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Un día, una bomba

Confesiones

Mariano Valcárcel González
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Esperaba al borde de la acera, subió al coche con ligereza.

Fue por el camino actualizando sus noticias, conociendo los hechos.

La amistad que mantenía con Jaime era sincera, los dos aprendían con la misma. Y en cuanto tenía un problema jurídico se lo consultaba en la seguridad de que le sería solucionado. Por su parte, de tarde en tarde Jaime le pedía además de consejo, confesión.

En una de aquellas ocasiones fue cuando le contó el problema surgido entre la pareja: la huída de Rafaela. A quien le contó todo, con quien se sinceró del todo sólo fue con el padre Eugenio. Se culpaba de no haberla atendido debidamente, de no haberla tampoco entendido, ni procurado su guarda con el debido celo. Se acusaba de cobardía ante un enemigo al que debía haber hecho frente. Y no sabía lo que hacer.

El cura se enfrentaba a un problema del alma, no de derechos o de reivindicaciones laborales o políticas y sabía por experiencia que en esto no hay reglas ni recetas de efecto seguro y que, dadas algunas, casi nunca se siguen. ¿Qué aconsejar ante lo ya hecho? Como buen clérigo sugirió tiempo al tiempo en principio y ya habría ocasión de intervenir, o tal vez ni hiciese falta: que todo discurriría por su desarrollo natural. Lo natural para él, al fin y al cabo algo racionalista, era que la mujer volvería sobre sus pasos y ya ahí sí que aconsejaba perdón y olvido...; ¿quién no había pecado nunca?

Ahora reconocía interiormente su equivocación, camino de la habitación del enfermo. Reconocía su desconocimiento de la profundidad del alma humana y de las reacciones que determina, a despecho de la lógica.

Tal vez debió instarle a ir a por ella, a rescatarla de manos de aquel hombre; reconocía con contrición que no había aconsejado de aquella forma porque tenía el convencimiento de que la mujer era en verdad una perdida y que nunca volvería con su marido. ¿No deseó en su fuero interno y poco cristianamente que se quedase ella en su antro de perdición sin interferirse más en la vida de un hombre y amigo como Jaime Echávarri?

El sacerdote era un hombre de conciencia. Recto en su autocrítica, lo que pensaba ahora es que parte de esa culpa era suya. Por eso quería verlo, para tranquilizarlo. Y tranquilizarse.

Resonaban sus pisadas en las lustradas baldosas de los pasillos del hospital. Llegaron a la habitación 345, la asignada al enfermo y que por casualidad, o no tanta, sólo estaba ocupada por éste.

Sebastián salía a la puerta en cuanto los oyó aproximarse. No había novedades reseñables y el hombre estaba consciente, aunque sedado. Penetraron.

La blancura de las paredes, cama y sábanas era purísima. Recostado estaba el enfermo con su bote de suero a un lado, colgado. Respiraba quedamente con aparente regularidad. El blanco pelo aparecía peinado, la mano de Sebastián no era ajena, y la noble cara permanecía apacible. No hablaba, pero el enfermo debió notar sus presencias, abrió los ojos; parecía intentar reconocer a los presentes.

—¿Cómo estás, papá? —se adelantó Antonio María.

—Bien... —muy quedo contestaba él.

—¿No te duele nada?

—A veces..., a veces algo, aquí, muy fuerte.

—Es que te han operado.

—Ya me lo ha dicho Sebastián —la voz era apenas perceptible y se esforzaba en hacerla más audible.

—Vale, vale..., no te canses. Mira quien me acompaña: el padre Eugenio.

Se adelantó el cura y apretó las manos del enfermo. Una leve sonrisa acudió a su cara.

—Hijo, tengo que hablar contigo cosas que no se pueden dejar.

—Luego, luego papá, en cuanto te recuperes.

—No, no, debe ser ya, debe ser ya... —se agotaba.

—Ahora no, papá. Ya te has esforzado bastante. ¿Quieres quedarte solo con el padre?

—Sí, bien...

Salieron él y el mayordomo.

Acercóse un médico. Sebastián se adelantó.

—Este señor es el cardiólogo, don Antonio María.

—Tanto gusto —se saludaron—. ¿Cómo va?

—Aparentemente se recupera, pero no quiero darle falsas esperanzas, hay que esperar un poco más porque complicaciones siempre las puede haber. De todas formas ya es bueno como va.

