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El gozo de los días

Selección

Miguel A. Recio
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BUDAS EN EL PROSTÍBULO
A mi maestro Alan Watts.
Todo cuanto es hoy
el milagro de despertar
en esta mañana de niebla.
Este momento de gloria de plomo gris
lo tengo.
Los árboles, despojados,
palidecen
bajo la escarcha
que tengo en la mano,
en la palma de mi mano.
NUNCA HUBO DÍAS TAN LARGOS
Nunca hubo días tan largos,
ni luces tan brillantes,
que parece que,
más que del cielo,
de los altivos árboles
gotea el sudor en telarañas de prismas irisados,
caleidoscópicos,
derramándose entre las pestañas de ojos
que buscan un azul
más puro entre la confusa calima del mediodía.
Nunca hubo días tan largos,
ni cuerpos tan líquidos,
como éstos que surgen del vapor entre la hierba y el polvo,
ni luces tan brillantes,
ni colores tan nuevos;
nunca hubo aromas,
ni cuerpos más dulces.
Dadle agua al agua, y dejad que el verano
nos posea
y nos derrame,
y nos haga compartirnos.
EL COLOR DE LOS VIEJOS VERANOS
He guardado el color el aroma de los viejos veranos.
He metido en un diario la promesa de luz y el brillo de los días.
No son ciegas las estrellas a estos cantos en la noche de las gasolineras,
vacías en autopistas no por recordadas menos largas ni en horas menos felices.
Los viejos días hablan en agua y en colores delicuescentes,
y en novias que esperan lo impensable y no das sino
cócteles baratos y batidos de hormonas sexos demasiado confusos,
y el sudor de la seda y el sándalo y el sol sobre la hierba.
Olor de farmacias,
marihuana,
he guardado tus hojas en mi viejo libro de colores.
Eternos los días,
y sus noches aromáticas de cedro y de sexos
húmedos en el parque,
y de neumático quemado.
He guardado en un libro el color el aroma de los viejos veranos:
el polvo de los tanques camino del destierro,
el aroma cálido del ladrillo recalentado al sol,
cuerpo a tierra y la pólvora de muchas armas semiautomáticas disparadas a la vez y tu olor el recuerdo de tu piel en medio de todo eso se confunde con otros aromas más opacos.
Recuerdo el perfume salobre del mar en puertos cenagosos el color
negro del mar cuando se cierra ante tus ojos y desaparecen
todas las luces de la costa antes parpadeantes,
antes brillantes,
y el fulgor de la arena cayendo sobre los párpados,
y el susurro azul de la transparencia,
y el aroma del sudor en las noches en celo y el murmullo de insectos en el umbral de la casa abandonada.
He guardado el arrullo de los acantilados y chillidos de gaviotas bajo el mar en mi libro de colores y de veranos tan antiguos,
No podrán desdecir las estrellas la potencia de este hechizo,
ni olvidar aquella canción de agosto
al amor de la cuneta.
TOMANDO TÉ
Estoy sentado en un remanso de la tarde tomando té.
Los cerezos florecen en las glorietas: la primavera viene anticipada este año.
Un pequeño rayo de sol entra por la ventana,
un segundo exactamente antes que ayer: avanzamos hacia el equinoccio.
He puesto en el té verde unas hojas de hierbabuena que alguien cogió
junto a un riachuelo que viene del deshielo primaveral de las nieves en las cumbres,
también he puesto una vela encendida, perfumada de flor de loto,
junto a la estatua del Buda.
Estoy sentado en un remanso de la tarde tomando té.
Llevo un sorbo a los labios: es aromático y levemente amargo y dulce,
fluye por mi garganta como el agua del arroyo,
que recoge el brillo del sol en la nieve de las montañas,
y lo traslada, dentro de su elasticidad transparente, acariciando las rocas,
                    hasta el océano.
EL FIN DE TODAS LAS COSAS
Y esta transparencia iridiscente de la brisa solar,
derramada sobre nuestros sentidos
como una bendición de luz,
promesa de fulgor, pacto omniversal
de paz, claridad y empatía,
escrito para siempre en la elasticidad cristalina del aire.
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Copyright ©Miguel A. Recio, 1995
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Fecha de publicaciónAgosto 1998
Colección RSSTrasluz
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