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Los misterios de la casa de mi abuela

Cuentos para niños y niñas

La escalera misteriosa

Edith Checa
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[Gato]

Me llamo Edilú y tengo doce años. Desde muy pe­que­ña paso mis va­ca­cio­nes de ve­rano e in­vierno en La Huer­ta, la casa de campo en la que vive mi abue­la. Voy con mi her­mano Al­ber­to y allí nos reuni­mos con cinco de nues­tros pri­mos. En total somos siete niños y niñas. En ve­rano nos ba­ña­mos en la al­ber­ca y ayu­da­mos a cui­dar a la vaca Ave­li­na, a los patos, las ga­lli­nas y los pe­rros.

La casa de mi abue­la es muy mis­te­rio­sa, por mu­chas ra­zo­nes que ya os iré con­tan­do, pero sobre todo es mis­te­rio­sa por la es­ca­le­ra. Nos da bas­tan­te miedo subir­la o ba­jar­la. Es una es­ca­le­ra muy gran­de y en forma de ca­ra­col, de ma­de­ra os­cu­ra y pa­re­ce in­ter­mi­na­ble. Los pel­da­ños son ba­ji­tos pero muy an­chos y suben for­man­do una es­pi­ral para lle­gar a los tres pisos. Bueno, a los dos pisos donde están todas las ha­bi­ta­cio­nes y los baños y al ter­ce­ro en el que se en­cuen­tra el des­ván, el lugar prohi­bi­do de la casa. A me­di­da que sube la es­ca­le­ra hacia los tres pisos se van em­pe­que­ñe­cien­do los es­ca­lo­nes, por lo que pa­re­ce que sube muy, pero que muy, alto.

Y ¿por qué digo que la es­ca­le­ra de la casa era mis­te­rio­sa? Todo pasó este úl­ti­mo ve­rano. Nos dimos cuen­ta de que cuan­do subía­mos o ba­já­ba­mos en si­len­cio los siete pri­mos —raras veces ocu­rría eso ya que casi siem­pre subía­mos y ba­já­ba­mos como locos, gri­tan­do y rien­do— al pasar nues­tras manos por la ba­ran­di­lla la es­ca­le­ra emi­tía un so­ni­do pa­re­ci­do al mau­lli­do de un gato: ¡miauuuu! Cuan­do oía­mos ese mau­lli­do, o grito de fan­tas­ma, como de­cían al­gu­nos de mis pri­mos, nos que­dá­ba­mos todos pa­ra­li­za­dos en los pel­da­ños como si nos hu­bie­ran hecho una foto: con las bocas abier­tas por el miedo que nos daba, las ore­jas es­ti­ra­das para es­cu­char mejor y los ojos de es­pan­to casi sa­li­dos de sus ór­bi­tas. Cuan­do vol­vía­mos a es­cu­char el mau­lli­do de la es­ca­le­ra ya no so­por­tá­ba­mos tanto te­rror y ba­já­ba­mos o subía­mos co­rrien­do, bus­can­do un sitio donde es­con­der­nos.

Ilustración de Lola Barquilla

Una noche, mien­tras todos dor­mían, me des­per­té con un ham­bre voraz. No había ce­na­do lo que me puso la abue­la por­que no me gus­ta­ba y a media noche co­men­zó a no­tar­lo mi es­tó­ma­go. Había dos op­cio­nes: o no dor­mir por el ham­bre o bajar las es­ca­le­ras para lle­gar a la co­ci­na y comer lo que me ape­te­cie­ra hasta sa­ciar­me. De­ci­dí bajar las es­ca­le­ras a pesar del miedo.

Di la luz del pa­si­llo y cuan­do ya es­ta­ba a punto de en­cen­der la de la es­ca­le­ra re­cor­dé que la bom­bi­lla es­ta­ba fun­di­da, por tanto debía bajar a os­cu­ras, o casi a os­cu­ras, pues­to que algo se veía gra­cias a la lám­pa­ra del pa­si­llo.