—¿Esperar entonces?

—No hay más remedio. La operación de urgencia se hizo bien. Ahora debe verse la respuesta y luego se verá lo más conveniente. No se preocupe, si hubiese algún cambio yo mismo se lo avisaría.

—Muchas gracias.

Salía el cura. La emoción se traslucía en su cara, conteniendo los músculos faciales para no delatarla, sin conseguirlo.

—Antonio, tu padre está en paz con Dios y con los hombres. A pocas personas he tenido que confesar que tuviesen los principios y el valor moral que él tiene. Puedes sentirte muy orgulloso. Vente conmigo porque ha quedado rendido, luego tendrás ocasión de que él se sincere contigo, mañana... ¿Te quedarás aquí, Sebastián?

—Desde luego, don Eugenio.

—¿Necesitas algo? —preguntó a su vez el diputado.

—No se preocupe usted don Antonio María, que yo me apaño y no estoy cansado. Váyase usted que si hay algo —Dios no lo quiera— lo llamo al instante.

Otra vez la cafetería del hospital.

Tomaron una cerveza. La situación política preocupaba a don Eugenio. Cura comprometido en tiempos en que ello todavía implicaba peligro, ahora no veía las cosas claras.

—Mira Antonio María, será la edad pero es que me estoy volviendo algo carca —bromeaba.

—Don Eugenio, usted no puede ser carca. ¡Si no puede engañarnos ni engañarse, si ha sido rojo toda su vida!...

—¡Joroba, que me pones bien! Si se entera mi obispo o este papa polaco, que es del Opus, me excomulgan... Y a mi edad, ¿en qué me meto yo ahora?

—¡Pues a político!

—¿Qué dices muchacho? Ni con la amenaza de todo el infierno del mundo me hago yo político ¿Qué quieres, que me pase lo que a éstos, que donde decían «digo» dicen ahora «Diego»?

—¿Se refiere a lo de la OTAN?

—¿A qué no me voy a referir hijo mío? ¡Pero si es que han hecho el ridículo!

—Tal vez había razones que no se conocen...

—Se deberían saber si existen. Se deberían saber porque lo peor no es mentir: lo peor es guardarse la verdad.

—Poco político anda un militante como usted.

—Otro sambenito, que estamos gentes de todas clases... Mira, te cuento...

Y don Eugenio se internó por aquellas tierras de una Andalucía de posguerra, tan desconocida para un hombre del norte, tan extraña a sus costumbres y formas; por una Andalucía castigada por el vencedor con inquina, nido de hordas rojas, nido de asesinos de monjas y curas y de saqueadores de templos y de tesoros sagrados. Una tierra maldita que el general de Sevilla masacró tanto y más que lo sucedido en otras partes, aunque luego menos propagado, menos reconocido, más silenciado...

A esa Andalucía fue tras la llamada de un visionario para fundar colegios y talleres en los que los hijos de aquellos rojos pudiesen encontrar lo que nadie estaba dispuesto a darles y mucho menos los caciques señoritingos de varal y sin pecado, parásitos de esas masas de incultos jornaleros.

Llegó a una de aquellas ciudades-pueblo, reliquias vivas con sus torres, campanarios, iglesias y conventos múltiples, con sus casas blanquísimas de zócalo de almagre y pimientos al sol; y sus plazas donde los árboles susurraban en las siestas de modos tranquilos y pausados, forma de vivir ancestral y mora. Al momento se... —¿podía decirlo?...—, se enamoró de aquellas tierras y de aquellas gentes.

Le dieron la responsabilidad del centro de enseñanza recién fundado y había de conseguir las colaboraciones necesarias para la tarea. Debía hacerse de una buena mano derecha y a la vez utilizar su izquierda, símil taurino que le venía de perlas. Atraer a las clases bajas abriéndoles la escuela, dentro de unas exigencias que el mismo contexto definía, y atraer a las autoridades locales y a las clases pudientes, siempre muy interesadas en manejar a los de sotana. En este sutil equilibrio se basaba su función y responsabilidad, juego de calibre fino en el que unos trataban sólo de justificar sus conciencias, otros de colaborar en lo que se vino a llamar la «justicia social» y muchos despiertos ante la realidad de aprovechar una enseñanza de calidad que por fin se les ofrecía. Contaba bajo su rectoría con otros tres sacerdotes y varios profesores y maestros seleccionados previamente.

