|
![]() |
Hay días buenos, jornadas en que todo sale bien, brilla esplendoroso el sol en un cielo inmaculado, se nos abrazan tiernamente los hijos, el perro menea el rabo girando a nuestro alrededor; con sonrisa plácida, la virtuosa consorte sirve un café con pastas y sin reproches; venerables progenitores orgullosos alardean encomiásticamente de su hijo; somos admirados, atendidos, respetados; comprendemos, perdonamos, estamos sanos, dormimos bien; y lo mejor es que olvidamos. Con claro y fastidioso recuerdo puedo afirmar que ése no fue uno de estos días para mí. Amaneció desapacible. Nubarrones densos, plomizos, encapotaban las alturas; un viento húmedo, muy desagradable a los sentidos, azotaba violentamente en remolinantes rachas a la exuberante vegetación, que en vehemente danza bordeaba la solitaria carretera por la que yo circulaba sobre mi briosa motocicleta japonesa, entumecido de frío y de sueño, dirigiéndome a la agencia. Al iniciar el trayecto comenzó a llover. No fue una lluvia de las corrientes por ese lugar y en esas fechas. No; acaso debería decir que diluvió como si se hubiera desencadenado una furia divina. Ese torrente de agua inundó carreteras y caminos, anegó campos, enturbió ríos.
|