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Un día, una bomba

Desmemoria

Mariano Valcárcel González
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El más fuerte por experiencia, motivación y zorrería era Juan de Dios. Y mi madre se dejó caer conscientemente en sus redes. Al limbo mandó sus escrúpulos, sus pegas, sus desconocimientos... Aquel hombre la quería y era razón más que suficiente. Basta.

Rendida la fortaleza, bien que con poco esfuerzo, el nuevo dueño reclamé sus derechos. Y manifestó sus apetencias, las que con un último esfuerzo trató de frenar la muchacha, más por un indefinido sentido de peligro que por una clara disposición de su conciencia.

La introdujo en los ambientes encanallados de las barras americanas, clubes nocturnos, salas de fiesta... Ahí realizaba sus transacciones, recibía los encargos o las órdenes; ella a veces era testigo de los tejemanejes que se traía con los contrabandistas, chulos o señoritos que querían vivir sensaciones prohibidas.

Juan de Dios la protegía a su modo al principio, como cosa propia y exclusiva de él, no compartible. Hecha ya una mujer de las llamadas de bandera lucía en torno al hombre como un diamante en su pechera. Y él se pavoneaba entre tanto crápula, mafioso y polizonte, enseñando su tesoro al que únicamente él podía acceder y del que únicamente él podía disfrutar.

Era envidiado y odiado.

La conformaba, cuando el peligro lo hacía reaccionar, con algún regalillo de mucha vista y poca monta que a ella le bastaba para autoengañarse.

Pero a su pesar Juan de Dios se había enamorado.

Sí, muy a su pesar. La mantenía cerca de sí sin sobrepasar aun la escabrosa línea sin retorno de la degradación. Él sabía que podía hacer con ella lo que quisiese, que la podría utilizar, usar, tirar, en el momento que se le antojase... Pero se encontró en sí mismo, para su sorpresa, con un resquicio de conciencia. Y el orgullo por tenerla y el amor por retenerla le impedían tratarle como a las demás, incluida su mujer.

Por todo ello Rafaela continuaba su vida familiar aparentando pocas novedades —que no podía disimular— aunque entre todos pugnaban por ganar el concurso de la ceguera, menos la madre; mas había caído en el pozo de la desidia y se desinteresaba cada día más de la circundante realidad.

La realidad había hecho que el que llegaría a ser mi padre abandonase tras la guerra civil el ejército y continuase en los negocios tradicionales de su familia. También ejercía la abogacía. Su bufete era de los más concurridos y apreciados de la capital; generalmente gestionaba asuntos o pleitos de derecho civil o comercial de las familias de su misma clase. Aunque si había necesidad o mediaba amistad o compromiso se internaba en los procelosos meandros del procedimiento criminal. Gracias a sus pertenencias y a sus ingresos podía permitirse una desahogada posición y no necesitaba pedir a la puerta de sus antiguos camaradas vencedores; ello le facilitaba independencia de vida y de criterio lo que no estaba bien visto por los más acérrimos guardianes de las ortodoxias patrias, cívicas y religiosas. De todas formas nunca rompió lazos con quienes fueran antaño verdaderos compañeros de viaje.

Exquisito en su trato, no cometía deslices que pudiesen herir a sus oponentes o que le significaran dificultades (salvo el incidente del título nobiliario); no facilitaba el trabajo a sus enemigos. Era muy solicitado en los actos de la burguesía próspera y de la decadente nobleza, a los que procuraba asistir. Desde luego que muchos de sus negocios los resolvía en estas ocasiones, hábil en lograr acuerdos, dar soluciones y evitar crispaciones.

La vida personal se desarrollaba en ese mismo tono de contención «a la inglesa», gozando de sus beneficios sin aspavientos. A pesar de su natural sociable no sentía la necesidad de buscar pareja estable (ni legal ni ilegal); muchos rumoreaban si no tendría otras preferencias secretas, pero habían de admitir que no existían indicios para pensarlo, y en aquel Madrid era difícil de mantener ocultas tales aficiones. Las casaderas que se presentaban en sociedad y salían en las fotografías del ABC siempre tenían en sus listas señalado su nombre.

Metódicamente trabajaba durante el curso lectivo, pues daba algunas clases en la Universidad de derecho internacional, y en el verano marchaba hacia su solar navarro, guardado frente al Pirineo dentro de un hermoso valle. Allí eliminaba sus hábitos sedentarios marchando por los caminos de la montaña, que le permitían pasar «al otro lado» cual un miembro más del maquis.

También acostumbraba ir a París.

