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Un día, una bomba

Expiación

Mariano Valcárcel González
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Tras la muerte de Rafaela a Jaime le asaltaron los remordimientos asociados al deseo de venganza.

Si aquéllos no lo dejaban conciliar el sueño y día tras día le corroían el alma, éste no lo abandonaba durante el día perturbándole en el discurrir de sus asuntos particulares. Cualquiera del entorno del abogado notaba que algo iba mal, mas el hermetismo del mismo, común en él, se había agudizado. Asistía con cierta desidia a las reuniones obligadas, daba sus clases con desgana, respondía apenas a los saludos protocolarios y de cortesía. Algunos creían que se había transformado en una persona huraña. Únicamente los más íntimos podrían estar al tanto de los cambios y sus motivaciones, y ésos nunca los comentarían.

Las noches de Jaime Echávarri fueron pruebas que pretendían minar su fortaleza tanto física como psíquica.

Habían empezado inopinadamente, sin preparación previa...

Luego de lo acontecido, en el espíritu de Jaime se había instalado una aparente calma, una especie de vacío idiotizante como si la pobre infeliz nunca hubiese pasado por su vida. Él, sumergido en esta inopia, no era capaz de realizar acto alguno de revisión, algún tipo de examen de conciencia; era absurdo, impropio de su persona, pero no reaccionaba. Actuaba como si una nube amnésica le hubiese alcanzado de pleno. Se dedicaba a sus tareas y atendía a aquel hijo que nunca fue de la mujer muerta, de forma mecánica; pero nada más.

Y comenzaron a aparecer las pesadillas.

Como tantas noches había terminado su trabajo particular de despacho, había cenado con ligereza; luego en el salón siguió con la lectura de Vidas paralelas de Plutarco acompañándose de un whisky sin agua. Llegado el cansancio se retiró al dormitorio. Rutina.

La noche madrileña estaba calma y apenas se escuchaban los ruidos de la urbe. Un ligero viento, que anunciaba agua, batía suavemente las persianas. La luna se manifestaba tímida entre las nocturnas nubes.

La cama era la misma que había compartido en días y noches más felices y también la misma que ella abandonó en una mañana aciaga para no retornar. Jaime, que se había acostumbrado —estando ella— a dormir en el lado izquierdo del lecho seguía haciéndolo así, como si todavía ella pudiese ocupar alguna vez su parte.

Dormía profundamente mas, de pronto, algo le hizo despertarse. Algo, ¿qué? Algo y no sabía el qué, pero era extraordinario porque lo había logrado poner en guardia... Trataba de recordar mientras taladraba en las sombras de la estancia sin descubrir nada. Encendió la luz. Nada. Allí no había nada y sin embargo... No había sido un sonido, había sido una sensación, una especie de contacto a su derecha, en el lado derecho de la cama. Miró atentamente esa parte y al principio no descubrió nada anómalo; pero luego, en el cabezal: el cabezal estaba hoyado, hundido como si una cabeza hubiese reposado en el mismo. Se quedó mirándolo fijamente, estúpidamente, hasta que reaccionó: «¡Absurdo, completamente absurdo!», y se levantó para ir a la cocina a beber agua.

Rafaela volvía a él y él no lo sabía.

Volvía hacia su conciencia acolchada y entumecida hasta entonces en una reacción clásica de negación de los hechos. Rafaela trataba de despertarlo a la culpabilidad que él se empeñaba en esquivar.

Pasaron algunos días. Y ella volvió a visitarlo. Había decidido salir a pasear con Antonio María, un poco como si con ello quisiese transmitirle al chico el conocimiento de la desgracia sobrevenida. El niño se había quedado realmente sin madre (bien era verdad que nunca la conoció). Sin embargo Jaime —sin quererlo— pretendía protegerlo de esa orfandad, de esa desgracia.

Agarraba con fuerza la mano del niño mientras discurrían por las avenidas arboladas en pos de los puestos de golosinas cuando delante de uno de los pedestales de una glorieta la vio, allí, de pie, con las dos manos agarrando su mísero bolso, humilde chaquetilla de lana, humilde falda —color oscuro—, lacio el pelo y mirada fija, fija... Ni cruel, ni vengativa: fija, sólo fija siguiéndolos. Paró en seco frenando la trayectoria del chico, que notó el fuerte tirón del brazo; asombrado miró al padre que a su vez miraba hacia aquel monumento de la glorieta.

