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Graciela: En aquella época se repitieron dos, tres, cuatro principios de julio, y en cada uno de ellos vos te acordabas de hacerme algún regalito para mi cumpleaños. Sin embargo, cuando llegó el quinto julio —por estos mismos días, pero de 1967—, tu regalo para mis treinta redondos fue una serie de reproches y de recriminaciones, una cuidadosa pintura de mis precariedades y fracasos, un implacable y lúcido diagnóstico de cuán triste sería tu vida futura si te casabas conmigo. Con fingida reticencia, con despiadada dulzura, me diste finalmente a entender que no me considerabas capaz de construir un razonable porvenir para los dos. Yo no dije nada: tuve el suficiente sentido común de no intentar modificar tu decisión. Y te casaste con ese Sicardi, hombre práctico, hábil, sonriente y lucrativo, con quien vivís en Acassuso, en una hermosa casa de cuentos de hadas, una casa con flores en el jardín y con niños que juegan y gritan: esa misma casa que hace años yo fotografié secretamente, porque, con todo, quería tener algo tuyo de la época en que ya no me pertenecías.
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