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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXXI

El operativo policial nocturno

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

Al Zaragozano le costó mucho convencer a su amigo de la infancia para que autorizara la diligencia. En definitiva lo hizo porque le debía demasiados favores como para hacerse el desentendido. A las veinticuatro, dos patrulleros con cuatro policías cada uno, todos fuertemente armados, estacionaron en la puerta del boliche conocido como «La Hoguera», lugar de copas, de putas y de expendio de drogas de toda clase y calibre. Gandulco era el único proveedor del local. Según decían las malas lenguas: su verdadero propietario. Los policías irrumpieron veloces, cerrando todas las salidas. Exhibieron una orden de allanamiento y uno por uno, fueron ingresando en todos los recintos cerrados del establecimiento. En uno de ellos, encontraron a un hombre desnudo, evidentemente drogado, acostado con dos mujeres que sólo tenían una bombacha por vestimenta. Ni siquiera le pudieron decir sus derechos antes de detenerlo porque estaba sin conocimiento, totalmente «volado», no emitía palabra y apenas pudo reaccionar cuando lo levantaron. Fue muy sencillo aprehenderlo. Le dijeron a las mujeres que lo vistieran y le pusieron un par de esposas. Uno de los agentes abrió las puertas de un enorme placar, suponiendo encontrar ropa. Se quedó estupefacto cuando advirtió que se trataba de un depósito disimulado. En su interior, había casi una tonelada de droga empaquetada en bolsas termo selladas del tamaño de un ladrillo pequeño, recubiertas con una fina lámina de plomo, cobertura utilizada para que los rayos equis no detectaran el contenido. Uno de esos peculiares recipientes estaba abierto y dejaba a la vista el material que contenía: un polvo de sorprendente blancura. Semejante cargamento de cocaína que aparentaba ser de máxima pureza, no valdría en el mercado menos de cincuenta millones de dólares. Por ese dinero, podían rodar cientos de cabezas, incluyendo la de todos los participantes del procedimiento. Al fondo del habitáculo, había una balanza digital de alta precisión.

Fue la primera señal que tuvieron el contingente policial y el Zaragozano de que estaban en un gravísimo aprieto. Era muy obvio que la tarea no iba a ser nada sencilla. Si intentaban decomisar esa droga, los narcotraficantes harían cualquier cosa para evitarlo; muy probablemente serían hombres muertos.

Las consecuencias de las circunstancias excepcionales que estaban viviendo no se hicieron esperar. De manera imprevista, el local se llenó de malhechores dispuestos a impedir el arresto. Fueron convocados por subordinados de Gandulco que trabajaban en el establecimiento. Todos estaban deseosos de impedir que se llevaran el millonario botín, no podían permitir que relacionaran el secuestro de la mercadería con la aprehensión de su jefe. Gracias a Gandulco tenían un nivel de vida muy superior al que les permitiría una actividad lícita. Seis hombres mal entrazados le hicieron frente a la fuerza policial. Todos tenían entre treinta y cuarenta años, eran altos y robustos. Habían sido reclutados por sus condiciones físicas y psíquicas: especialistas en peleas sucias, acostumbrados a codearse con la muerte, estaban dispuestos a jugarse el pellejo; creían no tener excusa para justificar una conducta omisiva. Además, suponían que si salvaban a su patrón y por ende a la droga existente en el establecimiento, serían recompensados. Todos estaban armados con equipamiento moderno adquirido en el mercado negro a buen precio. Dos de los matones portaban una ametralladora rusa de última generación. Cada uno de los otros cuatro bandidos tenía en sus manos una Escopeta de combate urbano y militar Franchi Spas 12, un arma de mucha complejidad que no está diseñada para principiantes. Torres no pudo evitar un estremecimiento. Conocía ese material, lo había analizado recientemente al secuestrarlo en una redada. Sabía que se trataba de armamento de combate de calidad sobresaliente, con miras de gran precisión y un poder de fuego que permite saturar un blanco en tiempo extremadamente corto. Si bien no se trataba de armas nuevas, no tenían nada que envidiarle a las más modernas escopetas. El teniente Torres se persignó. La desventaja de la fuerza policial era ostensible. Frente a tan portentoso arsenal, nunca podrían derrotar a esos forajidos especialmente entrenados para enfrentamientos mafiosos. Sus hombres sólo estaban equipados con rifles de repetición cuyo poder ofensivo es muy inferior al de las dos ametralladoras automáticas y al de las cuatro sofisticadas escopetas. Contempló al Zaragozano con desesperación. Su mirada le hizo entender que comprendía claramente la gravedad de la situación; hablándole casi al oído, dijo Humberto Marcel:

