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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XIII

Clara y Pedro dialogan, después de cenar en el restaurante italiano

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

—¿Adónde te acerco, Clara?

—Dejame en Santa Fe y Pueyrredón; de allí tengo treinta metros, estoy en un pique.

—¿Estás muy apurada? Si querés podemos tomar un café en la esquina. Hace mucho que no hablamos.

—Bueno, tengo tiempo, la fiesta durará un buen rato.

Ingresaron en un bar pequeño y acogedor en el que sólo había una mesa desocupada, el nivel de la música era bajo, programado para propiciar el diálogo y la permanencia de los parroquianos. Al sentarse, Clara experimentó una sensación de bienestar, dijo:

—Me gustaría saber como estás, cómo te sentís, si tuviste alguna novedad...

—Ninguna importante; creo que estoy superando mis problemas fundamentales. ¿Vas a ir a un cumpleaños con tu novio?

—No; pasaré a saludar a su hermana que hoy cumple veintiocho. Me iré pronto a mi departamento; estoy cansadísima y mañana tengo que madrugar. Empecé terapia...

—Es una buena noticia, Clara. Te va a hacer bien, necesitás desahogarte, siempre estás como a punto de estallar.

—¿Tanto se me nota? Creí que no era tan evidente... Tenés razón, es así como me siento: a punto de explotar, reacciono violentamente. Te pido perdón por haberte ofendido.

—¿Cuándo, Clara?

—Vos sabés, te dije que no podías pasar por la puerta por los cuernos que te había puesto Mariela. Fue una guachada.

—No deja de ser verdad, Clara. El tema es asumirlo y que no duela. Recordá lo que decía Vittorio Gassman, «si todos los cornudos llevaran una vela encendida, ¡qué illuminazione!»

—Me duele que hables ligeramente de algo tan profundo, Pedro. No da para bromas.

—Soy objetivo, hablo de lo que efectivamente sucede, me guste o no. Nada es gratis: desatender una relación a la larga o la corta se termina pagando. La fidelidad no es tanto un compromiso con tu compañera o compañero sino con la pareja en sí misma. Si no la cuidás, se derrumba como un castillo de naipes. Por otro lado, si se reprimen los impulsos, al final resulta peor y también se pudre todo. Acechan muchos riesgos, especialmente cuando las hormonas están muy activas. Nadie puede dar garantía de fidelidad.

—Yo espero encontrar un hombre que me sea absolutamente fiel, hasta con sus pensamientos. ¿No tengo derecho a tener esperanza?

—Claro que podés, Clara, pero tendrías que estar preparada; en cualquier momento podrías vivir una situación de infidelidad, lo que no significa que tuvieras que tolerarla con una sonrisa. Personalmente, te aclaro que jamás me interesaría una mujer que prefiriera estar con otro.

—Los hombres infieles son grandes egoístas, les importa tres carajos el sufrimiento de las mujeres que engañan.

—No creas que hay tanta diferencia entre los hombres y las mujeres, Clara. Los sentimientos cambian... Cuando se quiebra una relación amorosa, difícilmente tiene remedio, hay que saber disfrutarla mientras dura, la transitoriedad es insoslayable. Estoy seguro de que nosotros podríamos ser felices, compartiendo algunos momentos, sin repetirnos a cada minuto, que estamos obligados a una fidelidad vitalicia. No me digas nada: ya sé que no querés que me acerque a vos; quedate tranquila.

—Me alegro de que lo hayas entendido, ya sabés que no soy una mujer libre.

—Vos lo dijiste, estás como prisionera, no sos feliz con Julio. Estás en crisis, en una situación inestable y sin retorno. No es bueno proseguir una relación que ha perdido dignidad; pero comprendo que no es fácil cerrar oportunamente un capítulo que se ha terminado.

—No tengo ganas de discutir con vos. Sé que no estoy en el mejor momento, Pedro. Agradezco que me digas que podrías ser feliz conmigo, lo tomo como un cumplido. Soy incapaz de tener un doble discurso. Estoy acostumbrada a honrar mis compromisos.

—Si fueras mi compañera, admitiría que quisieras vivir sin mí. Me gustaría enterarme enseguida, para no perder otras oportunidades, pero comprendo que un tiempo de cierta degradación es casi inevitable. Las cosas no suceden de pronto.

—Reconocé que tenés la infidelidad fácil, Pedro. Ni dudaste en traicionar a Mariela conmigo...

—Vos sabías que estaba de novio con ella, además lo nuestro fue hermoso, una de mis más felices vivencias. Lo que realmente te ha ha lastimado, me parece, es que tu viejo se haya desentendido de vos pese a que eras sólo una niña. Si desconfiás tanto de tu propio padre, ¿cómo no desconfiarías de los demás hombres? Sería casi imposible que esto no sucediera. Creo que esta es la causa principal de tus dificultades para relacionarte.

Clara, se levantó de su asiento, se volvió a sentar inmediatamente y descontrolada exclamó:

—Me la hacés difícil, sacás conclusiones medio pelotudas, muy antojadizas, como si todo lo que dijeras fuera la sacrosanta verdad. ¿Cómo podés estar tan seguro de lo que decís?, ¿sos adivino?

—Sólo intuyo que es así, Clara. Vos podés estar en desacuerdo, trato de ayudarte.

—Siempre me dejás hecha un trapo de piso, tenés una rara manera de ayudarme, cada vez me hacés más mierda.

—Si no te hubiera dicho la verdad no habrías reaccionado tan violentamente, ¿no es cierto?

—Puede ser que lo de mi padre sea más jodido de lo que imagino, pero eso de que es inevitable la degradación de la pareja, el lapso de ocultamientos y de traiciones... no lo comparto, no se puede justificar tan fácil la mentira.

