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Un día, una bomba

Incursiones

Mariano Valcárcel González
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Decisiones que fui tomando al socaire de la necesidad.

Cancelar citas o derivar trabajos al bufete, prevenir a la servidumbre sobre lo que se debería hacer si llegaba el desenlace temido, poner en seguro ciertos documentos y papeles que mi padre mantenía en su mesa de despacho.

Dentro de un cajón tenía una foto, enmarcada en un sencillo marco de plata renegrida; en ella se contemplaba la ya desgastada instantánea de una pareja agarrada del brazo, sonriente, rodeada de palomas. Aquella fotografía me la enseñó sólo una vez, cuando mi insistencia hacia la identidad, el físico, la realidad de mi madre, se le hizo insufrible. Entonces la sacó del cajón, la contempló profundamente y la giró hacia mí.

—Ésa fue tu madre —me dijo con voz velada.

Y yo pude contemplar aquella pareja feliz, sonriente, en la que se fundían los estados primigenios de la Humanidad sin mancha, inocente.

Supe más tarde que la instantánea se la habían hecho en París. Pues los sucesos llevaron a Jaime Echávarri inesperadamente hasta donde él quería. Y quise reconocer en la instantánea a alguien que casi penetró en mi infantil mundo imaginario en el hueco de una madre que nunca conocí...

Por la intervención de Rafaela se hizo cargo de las defensas del hermano y del amante, aunque no era criminalista. La sentencia, que no apelaron, absolvería a los testigos de sus cargos de encubrimiento y condenaría a Juan de Dios por homicidio con la eximente de defensa propia, cargándole seis años de prisión. Teniendo en cuenta todo lo que eso luego se podría reducir se podían dar por muy satisfechos y Echávarri se encargó de hacérselo entender.

Durante el procedimiento, la causa y el juicio hubieron de verse muy frecuentemente puesto que Rafaela quería estar enterada de todo lo que sucedía. Y asistía en compañía del abogado a las entrevistas de este con su hombre.

Precisamente en la realidad de estas entrevistas ella tuvo informaciones sobre la situación familiar de Juan de Dios. Fue un golpe imprevisto y duro. Por ello no quiso asistir al juicio por el que tanto había luchado. Sabía que la mujer de él estaría allí, como legítima víctima de las andanzas de su marido. Y no se atrevía a verla.

Le asaltaba un poderoso sentimiento de vergüenza, se sabía transgresora de las inconmovibles y sagradas leyes de lo establecido, del matrimonio, de la familia, era así como una cualquiera a los ojos suyos y de los demás. Cuando el abogado llegó para comunicarle la sentencia no supo si llorar o reír. Pensó que se le abría una oportunidad de regenerar su vida, alejado por la fuerza aquel hombre, pero fatalmente ya era una perdida ¿qué más daba pues?..., y entonces vio delante de sí a aquel que hacía tiempo la asediaba con discreción y delicadeza y al que había recurrido con la intención descarada de salvar a un asesino del que ahora se alegraba lo alejasen así de su vida.

Jaime Echávarri había llevado el proceso hasta donde humanamente y honradamente pudo aunque le asqueaba representar al vil sujeto, pero lo asumía como un purgatorio pasajero y de tránsito hacia su cielo esperado. Las citas con la chica cada vez fueron más frecuentes y observaba que ella iba paulatinamente haciéndose más receptiva. No le ocultó nunca que la resolución del juicio podría ser muy dura para el inculpado y también le habló sin ambages de la existencia y situación de la familia de Juan de Dios, que además iba a quedar muy mal parada con todo ese asunto. Alentó la decisión de ella de no conocerla tratando de evitarle así el bochorno y un cargo de conciencia del que en realidad no era culpable.

Mientras acudía alguna que otra vez, cada vez más espaciadamente, a visitar a Juan de Dios Rafaela cultivó más asiduamente la compañía de Jaime. Ya había realizado el cambio de domicilio y ahora no tenía que someterse a las normas más o menos relajadas del núcleo familiar. Podía entrar o salir a discreción sólo condicionada por los turnos del trabajo.

Un domingo accedió a una excursión con él hasta Segovia.

En el SEAT 1400, los coches de fabricación nacional que el régimen acababa de poner con cuentagotas en manos de unos cuantos privilegiados, iniciaron un viaje que a ella le pareció sorprendente. Jaime le iba señalando y explicando todos y cada uno de los puntos más curiosos por los que pasaban. El aire fresco penetraba por las ventanillas, semibajadas, mientras el vehículo respondía con roncos ecos y asmáticos resuellos a las peticiones del conductor. El olor de gasolina penetraba en el habitáculo. Él llevaba un pañuelo que sobresalía por el cuello de pico del suéter dándole aspecto de galán otoñal mientras ella se había atado otro protegiéndose el peinado, también muy a la americana. Eran una pareja a la moda.

