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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXVIII

Pedro despierta en lo de Juancho

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

Pedro abrió los ojos con gran esfuerzo. Estaba casi inmovilizado, no tenía la mínima noción de cuánto tiempo había transcurrido. Ya era de día, se encontraba en una habitación que sólo tenía una reducida ventana, de paredes y techo de chapa. El piso parecía limpio, construido con mosaicos de distintos materiales, formas y colores. Sobre una pequeña mesa de plástico, se descomponían los restos de una pizza. Un televisor nuevo contrastaba con la extrema pobreza del recinto. Como si proviniera de muy lejos, escuchó una voz que le decía:

—Por fin te despertaste, varón, te salvaste cagando. Soy Juancho. Creí que seguirías apoliyando para siempre. ¿Qué carajo te pasó, che?, ¿quisiste afanar a alguien y te agarraron? Largá el rollo sin mambo, viejo, soy de confianza. Andá a saber, a lo mejor somos del mismo gremio.

Hablaba un hombre de cuarenta años, de cabello rubio oscuro, calvicie incipiente y aspecto estrafalario; diminuto, tuerto y delgado, su único ojo resplandecía como una tenue y minúscula linterna exhibiendo una inteligente mirada azul. Vestía zapatillas amarillas de una marca conocida, un jogging de color fucsia y una remera negra con una foto del Che Guevara. Su cuello estaba lleno de tatuajes de rostros femeninos y en su brazo derecho tenía grabada un ancla muy llamativa. Sus manos eran pequeñas y finas. En su boca, sólo asomaban seis dientes. Pese a su grotesca apariencia, había en él algo inquietante que traslucía su peligrosidad. Su desparpajo ponía de manifiesto una gran seguridad en sí mismo. Aunque Pedro estaba al borde del desmayo, pudo advertir que en su cintura, el extraño hombre portaba un arma de grueso calibre.

Pedro comprendió que su odisea no había concluido. Trató de ser diplomático:

—Te agradezco mucho que me hayas atendido. Si no hubiera sido por vos estaría muerto. ¿No me podrías llevar a un hospital? He perdido mucha sangre.

El extravagante sujeto lo miró con recelo y muy seriamente le dijo:

—Mirá, che, te canto la justa. Tengo asuntos pendientes con la policía. Por más que me des lástima, no me voy a arriesgar ni en pedo a meterme en algún quilombo por vos. Hasta ahora tuviste suerte. Mi vieja trabajó varios años como enfermera; te paró la hemorragia de la gamba. Ella es una buena mina pero yo hasta aquí llegué. Te lo aviso, che. Estuvieron buscándote para liquidarte. Vi mucho movimiento en el barrio; aquí todos sabemos con qué bueyes aramos. Casi todos mis vecinos son chorros como yo, pero no disfrutan boleteando gente. No son asesinos; sólo limpian a un tipo cuando no les queda otra. Sin embargo, los dos malevos que te estuvieron rastreando son crueles y capaces de cualquier cosa. Iban armados hasta los dientes. Si te encontraban, seguro te hacían boleta y probablemente a mí también por ayudarte. La verdad es que con vos me la jugué demasiado. Agradecéselo a mi madre que se apiadó al verte tan hecho mierda y me suplicó que te bancara. No te puedo hacer más el aguante, ni siquiera llevarte a un hospital. Si me llegaran a fichar los que te quieren pasar el cepillo, mi vida no valdría ni un puto mango. Además, la ciudad está llena de canas que estarían felices de cagarme a tiros. Muchos me la tienen jurada, estarían chochos si me pudieran acusar de cualquier huevada con tal de ganarse medallitas. No sé cómo carajo vas a hacer, te la vas a tener que bancar solito. Si caminás unas cuarenta cuadras llegarás hasta una comisaría.

Pedro estaba desorientado. No sabía qué pensar. ¿Se trataría de otro extorsionador?, ¿era cierto lo que le decía y solamente deseaba evitar verse comprometido?