Co­men­cé a bajar. Puse mi mano en la ba­ran­di­lla para no caer­me y en ese mo­men­to es­cu­ché el mau­lli­do ex­tra­ño. Me quedé pe­ga­da al suelo y creo que me cre­cie­ron las ore­jas por el afán que tenía de ave­ri­guar de dónde pro­ce­día el mau­lli­do. Es­ta­ba claro que ese mau­lli­do, o grito de fan­tas­ma, o lo que fuera pro­ve­nía del des­ván. Se hizo el si­len­cio. Yo su­da­ba. Co­men­za­ron a tem­blar­me las pier­nas. En ese mo­men­to la es­ca­le­ra vol­vió a emi­tir el so­ni­do es­pe­luz­nan­te. Cada vez pa­re­cía estar más cerca, era como si ba­ja­ra per­si­guién­do­me. Corrí hasta lle­gar a la co­ci­na y cerré la puer­ta.

Res­pi­ré para tran­qui­li­zar­me y em­pu­jé con mi es­pal­da la gran hoja de ma­de­ra para que nadie pu­die­ra abrir­la. Cuan­do creí estar a salvo co­lo­qué la enor­me silla de la abue­la para re­for­zar la puer­ta.

Miré en el fri­go­rí­fi­co. Había cosas ex­qui­si­tas y las saqué todas. Las puse sobre la mesa y me senté para dis­fru­tar de mi fes­tín: ba­ti­do de cho­co­la­te, leche con­den­sa­da, pas­te­li­llos de fresa y nata, queso y mor­ta­de­la.

Cuan­do es­ta­ba en­fras­ca­da sa­bo­rean­do los man­ja­res es­cu­ché un ruido tras la puer­ta y, un mo­men­to des­pués, al­guien em­pe­zó a girar el pomo para abrir­la. Me quedé pa­ra­li­za­da con un pas­tel en la mano y la boca abier­ta de par en par. Cuan­do co­men­zó a abrir­se la puer­ta tuve re­fle­jos y me es­con­dí bajo la mesa que tenía un man­tel tan largo que casi lle­ga­ba al suelo. Desde allí pude ver las patas de un enor­me tigre que en­tra­ba si­nuo­so en la co­ci­na. Sólo le veía las patas desde esa pos­tu­ra y, de pron­to, dejé de vér­se­las por­que dio un salto y se subió a la mesa. ¡Se es­ta­ba zam­pan­do mi co­mi­da! No lo pude aguan­tar, se me ol­vi­dó el miedo y no pensé más que en de­fen­der lo que era mío. Salí de de­ba­jo de la mesa di­cien­do:

—¡Fuera! ¡Deja mi co­mi­da!

Cuan­do ter­mi­né de decir esas fra­ses ya es­ta­ba de pie mi­ran­do al tigre. Bueno, ti­gri­to; bueno, ga­ta­zo; en fin, ga­ti­to ati­gra­do.

Me miró con sus ojos ver­des pre­cio­sos con un gesto con el que pa­re­cía in­te­rro­gar­me. Me en­va­len­to­né de nuevo y le dije que no se co­mie­ra lo que era mío. El gato se es­ti­ró gra­cio­sa­men­te y me miró con cier­ta ti­mi­dez. ¡Y habló! ¡Me habló! Dijo que era una gata, y que tenía que lle­var­le co­mi­da a sus ca­cho­rri­llos que es­ta­ban en el des­ván. Al de­cir­me que tenía ca­cho­rros no lo pensé dos veces. Cogí una ban­de­ja y en ella co­lo­qué jamón york, queso, pas­te­les, leche y le pre­gun­té si me de­ja­ba acom­pa­ñar­la para ver­los.

Me dijo que sí, y subimos. Jugué con los her­mo­sos ga­ti­tos. Había cinco: dos ati­gra­dos que se lla­ma­ban Uli­ses y Pí­ca­ro, dos ga­ti­tas blan­cas que eran Ca­ram­ba y Greta y uno negro que se lla­ma­ba Pin­zón y era un cu­rio­so con­quis­ta­dor que no pa­ra­ba de in­ten­tar es­ca­par­se del enor­me cajón en el que los tenía su madre para con­tro­lar­los mien­tras ella hacía cosas. Es­tu­ve casi toda la noche ju­gan­do con ellos. Me mor­dis­quea­ban en las manos, en los pies, e in­clu­so se subie­ron por mi es­pal­da ha­cien­do ca­rre­ras hasta lle­gar a mi ca­be­za.