—No os preocupéis amigo teniente, si consideráis que no debéis asumir el riesgo, desistid del arresto, loado sea Dios, prefiero que conservemos la vida todos. No os inmoléis de manera estéril, compañero. Retornemos en una mejor ocasión.

—Déjeme pensar un poco, señor Marcel. Veamos qué sucede, tratemos de dialogar con estos maleantes.

Torres se dirigió a ellos con voz firme y clara:

—¡Escuchen muchachos! ¡No se arruinen la vida! Nos llevamos a su jefe sólo para interrogarlo, no le pasará nada. Apenas lo tendremos algunas horas, no tiene sentido que nos matemos estúpidamente. Mañana lo tendrán de vuelta con ustedes. ¿Para qué se van meter en semejante quilombo que no tendría vuelta atrás? Piensen: si matan a alguno de nosotros, la repartición los perseguirá hasta el fin del mundo. No sean imprudentes, les pido que usen la cabeza, estamos todos al borde del precipicio. Sean inteligentes, señores, dejen sus armas en el armario que está a la entrada y esperen afuera; larguen también sus pistolas, ¿de acuerdo? Les prometo que no les secuestraremos los chiches. Cuando nos vayamos los tendrán de nuevo. Los paquetitos que están en el cuarto de Gandulco se los dejaremos a los oficiales radicados en la comisaría de esta jurisdicción. Ustedes saben que van a venir en cualquier momento, seguro que ya ustedes los llamaron. Con ellos, su jefe llegará seguro a un acuerdo, no tendrán perjuicio. Razonen. Si no me hicieran caso y esta noche murieran algunos de mis hombres, ¿qué les va a decir su patrón? ¿Se dan cuenta de que le enquilombarían la vida para siempre? Lo van a meter en un problema terrible, lo vincularán a un asesinato de efectivos policiales... Con eso sí que no se jode, los van a considerar cómplices... ¿Para qué carajo se van a estropear la vida, sin beneficio alguno? Ustedes saben que Gandulco distribuye drogas en varios municipios, tiene influencias políticas, nadie lo va a tocar. No se jodan el futuro... aunque salieran vivos perderían el laburo, tienen mujer e hijos, hermanos, van a cagar a su familia. Con nosotros Gandulco no correrá peligro. ¿Tienen duda de que en poco tiempo lo tendrán de nuevo aquí? Tienen que comprenderlo bien: estamos obligados a llevárnoslo, no podemos desobedecer una orden judicial, ¿comprenden muchachos? No tenemos opción. Les doy cinco minutos para que reflexionen, luego tendremos que proceder y ya no habrá solución para ninguno de nosotros, estaremos jugándonos la vida como imbéciles por una causa que no vale la pena. ¿Se imaginan lo que diría Gandulco si tuviera que elegir? Yo les puedo asegurar que les diría que no sean boludos que así no lo ayudarán para nada, que para qué carajo se metieron de comedidos. Les va a echar la culpa a ustedes por perder la merca, eso es lo que menos les va a perdonar, ustedes lo saben bien.