—Mirá, Juancho. No puedo arriesgarme a salir solo. Me pueden volver a secuestrar. Por otra parte, me siento muy mal; no estoy en condiciones de caminar tanto. ¿No podés llamar a un taxi? Sólo eso te pido.

—¿Me estás jodiendo?, ¿te creés que estás en el centro de la ciudad de Buenos Aires? Los taxistas ni por puta, se animan a entrar aquí. Si alguno se animara, al verte saldría cagando. ¿No te das cuenta de que estás hecho bosta? Mirate un poco. Tenés más heridas que Frankenstein y un olor a mierda que mata, hermano. No soy ningún nene de mamá, pero me cuesta estar cerca de vos; tenés una baranda a zorrino insoportable, das ganas de vomitar, ¿no te avivaste de eso?

—Te lo pido por favor, Juancho. Estoy muy lastimado, necesito atención médica, necesito llamar por teléfono a un amigo... Si lo hacés, te prometo que te compensaré económicamente. No tengo mucho dinero pero lo voy a conseguir. ¿Te parecen bien dos mil dólares?

El extravagante hombrecillo contestó con meditada ironía, entregando generosamente su desdentada sonrisa:

—Que lo parió, che, tu vida no vale un sorete, ¿tan poco te cotizás? Hasta yo que soy un pobre villero, sería más caro que vos. ¿No te das cuenta de que sos un boludo? Por esa guita ni en pedo me voy a jugar el pellejo. Largate ya, andate al carajo, no me pongas más en peligro. Rajá de mi casa, caminando, a los saltos, arrastrándote por la calle, como mierda sea, pero arreglátelas solito. Si te llegás a encontrar con los que te quieren hacer de goma, jodete. ¿Por qué mierda voy a arriesgar mi cogote por vos? ¿Me viste cara de pelotudo?

—Está bien, Juancho, perdoname, no te quise ofender, apiadate de mí, te lo ruego. ¿Cuánto querés? Decímelo por favor. Trataré de conseguir lo que pueda. No me hagas esperar más... me estoy muriendo, te lo suplico. Pensá en lo que diría tu madre.

—No me dores la píldora, che. La vieja no tiene nada que ver en esto. Estamos haciendo una transacción comercial, ¿no tengo derecho a ganarme unos mangos? Mirá. Porque le caíste bien a mamá, te voy a hacer un buen precio: voy a llamar a tu amigo por sólo diez mil verdes, pero ojo, pagaderos en el momento. No me vengas con que vas a ponerlos después. Soy muy jodido cuando me enojo. Los señores pesados que te buscan me forrarían de pasta si te entregara. No los llamé porque me caíste simpático, pero no te haré ni un dólar de rebaja, ¿entendiste?

—Está bien, Juancho. Acepto tu ofrecimiento. Ahora llamá a mi amigo... por favor. ¿Tenés celular?

—¿Te creés que porque vivo en una villa miseria estoy en la prehistoria? Por supuesto que tengo. Aquí está. Decile a tu amigo que traiga toda la guita. Si no acepta, no le diré dónde estamos, ¿de acuerdo, che?

—Sí, Juancho. Te juro por la salud de mi hijo que mi amigo cumplirá el trato.

—Bien, varón. Tu compinche tendrá que venir solito, con todos los verdolagas a la vista. No quiero a nadie más aquí, ¿está claro? Si me quieren cagar los boleteo a los dos. Soy bueno pero no boludo. ¿Ves este juguete? Es una Magnun 44. ¿Sabés el efecto que provoca en el cuerpo un balazo de este chiche?

—Quedate tranquilo, Juancho. Vas a cobrar hasta el último peso. Mi padrino juntará el dinero de algún lado, se lo pedirá a algún socio, lo tendrás seguro. No pierdas más tiempo. Tengo una infección y me cuesta respirar. Me estoy muriendo como un perro, apurate, apenas me puedo mantener consciente.

—Está bien, che. Dame el número de ese tipo y cortémosla cuanto antes.