El gallo Ci­rue­lo cantó y re­cor­dé que siem­pre lo hacía, según la abue­la, a las cinco de la ma­dru­ga­da. Ya era hora de ba­jar­me a dor­mir si que­ría estar des­pier­ta y des­can­sa­da para pasar otro día mag­ní­fi­co de mis va­ca­cio­nes ba­ñán­do­me en la al­ber­ca.

Ma­má-ga­ta me dijo que no co­men­ta­ra a nadie que es­ta­ban allí. Yo se lo pro­me­tí.

Du­ran­te esos días me sentí fe­no­me­nal ya que era la única que sabía el se­cre­to de la es­ca­le­ra y ade­más dis­fru­ta­ba de los ca­cho­rros.

Cada noche subía un ra­ti­to al des­ván para jugar con la fa­mi­lia ga­tu­na. Lo pa­sa­ba ge­nial por­que eran muy gra­cio­sos y Ma­má-ga­ta muy ca­ri­ño­sa.

Pero un día ocu­rrió algo ex­tra­ño. La abue­la nos re­ga­ló a cada uno un mon­tón de cuen­tos an­ti­guos, de cuan­do era pe­que­ña. Los había en­con­tra­do, según dijo, allí arri­ba. Pensé ho­rro­ri­za­da que ha­bría des­cu­bier­to a los ga­ti­tos y es­ta­ría en­fa­da­da. Pero no pa­re­cía ha­ber­se dado cuen­ta de que es­ta­ban allí. Por la noche subí al des­ván para ver qué había pa­sa­do. Me quedé pe­tri­fi­ca­da cuan­do com­pro­bé que en el cajón donde Ma­má-ga­ta guar­da­ba a sus ca­cho­rros no había nada.

Miré en otras cajas, en los ar­co­nes, en los ar­ma­rios, en cada rin­cón del des­ván. No los en­con­tré. Subí va­rias no­ches se­gui­das por si re­gre­sa­ban, pero Ma­má-ga­ta se había ido para siem­pre con sus lin­dos ca­cho­rri­llos. La tris­te­za me in­va­día, me ha­bría gus­ta­do des­pe­dir­me de ellos. De­cir­les que les había to­ma­do ca­ri­ño y que les desea­ba mucha suer­te allá donde es­tu­vie­ran.

Una noche que es­ta­ba tum­ba­da —¡tan tris­to­na!— en mi cama, de­ci­dí leer uno de los cuen­tos an­ti­guos que me re­ga­ló la abue­la. Tenía tres y miré los tí­tu­los y los di­bu­jos de la por­ta­da para ver cuál me ape­te­cía leer. Me quedé con la boca más abier­ta que la cueva de Alí Babá y los cua­ren­ta la­dro­nes cuan­do se abría para que en­tra­ran todos jun­tos. El cuen­to que tenía en mis manos se ti­tu­la­ba «Ma­má-ga­ta y sus ca­cho­rros en el bos­que del ogro» y ¡allí es­ta­ban todos!: Uli­ses, Pí­ca­ro, Pin­zón, Ca­ram­ba y Greta, y ¡Ma­má-ga­ta! Abrí el cuen­to y casi me caigo del susto por­que de pron­to sa­lie­ron los ga­ti­tos uno a uno de entre las pá­gi­nas del libro y se pu­sie­ron todos a jugar sobre mi ba­rri­ga. Diez oji­tos ver­des me mi­ra­ban con ale­gría. Y de pron­to noté un peso más gran­de en mi ba­rri­ga. Ma­má-ga­ta había sa­li­do tam­bién del libro.

Ilustración de Lola Barquilla

—¡Vaya! —dijo Ma­má-ga­ta—, por fin abres el cuen­to. Creí que no lo ha­rías nunca.

—Pero, ¿qué ha pa­sa­do? ¿Por qué salís del cuen­to y no es­táis en el des­ván?