Uno de los delincuentes dio un paso adelante; inseguro y con los ojos nublados por el alcohol dijo:

—¡La puta! Me tenés las bolas llenas, oficialito de mierda... Parlás más que la insoportable de mi suegra, sos un cana de cartón... Pensás que somos unos pobres boludos. ¿Creés que nos asustás? He limpiado a muchos como vos, ¿Te pensás que la puta policía me da miedo?

Torres acusó el golpe pero mantuvo la calma:

—Mirá, che. No sé quien sos, pero estoy seguro de que tu jefe te va a pegar un patadón en el orto, cuando se entere de que pusiste en juego su vida, ¿o te creíste que él no va a correr peligro en un tiroteo descomunal como el que se puede armar aquí? Les estoy pidiendo sólo que piensen un poco. No se necesita ser sabio para darse cuenta de que estoy diciendo la verdad. Si nosotros estuviéramos secuestrando a Gandulco, me parecería lógico que se jugaran la vida, que nos cagáramos a tiros, pero ustedes saben que no es así. Afuera hay dos patrulleros de la bonaerense, tengo en mi bolsillo la orden de allanamiento de este boliche firmada por un juez, el procedimiento está más blanco que una sábana. ¿Qué problema puede tener el capo? Piensen, por favor. No sean pelotudos que se nos va la vida en este quilombo; no dejen abandonadas a sus familias por una boludez. A ver, chicas, ¿puede hablar Gandulco?

Una de las mujeres que había vestido al mandamás dijo:

—No oficial, no puede decir ni mu. Está como en coma, se pasó de vueltas con «la blanca». Ya lo he visto otra vez así. Tiene para varias horas más sin despertar.

Torres retomó la palabra:

—¿Se dan cuenta, señores? Si pudiera preguntarle ahora mismo a Gandulco qué es lo que piensa lo haría. Ustedes han visto que no puede decir nada. No es que me lo estoy llevando de prepo, contra su voluntad. Si estuviera despierto me seguiría pacíficamente, hasta se cagaría de risa de mí. Sabe que sus amigos tienen demasiada influencia. Estoy dispuesto a llevarlo a un hospital; corre el riesgo de morirse por una sobredosis; estamos defendiendo su propia vida. ¿No les parece una tremenda pelotudez que no dejen las armas?

Otro de los maleantes conocido como «El Búho», se adelantó y con voz firme dijo:

—El oficial tiene razón, muchachos, si queremos protegerlo al «trompa» estamos obligados a quedarnos en el molde. Si nos hacemos los machos armaremos al reverendo pedo un despelote mundial. Paremos la mano aquí que no va a pasar un carajo. El jefe entrará por una puerta y saldrá por otra. Nos va a felicitar por haber sido piolas, por no dejarnos llevar por los impulsos. Nuestros amigos de la comisaría de San Francisco vendrán en minutos, se harán cargo de «la blanca» y aquí no habrá pasado nada. Miró al que primero había hablado incitando al enfrentamiento y dijo:

—Vos, Colorado, no seas caliente que eso no sirve para una mierda, me cago en vos, che, por favor, acordate de lo que siempre nos dice Gandulco, que usemos la cabeza. Vos tomaste demasiada ginebra pero tratá de pensar, no seas apresurado, nos estás poniendo en el horno a todos.

El llamado «Colorado» no pareció nada convencido. Al contrario, reaccionó como si lo hubieran ofendido gravemente. Apretó fuerte su escopeta, puso un cartucho en la recámara y preparó el arma para poder utilizarla como semiautomática. Con voz gangosa, afectada por el alcohol, dijo en forma casi ininteligible:

—No me hinchés las pelotas, Búho. Si sos tan cagón, andate a la puta madre que te parió. No podés laburar en esto si no tenés el coraje de arriesgar las pelotas, ¿o te contrataron para jugar a las muñecas? Sos un puto de mierda y me das asco. Ustedes sigan conmigo muchachos, estos canas de porquería van a tener que aflojar. ¿No se dan cuenta de que no nos pueden enfrentar? Si se animan, los haremos polvo. Sólo quedarán pedacitos de estos soretes con uniforme azul, desperdigados por todo el boliche. Vamos, síganme carajo, no sean maricones ustedes también.

