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Tomás Zanek se levantó esa mañana confuso pero decidido. Se afeitó como siempre, se enfundó en su traje azul oscuro, y partió a su trabajo luego de besar a su esposa procurando no despertarla. Mientras desayunaba en un recoleto café de la Ciudad Vieja, con vista al semiderruido Teatro Solis, matando el tiempo antes de concurrir a su oficina, escribía y escribía en un grueso bloc de notas. Al costado del bloc descansan dos libros: uno con un marcador casi al final, lo que revela que su lectura está culminando; el otro, quizás la siguiente lectura del hombre que está escribiendo. El primer libro se trata de El hombre de la arena, de E.T.A. Hoffmann. Es un relato de fantaciencia escrito a principios del siglo XIX y que recrea la relación entre un hombre y una mujer artificial. El hombre es un estudiante muy joven de nombre Nataniel que se enamora perdidamente de una autómata, una mujer artificial de nombre Olimpia creada por su vecino, un profesor de nombre Spalanzani y por un óptico de nombre Coppola, que proveyó los ojos de la muñeca. El amor del joven es tan grande que hasta llega a rechazar a su novia real, de carne y hueso, llamada Clara. En un pasaje del cuento llega a despreciarla gritándole: «¡Lejos de mí, estúpida autómata!» Ya el protagonista no sabe quién es real y quién no, parecería que su mundo se ha dislocado. Olimpia es la mujer de carne y hueso y Clara la autómata. Ese pasaje nos revela que cada hombre tiene su realidad. Pero he aquí que los creadores de la muñeca tienen una disputa que termina con el desmembramiento de la mujer mecánica. El estudiante Nataniel, presa de su delirio, termina arrojándose desde lo alto de una torre.
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