—Por­que, al ver que subía al­guien —dijo Ma­má-ga­ta con dul­zu­ra—, nos me­ti­mos de nuevo en el libro. Y como ya sa­brás no po­de­mos salir hasta que al­guien lo abra de nuevo para leer­lo.

—¡No tenía ni idea! —le dije.

—Ya lo sabes en­ton­ces. Así que, por favor, lee de vez en cuan­do nues­tro cuen­to y dé­ja­lo siem­pre abier­to para que po­da­mos salir cuan­do nos ape­tez­ca. ¿Lo harás?

—¡Claro que lo haré! ¿Pero eso ocu­rre con todos los li­bros? Quie­ro decir que, si dejo un rato un libro abier­to, ¿sal­drán los per­so­na­jes del cuen­to y se pa­sea­rán por mi ha­bi­ta­ción?

—So­la­men­te si lo abres para leer­lo y luego lo dejas abier­to —dijo la gata— pero siem­pre que tú no estés de­lan­te por­que no quie­ren ser vis­tos por nadie.

—¿Por qué?

—Ima­gí­na­te qué pa­sa­ría si los niños su­pie­ran que de­jan­do abier­to un libro du­ran­te un rato los per­so­na­jes pue­den salir a pa­sear.

—¡Sería muy di­ver­ti­do!

—Claro, y nadie iría al co­le­gio. ¿No te pa­re­ce? Si un niño tu­vie­ra el libro de sus per­so­na­jes pre­fe­ri­dos abier­to y su­pie­ra que van a salir para jugar con él no ten­dría ganas de ir al co­le­gio. Y es­tu­diar es fun­da­men­tal para un niño.

—¿Y en va­ca­cio­nes? ¿Por qué no se dejan ver en va­ca­cio­nes?

—No lo sé, no lo he pen­sa­do. De­be­ría­mos dis­cu­tir­lo entre todos los per­so­na­jes de los cuen­tos. Ya lo ha­bla­ré cuan­do nos jun­te­mos en la pró­xi­ma asam­blea.

—¿Os reunís en asam­blea los pro­ta­go­nis­tas de los cuen­tos?

—Una vez al año.

—Y ¿para qué?

—Para saber cuán­tos niños nos han leído du­ran­te los úl­ti­mos doce meses. Y la ver­dad es que es pe­no­so por­que hay pocos niños que lean cuen­tos y cada vez menos. Te­ne­mos una gran com­pe­ten­cia.

—¿Y ésa quién es? —le dije, sin en­ten­der el sig­ni­fi­ca­do de la pa­la­bra.

—Pues, la te­le­vi­sión, los vi­deo­jue­gos, los or­de­na­do­res, In­ter­net... En fin, cosas para dis­traer­se que el hom­bre ha in­ven­ta­do y que hacen que los niños no lean li­bros.

—¡Vaya...! Yo creo que si los niños su­pie­ran que los per­so­na­jes salís de los cuen­tos cuan­do los de­ja­mos abier­tos por­que hemos es­ta­do le­yen­do al­gu­nas pá­gi­nas se pon­drían en­se­gui­da a leer. ¿No te pa­re­ce?

—No lo sé. ¿Acaso tú vas a leer más li­bros por haber ave­ri­gua­do este se­cre­to?

—Creo que sí por­que ahora sé que es­táis vivos.

—Sí, pero sólo es­ta­mos vivos los per­so­na­jes de los li­bros que son leí­dos. Es decir, que si al­guien tiene un libro y no lo ha leído, los pro­ta­go­nis­tas no po­drán salir nunca y di­ver­tir­se un poco aquí fuera.

—¡Vaya! Y ¿cómo es que vo­so­tros es­ta­bais fuera si este libro es an­ti­guo y lleva años en el des­ván? —le dije asom­bra­da.

—Llevo algún tiem­po sa­lien­do y en­tran­do del libro cuan­do lo deseo por­que, hace un par de años, tu abue­la subió al des­ván y es­tu­vo le­yen­do al­gu­nos frag­men­tos de mi cuen­to para re­cor­dar sus lec­tu­ras de cuan­do era niña, y des­pués de leer­lo lo dejó un poco en­tre­abier­to. Lo su­fi­cien­te para poder salir y en­trar.