Juancho tecleó velozmente en un teléfono celular de última generación. Se lo había arrebatado pocos días antes a un adolescente a la salida de un supermercado. Lo atendió el Zaragozano a quien le dijo:

—Escuche, Don. Habla un amigo de su ahijado. Pedro está conmigo ahora. No, no se preocupe, está bien. Lo han recagado a palos y herido, pero creo que está fuera de peligro. Le paso el celu para que le explique todo. Quédese tranquilo, che, no hablo al pedo. Aquí se lo paso...

—Hola, Zaragozano, no te preocupes, estoy bien. Me hirieron pero espero sobrevivir. Necesito atención médica rápido. Me clavaron un cuchillo en la pierna, me detuvieron la hemorragia, tengo un golpe muy fuerte en la cabeza sobre la nuca, en la frente un corte profundo y varias lastimaduras más. Tengo que internarme en un hospital urgente. No se puede mandar una ambulancia, después te lo explico bien, haceme caso por favor. El hombre que te llamó me salvó la vida. Si no me hubiera curado y ofrecido refugio en su casa, me habrían asesinado los delincuentes que me estaban buscando. Prometí darle diez mil dólares por salvarme. Me comprometí a entregárselos cuando vengas a buscarme. No dejes de traerlos, ¿me escuchaste bien?

El Zaragozano contestó apenas susurrando:

—Está bien, chaval. Decidme adónde debo pasar a buscaros. ¿Tengo que ir acompañado por gente de seguridad?

—No. Mi amigo Juancho no quiere ninguna presencia extraña aquí porque cree que pueden agredirlo. Tenés que venir solo y con el dinero. Te paso con él para que te explique cómo llegar. No le discutas nada, por favor, ya todo está acordado. Le aseguré que tendría los diez mil dólares. Es una buena persona pero no lo quiero hacer enojar. ¿Está claro, padrino?

—He comprendido, rapaz, quedaos tranquilo. En pocos minutos partiré hacia allá. Pasadme con tu amigo que quiero que me oriente. Aguantad mi muchacho que superareis estas dificultades. Pronto estaréis en familia y recuperado.

—El Zaragozano estaba conmovido. No se podía permitir flaquear, tenía que actuar rápida y eficientemente, asegurarse de que Pedro no viera comprometida su salud. Era claro que estaba malherido. No quería correr ningún riesgo. Por otra parte, el diálogo que había tenido con Pedro lo llenó de incertidumbre. No sabía si había hablado bajo amenaza. Quizás le estaban tendiendo una trampa. Suponía que Magaliños estaba detrás de los trágicos sucesos que había vivido su protegido. Los secuestradores buscarían su dinero. No tenía opción: la persona que más quería en este mundo se encontraba en peligro. Habló con Juancho.

—Hola, ¿podéis escucharme? Decidme dónde debo ir ya que deseo encaminarme prestamente hacia vuestra casa. Habladme despacio que estoy tomando nota.

Juancho contestó secamente:

—Escuchame Don. Estoy en el Partido de San Francisco, no te podés perder. Tomá la autopista 25 de Mayo y luego la Perito Moreno. Continúa por Acceso Oeste y girá a la izquierda hacia Avenida Sarmiento. Cuando llegués allí, llamame por teléfono. Te daré las últimas indicaciones. ¿Sintonizaste, che?

El Zaragozano no perdió ni un instante. Tomó diez mil dólares que tenía guardados en un armario y salió raudamente. Desde el auto, llamó a unos amigos para que le sirvieran de apoyo.

Pedro se sentía cada vez peor. Apenas podía estar despierto. Una debilidad creciente lo estaba invadiendo, sus muñecas estaban en carne viva por el roce de las esposas, sus brazos como anestesiados, su pierna herida comenzaba a tomar un desagradable color violáceo. Temía lo peor: una gangrena o una septicemia irreversible. En el medio de su desesperanza, arrepentido de haberse involucrado en un negocio ilícito, comprendió que lo estaba pagando muy caro, quizás con su propia vida. Dos lágrimas surgieron de sus ojos, su mirada se estaba apagando lentamente. Apenas podía balbucear algunas palabras. Sintió que la muerte lo estaba llamando. Mientras tanto, indiferente a su agonía, su anfitrión disfrutaba una película pornográfica en su televisor de treinta pulgadas, utilizando un flamante reproductor de DVD. Se deleitaba fumando un cigarrillo de marihuana, apoyando las piernas cómodamente sobre una silla y su codo derecho sobre una radio de alta tecnología.