Los cuatro malhechores que habían permanecido en silencio intercambiaron miradas. Silenciosa y súbitamente, parecieron llegar a un consenso. Uno de ellos fue su portavoz.

—Pará, Colorado. El Búho tiene razón. No estamos para nada de acuerdo con vos, no nos haremos matar al pedo. Lo que vos decís es una boludez. Por más que cagáramos a tiros a estos canas y a nosotros no nos pasara nada, igual lo perjudicaríamos al jefe, ¿o te creés que tiene miedo de que lo lleven detenido? Aceptamos su proposición, teniente Torres. Bajemos todos las armas muchachos. Déjenlas en el armario de la entrada. Vos también, Colorado, no nos comprometas a todos.

Cinco de los malvivientes dejaron sus armas en el lugar indicado y se retiraron del establecimiento. Sólo quedó El Colorado, cuya mirada seguía amenazante y extraviada.

El Zaragozano estaba realmente aterrado. Sus piernas temblequeaban, sus dientes castañeteaban con ritmo irregular. Nunca había estado en una situación tan extrema. Una cosa era saber que sucedían cosas así; otra muy distinta estar metido hasta el tuétano en esas circunstancias.

Los policías se miraron de reojo y silenciosamente se transmitieron un mensaje muy claro: habían advertido que el Colorado había perdido el control, no sería ya posible detenerlo; prepararon las armas. Torres volvió a elevar la voz:

—Vamos, Colorado, no te resistas. Te lo pido por favor, quedate tranquilo. No empeores las cosas, andá hacia la puerta y dejá tus armas...

El Colorado bajó los ojos, asintió con la cabeza y respondió:

—Está bien, oficial. Voy a dejar las armas, aunque no estoy muy convencido.

Comenzó a caminar, dio dos pasos hacia la puerta, sus ojos se iluminaron, súbitamente se parapetó tras una columna y disparó tres veces a una velocidad vertiginosa. El primer impacto fue sobre la cabeza del policía que estaba a la diestra del Zaragozano. La mitad superior izquierda literalmente desapareció, esparciendo sobre las paredes, sobre el piso y también sobre el rostro del Zaragozano, una mezcla sanguinolenta de piel, cabello, huesos y restos de cerebro. El espanto que experimentó Humberto Marcel se vio inmediatamente suspendido por los efectos del segundo disparo, porque el brazo derecho de otro policía voló por el aire, dejando a la vista un breve muñón rojizo adornado por numerosos flecos de carne. Con el tercer impacto, otro agente fue herido en la pierna derecha que le quedó prácticamente colgando, un poco debajo de la rodilla, haciéndole perder el equilibrio, arrancándole gritos guturales y conmovedores que reflejaban un insoportable dolor. Todo pareció detenerse. Las putas que habían estado con Gandulco se ocultaron bajo un mostrador, abrazándose entre sollozos. Un empleado del establecimiento cayó sobre una pequeña fuente artificial. Una esquirla le vació el ojo izquierdo. Borbotones de sangre fluían incesantemente de su rostro que parecía sin vida. El brazo desprendido yacía en un rincón, como si se fuera una víctima más del brutal enfrentamiento. Los tres policías todavía indemnes, mientras se guarecían miraron con angustia pero a la vez con firme determinación. Estaban emocionalmente conmocionados por la trágica situación, sentían que la muerte les pisaba los talones. Algo cegados por el polvo, por la pólvora y por la sangre que había caído sobre sus ojos, ninguno se movió, ni siquiera para auxiliar a los heridos, hasta que Torres advirtió que en un espejo ubicado detrás del Colorado, se distinguía claramente su silueta. Supo así con exactitud cuál era su posición, por dónde era conveniente atacarlo. No podría hacerlo si no lograba de alguna manera que se pusiera a tiro, cosa que difícilmente haría, aún estando ebrio. El Colorado daría batalla hasta el final; su naturaleza era combativa y violenta.