—¿Y si lle­vas dos años sa­lien­do y en­tran­do sig­ni­fi­ca que los ca­cho­rros, tus hijos, siem­pre han sido así de pe­que­ña­jos y no han cre­ci­do?

—No, no es así. Mi libro no se ti­tu­la­ba «Ma­má-ga­ta y sus ca­cho­rros en el bos­que del ogro», se ti­tu­la­ba: «La ga­ti­ta To­wan­da en el bos­que del ogro».

—¿Te lla­mas To­wan­da?

—Sí

—¿Y por qué ha cam­bia­do el tí­tu­lo del cuen­to?

—Por­que, al estar abier­to, yo he vi­vi­do esta vida vues­tra y he cre­ci­do, he co­no­ci­do a Choyú y he te­ni­do a mis ga­ti­tos.

—¡No en­tien­do! ¿Quién es Choyú?

—El papá de mis ca­cho­rros.

—¿Y dónde está Choyú?

—An­da­rá como loco por ahí bus­cán­do­nos. No sabe que tu abue­la cerró el libro y te lo dio a ti. A lo peor se ha pen­sa­do que nos han se­cues­tra­do. Debo en­con­trar­lo, debo de­cir­le que ya es­ta­mos de vuel­ta y que puede re­gre­sar con no­so­tros.

—¿Y por qué nunca lo he visto en el des­ván con vo­so­tros?

—Por­que a esas horas él anda bus­can­do co­mi­da para ali­men­tar­nos.

—¿Y Choyú es un gato del cuen­to?

—No, él vivía en la finca de al lado, en la del señor To­rrezno. ¿Lo co­no­ces?

—Pues claro que lo co­noz­co, ese ape­lli­do no se ol­vi­da: ¡To­rrezno! ¿Y cómo co­no­cis­te a Choyú?

—Un día, pa­sean­do por vues­tra finca sin que nadie me viera, lo vi de lejos y me pa­re­ció her­mo­so y ele­gan­te. Él me vio y se acer­có a char­lar con­mi­go. Desde en­ton­ces nos hi­ci­mos ami­gos y luego nos enamo­ra­mos. Por fin de­ci­di­mos vivir jun­tos y tener ca­cho­rri­llos. Debo en­con­trar­lo. Es­ta­rá muy tris­te sin no­so­tros.

—¿Quie­res que bus­que a Choyú? ¿Le digo que es­táis fuera del libro y que venga?

—Sería ma­ra­vi­llo­so que lo hi­cie­ras.

—En cuan­to ama­nez­ca voy co­rrien­do a bus­car­lo. Ahora será mejor que duer­ma un ra­ti­to por­que estoy muy can­sa­da con tan­tas emo­cio­nes.

—Me pa­re­ce bien. Dor­mi­re­mos todos y ma­ña­na nos ayu­das a en­con­trar­le.

Esa noche dormí feliz ro­dea­da de los cinco her­mo­sos ga­ti­tos y Ma­má-ga­ta. Ca­ram­ba y Greta se que­da­ron dor­mi­das ron­ro­nean­do junto a mi cue­llo, Uli­ses y Pí­ca­ro se que­da­ron fri­tos sobre mi ba­rri­ga, y el más in­quie­to, Pin­zón, se pasó media noche hur­gan­do en mi nariz, a lo mejor se pensó que en esas pe­que­ñas cue­vas había un te­so­ro es­con­di­do.

A la ma­ña­na si­guien­te corrí, antes de que nadie se des­per­ta­ra, a la finca del señor To­rrezno, y bus­qué por todas par­tes para en­con­trar a Pa­pá-ga­to. Le llamé por su nom­bre: ¡Choyú! ¡Choyú! Pero nada.

Ca­mi­né en di­rec­ción al pue­blo y de pron­to ¡lo en­con­tré! Es­ta­ba bus­can­do a su fa­mi­lia en otras fin­cas y en otras casas. Le llamé a gri­tos: ¡Choyú! ¡Choyú!

