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1973. Llegó a Miguaque en un destartalado Buick rojo del 62, cuatro puertas, con un sol simoníaco peinándole la espalda. En vez de tomar hacia la redoma donde daba inicio la avenida Andrés Eloy Blanco, entrada natural para quienes arribaban desde Caracas, enfiló hasta la antigua laguna de «La Chamana», denominada así todavía por el vulgo. Aminoró la marcha y dobló a la izquierda, por una calle polvorienta. Los niños barrigones de cara frisada con espesas costras de moco lo vieron pasar rumbo al centro del pueblo. Al detenerse para no maltratar los amortiguadores del cacharro con los frecuentes baches que le salían al paso, las hordas de perros realengos, mustia pelambre y atiplados ladridos, lo perseguían en veloz carrera, como reclamando a bocajarro una intrusión fugaz. La sordidez de las miserables casuchas sin pintar y la hosquedad y palurdez de sus moradores le saetearon el ánimo. Había moscas revoloteando incesantemente alrededor de la basura desechada al aire libre, en extraña danza que se prolongaba hasta el hedor casi sólido de las aguas negras y demás efluvios que corrían paralelamente a las aceras, cual estera inmunda. En ese momento, sintió repulsa por Miguaque. Y, sin embargo, aun cuando los días más intensos de su vida habían transcurrido en Miguaque y existía, asimismo, una pléyade de cosas que le avivaba recónditas memorias, el hecho de haber regresado se debía a una sola y poderosa razón: Sojito había muerto.
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