Torres hizo una señal casi imperceptible que había sido previamente ensayada con sus compañeros. Les avisó que debían estar preparados para tirar, que apuntaran hacia donde estaba el criminal. Luego gritó:

—Bueno, carajo, ¡hagámoslo mierda muchachos! El Colorado nos obliga a poner toda la carne en la parrilla. ¡Cúbranse que tiro la granada! ¡Cuidado que volará el local!

Dicho esto, Torres arrojó uno de los cargadores de repuesto que usaba para su rifle hacia un lugar cercano al Colorado, fuera de su vista. El delincuente vaciló un instante. No se atrevió a permanecer en ese lugar, temió que realmente le hubieran arrojado un explosivo de alto poder. Se quiso parapetar tras otra columna. Se expuso durante uno o dos segundos y esto fue suficiente para que los tres policías descargaran sobre él sus armas. El cuerpo del Colorado bailoteó grotescamente, como una suerte de títere trágico; se llenó de lunares rojos y cayó estrepitoso al suelo, ya sin vida. El escenario resultante de la contienda difícilmente podría haber sido más impactante: restos sanguinolentos se esparcían por gran parte de la sala, un muerto prácticamente descabezado, un agente sin un brazo, otro casi sin una pierna, un parroquiano desangrándose... un paisaje desastroso y espeluznante, matizado por los lloriqueos de las mujeres que cuidaban a Gandulco, por los apagados ayes de dolor de los heridos...

Torres llamó con su teléfono celular a una ambulancia de la repartición y solicitó también refuerzos por si los que habían depuesto las armas cambiaban de opinión. Además, le dijo a sus hombres que les hicieran torniquetes a sus compañeros desmembrados. No se quiso retirar del lugar con Gandulco hasta estar seguro de que la situación estaba totalmente controlada. El Zaragozano estaba pálido como un cadáver; apenas podía articular palabra:

—Dios mío, —pensó— tendría que haber aceptado negociar con Magaliños. Ya llevo dos muertes sobre mi conciencia. Por otra parte, Pedro y estos pobres chavales casi mueren por mi culpa.

A los pocos minutos, decenas de policías ingresaron al sitio. Dos ambulancias se llevaron a los heridos y a los muertos. Torres, curándose en salud, trató de dejarle el mando a una comisión policial del partido de San Francisco vinculada a Gandulco. Para evitar venganzas, era conveniente que ellos se hicieran cargo de la droga y de las armas que habían sido depuestas, pero eran tantos los efectivos presentes que no fue posible ocultar la evidencia. La existencia de casi mil kilos de cocaína quedó oficializada. Para colmo, estaban presentes enviados de dos diarios de la mayor circulación en el país. Era un camino sin retorno: los maleantes desaparecieron de la escena sin que nadie lo notara, todo quedó bajo control; a costa de una masacre. El Zaragozano lloraba. Nada más que tres o cuatro veces en su vida lo había hecho. La última, cuando falleció Alicia, su amada compañera. Ahora desahogaba su desbordante emoción, la impactante experiencia vivida y el enorme pesar que le causaba que un agente tan joven hubiera fallecido tan horrendamente, que otros dos estuvieran heridos tan grave, irreversiblemente incapacitados. Era una pesadilla de la cual parecía que ya no podría despertar nunca.

Metieron a Gandulco en un patrullero tapándole la cabeza con un pequeño mantel. Se lo llevaron de inmediato, con el propósito de evitar que sus secuaces o sus cómplices de la policía, intentaran impedir otra vez su detención.

A las dos horas, estaban en el Hospital Ricardo Gutiérrez de La Plata para que se tratara la sobredosis de Gandulco. Los esperaba el Comisario Mayor amigo del Zaragozano. Hasta ese momento había demostrado su firme voluntad de llegar hasta el hueso en este caso. Al presente, las cosas habían cambiado...

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Fecha de publicaciónAbril 2013
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