Pa­pá-ga­to me miró alu­ci­na­do, debía de estar pre­gun­tán­do­se cómo sabía yo su nom­bre. Me fui acer­can­do a él y, para que no des­con­fia­ra de mí, le fui con­tan­do que To­wan­da y los cinco ca­cho­rros es­ta­ban con­mi­go en mi ha­bi­ta­ción.

Choyú me miró con ale­gría y se acer­có a mí dando gran­des sal­tos. Se rozó una y otra vez con­tra mis pier­nas, ha­cien­do va­rias pa­sa­das, como pin­tan­do el nú­me­ro ocho entre ellas, y luego me miró pre­gun­tán­do­me, sin pa­la­bras, dónde es­ta­ba mi ha­bi­ta­ción.

Nos pu­si­mos en ca­mino hacia la casa de mi abue­la y sin que nadie nos viera subimos por las es­ca­le­ras mis­te­rio­sas, aun­que ya no lo eran para mí. El al­bo­ro­zo fue tre­men­do, To­wan­da y los ga­ti­tos se pu­sie­ron a mau­llar de ale­gría al ver a Pa­pá-ga­to y todos se arre­bu­ja­ron la­mién­do­se unos a otros —ya sa­béis que los la­me­ta­zos de los ani­ma­les son como las ca­ri­cias de las per­so­nas.

Yo me sen­tía muy feliz, tan feliz que se me sal­ta­ron las lá­gri­mas. Al cabo de unos mi­nu­tos de es­cu­char una sin­fo­nía de ron­ro­neos in­ter­mi­na­bles de los cinco ca­cho­rros y los pa­dres, To­wan­da se acer­có y me habló.

—Gra­cias, Edilú, por haber traí­do a Pa­pá-ga­to. Te estoy muy agra­de­ci­da.

—No hay de qué. Pero ahora ¿qué vais a hacer? ¿Os vais a meter todos en el cuen­to? ¿Os vais a que­dar fuera para siem­pre?

—Me gus­ta­ría —dijo To­wan­da— que nos ayu­da­ras a con­ver­tir­nos en gatos nor­ma­les.

—¿Es que no sois nor­ma­les?

—Bueno, Choyú sí. Te ha­brás dado cuen­ta de que él no habla, sólo maú­lla o ron­ro­nea. A mí me gus­ta­ría que pu­dié­ra­mos hacer nues­tra vida nor­mal sin tener miedo a que nos des­cu­bran, a que abran o cie­rren el libro, in­clu­so a que al­guien lo queme o lo tire a la ba­su­ra y nos des­tru­ya.

—¿Qué puedo hacer?

—Esta noche a las doce en punto ten­drás que leer el libro en­te­ro y cuan­do lle­gues al final com­pro­ba­rás que hay una pá­gi­na en blan­co, es el final del cuen­to que tú misma de­be­rás es­cri­bir.

—¿Es­cri­bir­lo yo?

—Sí, debes es­cri­bir un final para «Ma­má-ga­ta y sus ca­cho­rros en el bos­que del ogro».

—¡Pero yo no sé es­cri­bir! Siem­pre sus­pen­do en len­gua y li­te­ra­tu­ra.

—In­tén­ta­lo, por favor. Si es­cri­bes un buen final po­dre­mos vivir una vida tran­qui­la aquí en La Huer­ta —siem­pre que tu abue­la nos lo per­mi­ta, claro— y se­re­mos fe­li­ces... El único pro­ble­ma es que ya no podré vol­ver a ha­blar­te.

—¿Por qué?

—Por­que ya no seré per­so­na­je de cuen­to sino una gata nor­mal y co­rrien­te. Pero podré co­mu­ni­car­me con­ti­go con mis arru­ma­cos, mis ron­ro­neos, mis ca­be­za­di­tas, mis mo­vi­mien­tos del rabo, del lomo, mis mau­lli­dos... Po­dre­mos co­mu­ni­car­nos de otra forma. ¿Te pa­re­ce bien?

—¡Qué re­me­dio! Esta noche, a las doce, me leeré el cuen­to com­ple­to y es­cri­bi­ré lo que falte.

