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Cuando Charli me confesó que se había enamorado de la pija Eugenia y que, además, se iba de vacaciones con ella, aun estando segura de que ese amor no resultaría y de que en septiembre él volvería y me pediría perdón (ya había sucedido otra vez), lo que vino a mi mente fue el recogido tugurio de la calle del Alivio. En mi pensamiento destelló aquella discreta y amarillenta instalación luminosa que recordaba lo mismo a la miel que al sarro y que, sobre un fondo granate, anunciaba en letra redondilla el nombre del local. Decía simplemente: «Doñana».
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