—Mira, ahí entre esos pinos, detrás de las cercas vive un general de la Guardia Civil que trabaja en El Pardo con Franco. Más allá hay más chalets, todos de gente muy acomodada —extendía la mano señalando ciertas dehesas y bosques de pinos en los que se entreveían tejados oscuros de pizarra culminados en torretas puntiagudas.

—¿Y cómo les gusta vivir aquí, en medio del campo?, debe de ser muy aburrido...

—Ellos lo hacen para descansar y de paso tener sitios discretos en los que puedan moverse con la libertad que en sus lugares diarios no podrían. Aquí donde tú no ves nada más que campo se hacen más negocios y se resuelven más asuntos que en los despachos de Madrid.

Las curvas de la estrecha carretera hacían que el conductor hubiese de poner más concentración mientras ascendía rampas que a ella se le antojaban tremendamente peligrosas. A los dos lados iban dejando algunos núcleos de pequeñas casas, de granito y pizarra todas ellas. El cielo semicubierto dejaba pasar un sol que se hacía notar cuando llegaba de pleno, aunque el aire refrescaba cada vez más. Un camión trataba de vencer su desesperante lentitud lanzando chorros de humo negro por su trasera, a borbotones. El adelantamiento, muy ajustado, provocó un leve grito en la muchacha; con el grito su mano izquierda se aferró al brazo derecho de él. Mientras la cara de ella, pasado el espanto, mostró su desconcierto la de él esbozó, siempre mirando al frente, una levísima y complacida sonrisa. Detuvo el auto cuando habían llegado al filo de las vertientes.

La sutileza del aire era extrema y las nubes, altas, no tapaban las magníficas panorámicas que desde allí se divisaban. Los frondosos bosques se hundían laderas abajo en umbrosos barrancos.

El rumor de la soledad tan alta se convertía en espléndido concierto, apenas distorsionado por el ruido de algún vehículo. Anduvieron por un pequeño sendero internándose al azar por la foresta, sin hablar. Jaime encendió un cigarrillo ofreciéndole a ella maquinalmente, que rechazó también de igual forma. Sus pensamientos, cruzados, trataban de encontrarse.

—La vida debía ser siempre así de tranquila y fácil —dijo Rafaela.

—¿Cómo? —se sorprendió él.

—Digo que la vida debía ser siempre así de tranquila, como ahora me siento yo, tranquila. Aquí da gusto estar sin que tenga una que pensar y sin nadie que esté pendiente de ti.

—Antes no estabas tranquila —contestó con sorna en referencia al susto recibido.

—Bueno, de lo de antes mejor no hablar, porque es que la carretera se las trae; hay que pensárselo dos veces antes de decidir subir, pero merece la pena ver esto, estar aquí.

—Me alegro que lo digas, pero aún no has visto nada. Cuando bajemos, y ya te advierto que bajar es peor que subir —ella hizo un gesto cómico de pánico—, no, no te asustes que vas en buenas manos. Además yo me conozco la zona como la palma de la mano, ¿no te he dicho que anduve por aquí en la guerra?

—No, ¿qué hacía usted por aquí?

—Lo que casi todos, barbaridades, pero es mejor no hablar de eso. ¿Ves ahí abajo? —ella hizo un gesto afirmativo—, allí pusieron los reyes su palacio para estar bien fresquitos en el verano, ahora vamos para allá y ya me dirás si no merecía la pena bajar. Oye Rafaela, por cierto, ¿por qué no me tuteas?, me resulta violento ese tratamiento tan distante, ¿no tienes confianza en mí?, ¿tan viejo me ves?...

—No, no, nada de eso —se sonrojó fuertemente—, es que me resulta difícil... Yo le debo mucho, usted es una persona importante, tiene carrera, es de buena familia y a usted no se le puede tratar como a un cualquiera... —él hizo ademán de interrumpirla—, pero le aseguro que no es porque sea viejo, ni feo... En fin, que se me hace difícil.

—Mira, si es por autorización formal ya estás autorizada y créeme que no pensaré que eres una descarada. Te ruego que lo hagas porque el que se siente violento soy yo... Ya me irás conociendo, yo guardo las formas en las que creo pero no me importa el qué dirán... —pararon de andar y él se situó frente a ella mirándola fijamente—. No quiero situaciones absurdas Rafaela, ya habrás comprendido que mi solicitud hacia ti no es casual... Quiero que pienses tranquilamente en lo que te digo, yo tengo mucho interés por ti, me gustas... No te quiero presionar ni forzar, me encuentro pagado con verte, con que me permitas acompañarte, ser tu amigo... Pero yo aspiraré, decidas lo que decidas, siempre a todo.

—Usted me desconcierta don Jaime... Yo no quiero ser cruel pero ya sabe...

—Lo se, no me lo digas, ¿qué importa?, a mí desde luego no y espero que a ti tampoco; yo no soy cínico pero ¿qué puedes esperar si piensas en él?, ¿qué puedes tener con él, que además tiene una familia?... Siempre te quedarás en segundo lugar, legalmente ni eso. Tú tienes derecho a llevar una vida digna, a formar tu propia familia, tienes derecho y te mereces ser una persona feliz y respetada...