Pasé el resto del día pen­san­do en un final para el cuen­to y me di cuen­ta de que sería di­fí­cil.

Llegó la hora clave, me tumbé en la cama y, mien­tras los cinco ga­ti­tos y To­wan­da y Choyú ju­ga­ban subién­do­se por las es­tan­te­rías, me puse a leer el cuen­to. Lle­gué a la pe­núl­ti­ma pá­gi­na en la que Ma­má-ga­ta y los ca­cho­rros es­ta­ban subidos en un árbol del bos­que mien­tras eran ace­cha­dos por el ogro lla­ma­do Mu­grien­to que que­ría co­mér­se­los. Choyú, mien­tras tanto, per­ma­ne­cía en­ce­rra­do en una jaula del cas­ti­llo del ogro y no podía ayu­dar­los.

Ilustración de Lola Barquilla

Lle­gué a la pá­gi­na en blan­co y es­cri­bí, le­yen­do al mismo tiem­po en voz alta para que me oyera Ma­má-ga­ta:

De pron­to, en el bos­que, apa­re­ció una niña lla­ma­da Edilú que tenía una me­le­na larga que le lle­ga­ba casi hasta los pies. Al ver a Ma­má-ga­ta y su ca­ma­da en apu­ros de­ci­dió li­be­rar­los en­ga­ñan­do al ogro con una tarta de mer­me­la­da de na­ran­jas. La fa­mi­lia ga­tu­na salió co­rrien­do por el bos­que en di­rec­ción al cas­ti­llo. Cuan­do lle­ga­ron, con­si­guie­ron abrir la jaula en la que es­ta­ba Pa­pá-ga­to y lo li­be­ra­ron. Todos jun­tos pu­die­ron ale­jar­se para siem­pre del bos­que y del ogro. Tras va­rios días de ca­mi­na­ta en­con­tra­ron un lugar ma­ra­vi­llo­so para vivir: una enor­me finca lla­ma­da La Huer­ta y dio la ca­sua­li­dad de que era la casa de la abue­la de la niña Edilú. Allí vi­vie­ron fe­li­ces el resto de sus vidas. Y co­lo­rín co­lo­ra­do este cuen­to se ha aca­ba­do.

Cuan­do ter­mi­né de es­cri­bir la pá­gi­na miré a mis lin­dos ga­ti­tos. Todos se ha­bían subido a la cama y ju­ga­ban que­rién­do­se meter entre mis sá­ba­nas.

Le pre­gun­té a Ma­má-ga­ta qué le había pa­re­ci­do el final del cuen­to. Me miró con sus ver­des oji­llos y ladeó un poco la ca­be­za acer­cán­do­se a mí. Soltó un largo ¡miauuuuu! y me tocó con su na­ri­ci­lla hú­me­da en los ca­rri­llos, luego se re­vol­có entre mis bra­zos ron­ro­nean­do.

—¡Dime qué te ha pa­re­ci­do! —le dije.

—¡Miauuuuu! —con­tes­tó.

En­ton­ces com­pren­dí que había lo­gra­do su deseo. Ya po­dían vivir una vida plá­ci­da junto a no­so­tros en la casa de la abue­la, pero Ma­má-ga­ta nunca po­dría vol­ver a pro­nun­ciar una sola pa­la­bra.

Sin em­bar­go me di cuen­ta de que, con sus mau­lli­dos, ron­ro­neos y mo­vi­mien­tos aca­ri­cia­do­res, me es­ta­ba di­cien­do mu­chas, mu­chí­si­mas cosas. Y me gustó com­pren­der que exis­te otro tipo de len­gua­je que per­mi­te que nos co­mu­ni­que­mos las per­so­nas y los ani­ma­les. Y sobre todo me gustó saber que mi que­ri­da fa­mi­lia ga­tu­na era por fin libre para vivir.

Ilustraciones: Lola Barquilla
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Copyright ©Edith Checa, 2001
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Fecha de publicaciónDiciembre 2001
Colección RSSJuve
Permalinkhttps://badosa.com/m008-01
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