—¿Qué pasa ahí, papá?

—Nada, nada, sigamos —y el hielo le penetraba en el cuerpo.

Echávarri era creyente pero no supersticioso. Tampoco cobarde. ¡Cuántas cosas había visto y sentido en la guerra, como para ser ahora cobarde! «La mente juega a veces malas pasadas», se dijo. Estaba demasiado reciente el penoso suceso y ahora le revertían las consecuencias. Se resistió a consultarlo con alguien.

Pero ella volvía. Sin tregua, sin descanso, volvía por las noches cuando se metía en su lado de la cama como había hecho antaño, allí a su lado, enfriándole la cama y el cuarto, enfriándole el cuerpo y el alma, transmitiéndole el terrorífico real del más allá. Él tampoco hablaba, tampoco se movía, ¿para qué?... Desde que comprendió que no podía evitarlo, que ella estaría allí una y otra vez, únicamente se acostaba para esperarla y así pasaba las noches, insomne, unas esperándola, otras contemplándola. Y no le hablaba.

Como es natural su salud se iba quebrantando. Pero nada decía, nada explicaba ni de nada se quejaba. Y cuando las alarmas empezaron a cundir fue Sebastián, el mayordomo, el primero en poner en conocimiento todo lo que sabía o suponía al padre Eugenio, confesor e íntimo de don Jaime.

No le cayeron por sorpresa los comentarios al sacerdote pues ya había notado ciertas alteraciones en la conducta de su amigo. Decidió visitarlo.

—¡Hola don Eugenio!, ¿cómo por aquí? —se hizo el sorprendido.

—Pues porque por aquí pasaba. ¿O es que nunca te he hecho yo una visita?

—Sí, es cierto, claro... Pero últimamente sólo nos vemos en el confesionario.

—Porque sólo ahí te haces visible en estos tiempos... ¿Y cómo estás?

—¿Por qué me lo dice? —había cierta actitud defensiva en su pregunta.

Se encontraban todavía en la entrada del piso, donde lo había hecho pasar el mayordomo y hasta donde salió Jaime. Él no había hecho intención de franquearle el paso hacia otras dependencias. El cura se había dado cuenta pero no estaba dispuesto a dejarse tratar de aquella forma.

—Bueno, Jaime, ¿te has vuelto un miserable?, ¿ni dispuesto estás a pasarme un vasito de

ese añejo que te guardas para ti?

—Lo siento padre, lo siento. Pase... Vamos al salón.

—No, vamos a tu despacho.

—¿Por qué al despacho?

—Por si te da por confesar, que estaremos más tranquilos.

—Bueno, si así lo quiere usted...

Tras ordenar a Sebastián que les facilitase el servicio se metieron en el gabinete. El sacerdote observó que en efecto el aspecto de su amigo no era el mejor y que algo malo le estaba sucediendo. Inició una conversación vacua mientras se dejaba ir por las paredes, tan conocidas de él. Estanterías atestadas de libros, la mayoría de leyes y temas de derecho. No aparecía la clásica orla universitaria, prueba de los saberes y conocimientos del profesional que allá trabajaba. No observó cambios y se tranquilizó; pero dirigía poco a poco la charla hacia donde debía y al final le espetó.

—¿Cómo vas después de lo de Rafaela, cómo lo llevas?

—Bien, bien, esto está pasado... —pero sonaban falsas sus palabras y al otro le era muy difícil engañarlo.

—No está pasado y tú lo sabes bien —le reconvino.

—¿Quién lo va a saber mejor que yo? —subió la voz en irritado tono.

—Quienes te están observando; los que te rodean que no son ciegos. Yo mismo ahora, que te veo realmente mal.

—¿Ha venido a sermonearme? ¡Para eso está el confesionario y yo hoy no he ido hasta allí! —en un ademán nervioso de disgusto derramó su copa en el escritorio; lo trató de secar con su pañuelo en torpes movimientos, azorado y confuso.

—Jaime, ¿qué te está pasando? —la voz del sacerdote era muy suave pero firme.

