la vaca Ave­li­na con la casa de la abue­la, las dos eran gran­des, vie­jas, blan­cas, mis­te­rio­sas y... co­que­tas. Pero eso no fue todo, cuan­do entré en la co­ci­na para cenar me fijé en la abue­la, en su pelo blan­co, en su piel blan­ca, en sus ojos ma­rro­nes y su de­lan­tal blan­co con vo­lan­tes y me di cuen­ta de que la abue­la era tan gran­de, tan vieja, tan blan­ca, tan mis­te­rio­sa y tan co­que­ta como su pro­pia casa y la vaca Ave­li­na.

Ilustraciones: Lola Barquilla
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Copyright ©Edith Checa, 2001
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Fecha de publicaciónOctubre 2001
Colección RSSJuve
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