Todo marchaba lo bien que se podía en años de restricciones, carestías y bloqueos: siempre adelante; la organización era dinámica y tal actividad sorprendía en aquellos terrenos. Él se inventó la jornada llamada «De puertas abiertas» para toda la ciudad. Para sus ciudadanos era un honor colaborar con el centro. Y en los fines de curso ¡qué espectáculo!, todos mostraban sus habilidades y conocimientos, con exposiciones, actos culturales y entrega de distinciones.

El prestigio adquirido fue enorme.

Pero la procesión iba por dentro. Dentro de la propia comunidad se encontraban sus enemigos, que no le perdonaban que gracias a él aquello fuese funcionando y, desde luego, que conocían sus ideas.

Además el padre Eugenio era rifado para asistir a las fiestas de las cofradías, novenas, charlas o ejercicios espirituales. Gustaban de oír sus sermones, quizás porque de vez en cuando espoleaba sus conciencias, aunque sin llegar a escandalizarlos. Necesitaban a un cura que de vez en vez les dijese ciertas verdades..., y hasta otra ocasión. Había un capellán, procedente también de las llamas de la incivil guerra, que no olvidaba. Y no estaba dispuesto a aguantar a aquel otro como superior, tanto en lo civil como en lo eclesiástico. Menos, cuando sabía de sus ideas, tan contrarias a lo establecido y admitido. No pasaría por esa humillación.

Las discusiones entre los dos subían de tono, siendo frecuentes los puñetazos en la mesa cuando se enfrentaban. El uno y el otro pedían ser separados y los que decidían pensaban que estando allá los dos, polos opuestos, se atemperarían sufriéndose mutuamente. Sin embargo el franquista decidió prepararle una trampa para quitárselo definitivamente de encima.

Atizó la hoguera del odio de los grupos locales más refractarios a aceptar la labor del padre Eugenio, en especial en lo tocante a sus supuestas afinidades comunistas. Informaban puntualmente al gobernador sobre los contenidos de las charlas y sermones y este acabó por colocarle en seguimiento un guardia civil. Se abrió un expediente informativo secreto. Sólo faltaba una gotita más, un pequeño empujoncito para hacer caer al padre Eugenio. Se lo dio él mismo de la siguiente forma:

Un día de febrero, en preparación de actos cuaresmales, había de dar el sacerdote una charla sobre la penitencia. Asistirían los miembros de las asociaciones religiosas seglares de la localidad. Llegó a la sala y se le revolvió el estómago... ¿Qué clase de charla sobre qué clase de penitencia iba a dar allí?... Abrigos de pieles, coloretes, rostros bien cebados, perfumes diversos y mezclados con el tabaco, lo más granado de la carcundia caciquil y del empresariado, negreros, los más escogidos hipócritas, crápulas y ladrones del poblado. Comenzó a disertar sin entusiasmo, con tono de voz neutro, pareciendo más al Cristo entre los ladrones de la mesa presidencial. Al par que avanzaba en esa charla se daba cuenta de que aquello era como hablarle al viento, como regar en desierto. La cólera le fue ganando por momentos y no pudo, ¿o no quiso?, contenerla puesto que también era cólera contra sí mismo. Estalló en una diatriba de violencia suma contra los presentes: los calificativos y epítetos que les lanzaba iban como dardos contra todas y cada una de las dianas denunciadas; cada cual se llevó su lluvia verbal, que les quemaba como pez encendida pegada al cuerpo. Tal fue la forma que empezaron a revolverse, levantarse, protestar y hasta gritar; abandonaban el local y al final sólo quedaron unos cuantos, más bien estupefactos. Y el guardia civil, firme en su puesto.

Llegó el informe al gobernador y el gobernador lo pasó al obispo, que de inmediato lo puso en manos del cardenal. Se requirió la opinión del cura fascista, que era lo que estaba esperando. Peor ya no podía quedar el otro, también llamado a capítulo de explicaciones y justificaciones, aunque la decisión ya estaba tomada.

Así lo enviaron obligatoriamente a pudrirse en una abandonada parroquia de Madrid. «Al fin y al cabo le habían hecho un favor», se decía.

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Fecha de publicaciónOctubre 2013
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