Jaime se hundió en su asiento, como si cobardemente retrocediera ante algún mal que lo asaltaba; (el hombre que se enfrentaba a los disparos del frente, a los obuses, al cuerpo a cuerpo esgrimiendo una pistola en su mano y avanzando, siempre avanzando...). Le contó al otro todo lo que sentía, lo que veía sin casi omitir nada, si no fue el deseo de venganza, que aumentaba día a día.

—¿Usted cree en estas cosas, padre? —le espetó confusamente.

—No lo sé; yo no sé en qué creo realmente cuando veo a una persona como tú en esta situación. De veras, no sé en qué creer.

—¿Cree que ella vuelve para algo? —seguía trémulo.

—Si es que es ella; si es que se producen esas apariciones en efecto y eso es lo primero que habría que saber... Pero mira, te lo voy a admitir. Sí, te voy a admitir que Rafaela quiera decirte algo, quiera comunicarse contigo... ¿Por qué no? Sea; aceptémoslo.

—¿Entonces?...

—Pues vamos a revisar lo hecho y lo no hecho y lo que probablemente ella hubiese querido que se hiciera.

Empezó Jaime a relatar todo lo acontecido y a admitir lo que debió haber realizado y que no quiso por orgullo, por despecho. Ese entierro que no vio ni asistió, ese distanciamiento cruel y perverso no ya con los familiares de ella sino con ella misma. Dureza de corazón que le evitó soltar siquiera una lágrima por la desgraciada. Una losa que a su vez lo hundía a él mismo y ya lo estaba consiguiendo.

El cura vio que el mal era fuerte porque afectaba mucho más al alma que al cuerpo: a la mente. Lo dejó desahogarse sin interrumpirle, sin recriminarle. Luego que el otro hubo desgranado todo su pesar el sacerdote le ofreció la reparadora confesión, que aceptó.

Las sombras llenaban el despacho donde un sacerdote y un pecador convertían en sacramento lo que era una sesión de terapia psicológica, un mero descargar la conciencia: compartirla. El perdón facilitado mediante el poder taumatúrgico del sacerdote sirve al creyente como el agua sirve al sediento. Pero Echávarri se guardaba confesar el otro problema que lo mantenía en tensión: la venganza, que todavía no tenía forma ni proyecto pero que sin dudarlo habría de llegar a consumarse; pero hasta entonces no lo confesaría.

Don Eugenio tras terminar su ritual decidió pasar a la acción. Por si acaso le pidió permiso para entrar en el dormitorio y observar el lugar de las supuestas apariciones. Llegado al pie de la cama rezó quedamente una oración y marcó la atmósfera viciada de aquella habitación con el signo de la cruz.

Salieron y siguió en estos términos.

—Jaime, oído lo oído y visto lo visto, te voy a exigir pongas en práctica las siguientes acciones —el otro, siguiéndole hasta el salón, asentía—: has de visitar el lugar donde está enterrada; has de llegarte allí como expiación de tus culpas; has de sincerarte con ella y a ella pedirle perdón y darle también el perdón que le negaste. Has de visitar a su pobre madre, por misericordia y para humillación propia; aunque ya sea tarde bríndale tu ayuda. Cuando puedas, y no te exijo que sea de inmediato —aunque ello sería bueno—, pásate por mi parroquia y le celebramos una misa. Veremos si con estas acciones se calma tu espíritu y se mejora tu cuerpo. ¿De acuerdo?

Asintió a todo. Pero ocultaba sus otros designios. Lo que hubiese que retornar a la difunta a ella iría; pero la venganza sólo era cosa suya, su expiación personal; pues se violentaba personalmente en sus convicciones más íntimas al llegar a alimentar tal ruindad.

Se hizo todo.

Sí, mi padre hizo todo lo que don Eugenio le sugirió, le ordenó. Y me llevó consigo a cada lugar.

Yo he visitado algún cementerio por cuestiones de formalismos sociales; algunas otras veces por formalismos políticos. De las visitas a la tumba de Pablo Iglesias, clandestinas en los años de dictadura, hemos pasado a los acompañamientos de queridos compañeros asesinados traidoramente. La banda criminal nos empezó a azotar tanto como a sus antiguos enemigos los guardias civiles, los policías o los políticos ex franquistas.