El teléfono de Juancho, sonó levemente emitiendo una cumbia. Era el Zaragozano que estaba requiriendo las últimas instrucciones para llegar a la casa.

—Hola, Don. Estás muy cerca. Escuchá bien para no equivocarte. Tenés que seguir veinte cuadras derecho por la única calle que está asfaltada. Cuando veas una casita de barro pintada de verde, doblá a la izquierda. Vas a ver un gran terreno inundado. Andá por el borde cuatro cuadras y cuando terminés de pasarlo, a ciento cincuenta metros hay un galpón de madera pintado de blanco. Al lado verás una casa de chapa. Ahí estamos nosotros. No le podés errar.

El Zaragozano estuvo allí a los quince minutos. No tuvo necesidad de golpear a la puerta. Juancho lo hizo pasar de inmediato. Cuando Humberto Marcel apreció el gravísimo estado de Pedro, fue presa de una enorme angustia. Se acercó a su rudimentario lecho y lo abrazó con ternura, sollozando y musitándole al oído:

—Os ruego que tengáis valor, mi querido, no aflojéis ahora, por Dios, aguantad hijo mío, os lo ruego, os sacaré de aquí, venid, levantaos lentamente.

En su desesperación, había olvidado el espurio trato que Pedro había concertado. Juancho se lo hizo recordar diciendo:

—Che, patrón, muy conmovedor lo de tu ahijado, casi me hacés llorar, pero se me hace que te estás pasando por las bolas un pequeño detalle. Si no me das inmediatamente la mosca ni se te ocurra llevarte al señor, ¿lo tenés claro, no? Ni soñés con tomarme de boludo porque te va a ir para el culo. Primero pasá por la caja, «poniéndose estaba la gansa», che, no me impacientes que tengo pocas pulgas.

El Zaragozano comprendió rápido la peligrosidad de la situación. Hizo grandes esfuerzos por hablar despacio, diciendo:

—No os preocupéis, estimado Juancho, aquí tenéis vuestro dinero. Tomadlo, podéis contarlo si queréis, os aseguro que he sacado este fajo de billetes hace pocos días del banco. Son los diez mil dólares que os ha prometido mi ahijado. Os agradezco que lo hayáis atendido.

—La concha de tu hermana que chamuyás raro, gallego, no se te entiende un carajo, no sé de qué puto barrio saliste. Yendo a los bifes, veo que la guita está, aunque te lo tengo que decir: yo voy de frente, che; me dí cuenta de que me quedé corto. Vas a tener que darme más. Con lo que vale tu auto, por lo menos me tenés que dar el doble.

—Escuchadme, amigo mío. Os debo un gran favor. Habéis protegido a Pedro, siempre he dicho que quien a mi hijo le limpia el moco, es como si a mí me besara el rostro. No soy desagradecido, ya lo comprenderéis. Ahora sólo me preocupa que este muchacho tenga inmediata atención médica. He cumplimentado nuestro trato, ahora debéis vos cumplir vuestra palabra. No seáis excesivamente ambicioso, os lo pido encarecidamente. No me demoréis ni un segundo más, os lo ruego, no quiero complicar la situación.

—¿Me estás amenazando, viejo de mierda?, ¿no caíste en que es lo peor que podés hacer?, ¿ves esta Magnun? ¿Qué te parece si te doy un cohetazo y después le entrego tu niñito a los que lo estaban persiguiendo? ¿Por qué voy a perderme la guita que me darían? ¿Sabés lo que podría hacer con tanta mosca?

