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Isabel ha muerto. Cuando lo digo, porque quiero convencerme de una vez, el suelo se me hunde como si fuera de algodón y la extrasístole se repite y rebota en mi garganta hasta ahogarme, y aún más todavía con esta corbata que intento ponerme y que no sé si es la adecuada. Aquel día observé durante mucho tiempo sus ojos brillantes por el reflejo de los colores de las diapositivas que estábamos viendo. Ojos capaces aún de sorprenderse. Cada nueva imagen la hacía vibrar de emoción. Berta me había invitado a cenar y a una sesión de diapositivas sobre la India y Nepal. Isabel llegó tarde, el trabajo se le había complicado. Vestía una blusa verde clara y un chaleco negro y el contraste con sus ojos también verdes me impactó. Llevaba un pantalón vaquero negro elástico que se ceñía a su silueta a la que sobran para mi gusto algunos kilos. Me cautivó su voz, era grave y dulce, llena de matices. A lo largo de la cena disfruté de su charla: amena, ágil, sensible, siempre risueña, aunque pude apreciar su fuerte carácter y su peligrosa sinceridad. No se cortaba en nada, siempre tenía algo que decir en cualquiera de las direcciones que tomara la conversación. Hablaba sin tapujos aunque los tacos que introducía en su charla no sonaban mal, decía los precisos y en el momento adecuado.
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