Los cementerios españoles tienen casi todos una espesa capa de opresiva angustia producto de la triste realidad de la existencia irreversible de la muerte. La muerte como hecho cierto que no lleva a ninguna parte si no es a dejar el bienestar de este mundo, tan querido hasta por el más miserable. Aquello del estoicismo no es verdad; el español no quiere abandonar este penoso valle de lágrimas aunque se le prometan abstracciones sublimes. Siente el español que al morir abandona, y para siempre, lo suyo, tan querido, y no le sirven futuribles inconcretos.

Esa espesa capa de tristeza, no de alegría por la otra vida, es la que se siente por más que esculpan frases recargadas, encargadas de conjurar lo inevitable, en prometer lo deseable, en recordar que una vez (y aunque sean mentiras) fuimos buenos.

Me sorprendió mi padre diciéndome que íbamos a ir al Cementerio de La Almudena.

—¿A qué, papá?

—Ya te lo diré.

—Una soleada mañana fresca llegamos a la puerta principal, cerca de la cual dejó el coche. Nos internamos avanzando por amplias avenidas flanqueadas de panteones de facturas diversas, formas casi uniformes aunque de trecho en trecho algunos de ellos se diferenciaban o por la talla que lo adornaba o por la desmesura de su diseño y volumen. Verdaderas casas de los muertos. Yo iba como siempre que paseaba con él, de su mano; y a mis preguntas curiosas contestaba identificando algunos de los mausoleos más llamativos.

Nos cruzábamos con gentes que llevaban cubos con flores, o garrafas con agua, útiles de limpieza.

—¿Para qué llevan esas escobas, papá?

—Para limpiar alguna tumba hijo. A las gentes les gusta que estén presentables.

—¿Quién las ve aquí?

—Ellos, y las personas que pasan, como nosotros ahora; a las gentes les gusta la limpieza, hijo.

Él consultaba algunas veces una anotación que llevaba en el bolsillo de su abrigo y también los números de las calles de las viviendas de los muertos.

—Papá, ¿te dan miedo los muertos?

—¿Los muertos?, ¿por qué iban a darme miedo los muertos?

—Es que hay chicos en mi colegio que dicen que los muertos viven, que se aparecen, que salen a veces de sus tumbas...

—Tonterías hijo, tonterías... ¿Tú estás viendo que estas tumbas estén abiertas?

—No.

—Pues eso, no se abren. Se cierran y ya no se abren más.

—¿Existen los vampiros?

—Pero bueno, ¿no acabo de decirte que los muertos no vuelven?

—Es que los vampiros no son verdaderos muertos...

—¡Déjate de tontunas, Antonio María! ¡Qué va a haber, qué va a haber!...

No las tenía yo todas conmigo y conforme nos íbamos internando en la ciudad de los muertos me parecía que el cielo se iba oscureciendo, que el aire era cada vez más frío y que las lápidas de aquellas tumbas no estaban tan firmemente cerradas como mi padre decía. Le apreté más la mano, él se debió dar cuenta de lo que yo sentía porque sólo dijo:

—¡Venga! —y seguimos adelante.

Llegamos a una zona que tenía como a modo de pequeños edificios, con acaso unas ventanas pero todas cerradas o tapadas con pequeñas lápidas. A veces una de aquellas ventanucas estaba abierta. Se alargaban unas junto a otras, unas sobre otras. Al acercarme más observé que también tenían nombres y farolillos y flores como las tumbas del suelo.

—¿Qué son, papá?

—Nichos.

—¿Nichos?

—Sí, pequeñas tumbas fuera del suelo para los menos pudientes.

Paró de golpe frente de una de aquellas paredes: Se quedó mirando uno de aquellos nichos. La placa, de mármol blanco, ponía en letras cinceladas en la piedra:

RAFAELA MORALES PRIETO

R.I.P.

Nada más.

Allí se paró y no me decía nada. Tampoco me soltaba la mano, aunque creí notar un ligero temblor. Al mirarle a la cara me extrañó su mirada, distinta a ninguna de las que yo le hube visto nunca: fija, brillante y a la vez distante. Yo no sabía qué hacer pero comprendía que no estábamos allí por casualidad.

—Antonio María —su voz sonaba enronquecida—, ¿ves esta tumba?, ¿ves ese nombre?... Siempre que vengas a este cementerio búscala y reza un padre nuestro, nunca lo dejes de hacer.

—¿Por qué papá?

—Porque ahí dentro duerme para siempre tu madre.

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Fecha de publicaciónEnero 2014
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