El hombrecito parecía haber perdido el juicio. La mirada extraviada de su único ojo destellaba como una quemante brasa. Levantó su mano derecha apoyando el cañón de su revólver entre los ojos del Zaragozano que muy lentamente dijo:

—Mirad, caballero, no deseo molestaros, no os ofusquéis, para nada quisiera que eso sucediera. Comprendo que sois valiente y de armas llevar. Muy necio sería si os amenazara que eso debéis descartadlo, por favor. Por lo contrario, os hablo humildemente. Sigo estando agradecido por los servicios que me habéis prestado. Estoy dispuesto a retribuiros con cinco mil dólares más, que es lo único que podría conseguir. Ese automóvil que veis afuera no me pertenece, amigo mío. No creáis que soy un hombre de fortuna. Pero os lo reitero, podré conseguiros unos dólares más, gustosamente os los haré llegar con mis acompañantes.

—¿Qué decís, viejo choto, hijo de una mala puta y la reputísima madre que te parió? ¿Viniste con acompañantes? ¿Te creés que podés cagarte de risa de mí? Sos boleta. Si hiciste esa boludez, te amasijo ya...

—¡No! Por Dios, no os preocupéis, no están aquí, amigo mío, se han quedado estacionados a ciento cincuenta metros de este lugar para no molestaros en lo más mínimo. Los hice venir no por desconfiar de vos. Pedro me dijo que le habíais salvado la vida. Vinieron sólo para brindarnos ayuda para el traslado si resultaba necesario. Si vos me ayudáis, juntos podremos llevar a Pedro hasta mi vehículo, así puedo dirigirme con rapidez a un hospital, ¿estáis de acuerdo conmigo, Juancho?

—Viejo pelotudo, traidor de mierda, tendría que pegarte un tiro en el mate aquí mismo y también al infeliz de tu ahijado. No sabés con quién te metiste. No de casualidad me cargué a varios infelices como vos, a ver si te creés que me pasé ocho años en cana al divino pedo. Si se me cantan las bolas, hago una llamada y esto se llena de compañeros de laburo. Ni con un regimiento podrían hacernos frente, pedazo de boludo, ¿te creíste que me iba a cagar porque trajiste algunos maricones del centro?

—No os enfadéis, camarada, os lo juro, es lo que más quisiera evitar. Escuchadme bien: os había ofrecido cinco mil dólares, pero está bien, os daré diez mil más. De alguna manera los conseguiré. Mañana a la tarde los tendréis, os doy mi palabra de honor, podéis confiar en mí, creedlo. No os pongáis mal conmigo, sólo estoy tratando de salvar a este muchacho herido. He cumplido mi promesa, ¿acaso no os he entregado el dinero que me habéis pedido? Bien lo sabéis, ahora no puedo demorar más este asunto. Este chico se está muriendo, no os he mentido. Si miráis atentamente, veréis que hay dos coches estacionados a una cuadra y media de aquí. Te vuelvo a pedir que no lo interpretéis mal, no han venido para agrediros. Os ruego que me dejéis ir en paz. ¿Por qué no habríais de hacerlo? Tendréis el dinero adicional que has pedido sin ningún esfuerzo. Seréis recompensado como lo merecéis.

—Está bien, gaita, voy a confiar en vos. Total, si me cagás me tomaré revancha, con vos o con alguno de tu familia, me da igual. Tené por seguro de que si te hacés el vivo conmigo, barata no la vas a sacar, me quedo con el documento de identidad de tu ahijado. Dale, apurate, no boludeemos más que Pedro se nos está yendo. Metele, te ayudo a llevarlo al auto. No quiero que se nos pierda y que te lleves un fiambre. Me daría pena por él y por la pasta que mañana sin falta me tenés que hacer llegar. Recordalo si no querés que los vaya a buscar a los dos.

Con cuidado levantaron a Pedro, lo llevaron hasta el asiento de atrás del auto del Zaragozano, lo instalaron lo más cómodamente que pudieron y luego se dieron fuertemente la mano como ratificando el espurio acuerdo celebrado.

Pedro observó a Juancho despidiéndose; deteniendo luego su mortecina mirada en el Zaragozano, dijo con voz apenas audible: Muchas gracias por venir, padrino, me siento muy mal, me parece que me estoy muriendo, pierdo el sentido...

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Fecha de publicaciónMarzo 2013
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