—Jaime, haga usted el favor... —la voz se rehundía en un pozo de llanto—, dejemos esto... Vamos a seguir la excursión que para eso hemos venido y lo que tenga que pasar pasará.

—Bien, sigamos que nos queda lo mejor. No te asustes ahora al bajar, ¿de acuerdo?

Ella afirmó con una sonrisa nerviosa.

Iniciaron el descenso del puerto. Las forzadas curvas impelían al vehículo hacia el exterior, violentando el giro. La mujer contenía el aliento. Cuando encararon la entrada del palacio suspiró aliviada.

Mientras realizaban la visita, ante la asombrosa visión de las salas, objetos, cuadros, frescos, tantos y de tanta calidad, Rafaela apenas si tenía capacidad de asimilar la historia y el arte que penetraban en su interior, interior que estaba ocupado por el otro tema que Jaime acababa de apuntarle. Pero no encontraba una salida.

Jaime le explicaba detalladamente todos y cada unos de los pormenores, porque realizaban la visita ellos dos solos. Todavía se estaban restaurando, recuperando e inventariando los objetos y las zonas dañadas por los sucesos bélicos de los años treinta. El dominio del tema le resultaba a ella impresionante y él lo sabía exponer con claridad y sencillez. Matizaba con anécdotas lo que podía serle a ella más oscuro, haciéndole reír con las salidas y ocurrencias al respecto. Él sabía lo que estaba pasando por aquella mente y no quería ser la causa de su desazón.

Así pasaron la jornada, maravillosa jornada, completa en el peregrinar por las callejas de una Segovia conventual, religiosa, enclaustrada en siglos de medievo. La mole del Alcázar despertó la admiración de Rafaela llevándola a consideraciones sociológicas que él corregía o ratificaba.

Rendida iba cuando ya al crepúsculo iniciaban la vuelta a la capital. Dejando al lado problemas insolubles, al menos de momento, repasaba lo visitado haciéndole preguntas a él sobre ciertos aspectos o curiosidades. Echávarri confirmó que la muchacha tenía una inteligencia desaprovechada, desde luego como otras tantas personas.

¡Qué selección antinatural se realiza a este respecto!

Por la fuerza del dinero tienen que salir con carrera quienes muchas veces son negados para ello, pero se lo pueden permitir y continuar con una tradición de clase, mientras el llamado «plan de igualdad de oportunidades» (PIO) apenas justifica, y hay que darle gracias a Dios, el que los mejores entre los humildes que aguantan a base de muchos sacrificios familiares y personales al final triunfen. Siempre he defendido que el acceso a la Universidad ha de basarse sólo en los resultados académicos y en las capacidades intelectuales de quienes desean pasar, indiscriminadamente según esos aspectos, y luego hay que evaluar la capacidad real para costearse la carrera y acudir a los sistemas social-compensatorios necesarios (además de becas, préstamos asequibles, contratos sobre los resultados obtenidos y cualquier otra fórmula imaginativa que permita la efectiva igualdad de oportunidades). Se que es utópico lo que pienso y que va contra la corriente dominante, pero no militaría en un partido que se define como «progresista» si así no lo hiciese; otra cosa es que el Partido en su práctica de gobierno lo haga o sea en realidad.

El día de Segovia sería un hito en la vida de Rafaela, que recordaría luego a su pesar.

En ese viaje se inició formalmente la relación Jaime–Rafaela. Y los mejores días que vivieron. Poco a poco la influencia del preso se iba disipando; en la mente de la mujer se iba quedando oculto bajo un manto de voluntario y forzado olvido tras una espesa capa de actitudes positivas, de delicadas citas, de optimista convivencia. Se sucedían las salidas, Aranjuez, Salamanca, Toledo... Pero para sorpresa de Rafaela él le mostró un Madrid distinto, desconocido para ella, oculto para muchísimos de sus habitantes.

Pasaban los meses en animadas charlas, paseos por los bulevares, cenas en tasconas ruinosas o en los restaurantes de moda.

Echávarri, fiel a sus principios, no se ocultaba ni la ocultaba. Pasaba por encima de las malicias que surgían en cuanto la pareja aparecía en reuniones o fiestas, enfrentaba con valor las miradas, peligrosas como las flechas, soportaba los desplantes disimulados o no. Pese a todo era una persona estimada y apreciada en general y la ausencia de grandes enemistades le salvaba de una lapidación general.

Muchos incluso lo justificaban como capricho pasajero que se podía permitir.

Rafaela había cambiado mucho. El trabajo la obligaba a guardar y adoptar modos y maneras corteses y educadas, a mantener una conversación y una pronunciación correcta; se le había caído ya el pelo de la dehesa. Su encanto personal redondeaba el efecto haciéndose agradable a quienes por primera vez la trataban. Habían de reconocer que el abogado no tenía mal gusto. Se iba forjando el mito de Pigmalión.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónJunio 2012
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