—Vamos, Clara, ¿le contaste a tu novio de las conversaciones que tuvimos?

—Ni siquiera te besé en la mejilla. No jodas con que he ocultado algo.

—No le doy importancia a lo que haya pasado entre nosotros, sino a lo que hemos sentido.

—¿Qué motivos te dí para que pensaras que sentí algo importante? Estás conjeturando sin base alguna.

—Te conozco, Clara. Siento que te desborda la ternura, se te eriza la piel cuando te rozo, estás a la defensiva porque sabés que podrías caer en mis brazos en cualquier momento, tenés miedo de que te hiera... Además te sentís comprometida con tu novio; pero estás ocultándole cosas. No creas que te estoy censurando. ¿Para qué le harías comentarios? Muy probablemente nosotros jamás intercambiemos otra cosa que un diálogo. No nos hemos tocado, salvo para saludarnos superficialmente, ¿qué sucedería si te abrazara? No temas, no lo intentaré, estás agitándote de nuevo, con los ojos húmedos... Te ves muy hermosa así, siento que te quiero mucho.

—Yo también te tengo afecto, Pedro, pero somos muy distintos... No tengo dos caras, no puedo engañar a Julio.

—Te comprendo, preferís engañarte a vos misma, tenés miedo de sufrir.

—En algo creo que tenés razón, Pedro, me he negado a reconocer lo mucho que me afectó el abandono de mi padre. No sé cómo superarlo.

Pedro apoyó su mano derecha sobre el hombro izquierdo de la muchacha y dijo:

—Creo que tendrías que, averiguar bien cómo se produjo la separación de tus padres; tal vez no fue de tu papá toda la culpa. Es natural que no quieras saber nada de él porque no cabe duda de que se desentendió de vos. Lo que no es admisible es que inconcientemente le atribuyas esos defectos a casi todos los hombres, que te sigas torturando con ese abandono, lo que en los hechos, es rendirle culto a quien no supo asumir sus obligaciones esenciales. La vida sigue, te deparará sorpresas de todo tipo: algunas muy duras, pero es de suponer que si es que estás abierta para disfrutarlas, habrá otras que te darán felicidad. Depende exclusivamente de vos que puedas o no ser feliz. Si actuás negativamente no habrá bonanza que te conforme y siempre verás todo negro. ¿Qué ganás pensando obsesiva en la traición de tu padre? Te lo diré: nada en absoluto. Te has convertido en una esclava de tus rencores y para colmo, él nunca se enterará de que estás sufriendo.

—No puedo más, Pedro, me estoy derrumbando.

La joven comenzó a sollozar con desconsuelo, su rostro se transformó. Algunos parroquianos del café comenzaron a mirarlos con inquietud y recelo; no sabían cuál era la causa del padecimiento de la muchacha; la curiosidad humana no necesita mucho incentivo.

Ella continuó desahogándose:

—Tenía nueve años cuando sufrí el abandono de mi viejo. El impacto psicológico fue directo, como un mazazo, no estaba en condiciones de procesar nada. Mamá se transformó en una sombra, se llenó de resentimiento. No le importó que yo sufriera también por ella. Casi todas las noches me encerraba en el baño para llorar, mientras fingía que me estaba duchando. Me sentía obligada a ser fuerte para atemperar el sufrimiento de mamá. Por eso siempre aparenté ser invulnerable y sentir desprecio por los débiles. El esfuerzo que siempre hice para no parecer deprimida me consumió y mi cagazo a ser abandonada se trasladó a todas mis relaciones. Pensaba siempre que era insignificante, que no merecía que nadie me prestara atención. Mi sentimiento de desamparo era inmenso. Con el tiempo comprendí que si mi padre me abandonó, no fue porque yo tuviera algún defecto grave, sino porque él era y aún lo es, un gran hijo de puta. Duele reconocer que tu viejo lo sea, te lo aseguro, pero es ineludible cuando no hay argumentos para sostener lo contrario. Lo rejodido fue tratar de arrancarme del alma la sensación de destierro y de aislamiento. Si tu propio padre te abandona, ¿cómo carajo dejar de pensar que cualquier otra persona también lo haría? Para colmo, vos también me abandonaste... Así quedé, no puedo confiar en nadie. Pasé a enmascarar todo lo que sentía, hasta la más mínima sensación, camuflarlo todo es terrible, creémelo, es algo que te devora por dentro como una rata rabiosa, como un grano en el culo, te desespera y te irrita al mismo tiempo, es pavoroso, no se lo deseo a nadie. Con el tiempo te vas debilitando, ya no tenés fuerzas para resistir. Dejás que la depresión triunfe sobre vos, hasta que sentís que desfallecés pero que no te está permitido caer.

—Tu padre no está presente en tu vida, Clara. Es como un fantasma, no sepultes el dolor que te causó: estarías ignorando tu historia.

—No estoy en condiciones de decir nada, Pedro. Estoy como si me hubieran recagado a trompadas, me quedé sin energía, agotada, siento que me desplomo, no tengo fuerzas ni para levantarme. Ha sido muy grande el desahogo, como si me hubiera sacado una tonelada de encima, nunca creí que podría hacerlo. Agradezco tu interés, de otra manera jamás habría podido hacer catarsis; hoy hablamos sólo de mí, dejamos de lado tus problemas, disculpame. Me tengo que ir. No voy al cumpleaños, no podría ni saludarlos... quiero dormir. Dejame en mi departamento por favor.

—Por supuesto, Clara, vamos yendo. Ha llegado la hora de que recapitules y de que comiences una nueva etapa sin que el pasado sea una pesada mochila sobre tu espalda.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012
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Fecha de publicaciónOctubre 2012
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