¿Qué español intelectual, artista o disidente no marchaba a París? París era su segunda ciudad. El dominio perfecto del francés le permitía desenvolverse por la Ciudad de la Luz. Y en sus visitas metódicas siempre se alojaba en el mismo hotel; era conocido del servicio y bien tratado, cosa meritoria pues la posguerra europea atrajo contra los españoles, aliados de los regímenes totalitarios, toda clase de anatemas. Los españoles pobres eran unos apestados y los pudientes unos colaboracionistas del franquismo. Pocos escaparon a aquellas definiciones y discriminaciones y aún lo estamos pagando. Los franceses, maestros en sus propios olvidos, no olvidaban sin embargo los de los desgraciados españoles.

Volvió Cifuentes lento el paso, pesado.

Pensé en aquel hombre que había vegetado en un ministerio siempre supeditado a otros advenedizos u oportunistas, realizando tareas que no le interesaban lo más mínimo y alerta, alerta siempre frente a las maniobras de quienes pretendieran relegarlo a puestos inferiores. Un hombre sin convicciones ni ánimo. Desde luego que no era un mero chupatintas pero carecía, o no quería tener, esa ambición que te ayuda en la escalada.

Ni era tiralevitas ni pretendía se la tirasen, por ello tuvo fama de hombre adusto.

¿Qué podían haber logrado de un hombre de su valía si los criterios del Régimen no hubiesen sido tan obtusos? Y es que Cifuentes, tras colocarse como excombatiente en su oficina, no quiso saber nada más de los hechos pasados.

Me miró y creí ver en su mirada un oscuro bosque.

El reloj había avanzado más de lo que yo en principio había creído... ¿Me habría dormido?

—¡Qué envidia me da usted!

—¿Por qué?

—Porque ya quisiera yo tener la facilidad de dormirme así, en cualquier lugar.

—¿Me he dormido?

—Un ratito. No se preocupe que no ha roncado ni ha hablado en voz alta. ¿No se dio cuenta que la mujer se había marchado?

—Ni me he enterado. ¿Cuándo ha sido?

—La llamaron. Acabó su espera; su marido, un albañil que se había caído de una obra...

—¡Vaya por Dios! ¿Sabe usted que he tenido entre manos bastantes procesos en los que la causa, los accidentes laborales, se podría haber evitado?

—No me sea ingenuo, no se hubiesen evitado.

—¿...?

—Porque ni patronos ni obreros cumplen las normativas, ni les interesan ni pajolera falta que les hacen. ¿Se obliga a poner cascos, cuántos ve usted con ellos?, el alcohol influye bastante en todo esto, ¿eliminan el litro de vino o la cerveza a media mañana?, se debe utilizar personal cualificado, ¿por qué no emplear a un chaval, más barato?...Y así un sinfín de cuestiones que inciden en la siniestralidad; ¡vamos, si en las minas ya sabe usted lo que pasa!

—Usa usted de un fatalismo oriental tremendo; a ver si va a resultar que todo está ya escrito y no podemos hacer nada por cambiarlo.

—No seré yo quien le diga con mis escasos conocimientos ni que sí ni que no, pero me he pensado la existencia muchas veces, quizás demasiadas, y no veo claridad por ninguna parte. ¿Tiene sentido que ese albañil, que tal vez cumplía con todos los requisitos obligados, se haya matado tan joven y que su señor padre, Dios lo quiera, pueda sobrevivir a la operación cuando ya ha dejado su vida y las de otros resueltas? No es por ser cruel pero reconocerá que no tendría sentido —al menos que nosotros sepamos—, ni sería justo —según nuestro conocimiento de la justicia—.

—Lleva el tema hacia un extremo de tensión irrebatible, porque sabe que ahí, en ese punto, es donde se rompen todos los razonamientos y todas las respuestas. Eso es demagogia.

—Tal vez sí. Mi amigo Servini, un internacional de la guerra, me aconsejaba que ante temas tan profundos me dejase de desgastes sin sentido y llevase la dialéctica a su estado de tensión puro, de donde no se puede volver sin dar una respuesta o admitir la derrota.

—Hábil estrategia. ¿Era abogado su amigo?

—No; era humanista, profesor de la Universidad de Roma. No creo que sobreviviese a la guerra europea.

—¿Ve que siempre, por un motivo u otro, volvemos a tener una guerra de referencia? Los jóvenes que no la conocimos hemos vivido con su enorme sombra siempre encima, siempre había alguien que se encargaba de ponértela delante... Acabaremos por no querer saber nada de ello, con el peligro que representa esta actitud.

—Pues tampoco lo tengo yo claro tal asunto... Los que la vivimos no la podremos olvidar aunque bien quisiéramos. ¿Por qué entonces forzar a que la tengan presente quienes no la vivieron? ¿No será una venganza por nuestra parte?

—Mi padre no me hablaba de ella; solo cuando me ponía muy pesado o cuando tenía que resolver algún aspecto de mis estudios se decidía a responderme. Preciso y básico en cuanto a hechos, fechas o detalles y locuaz cuando se dejaba llevar de sus recuerdos más anecdóticos; por ellos le conocí a usted indirectamente.

—Hay que desdramatizar sin olvidar, por ello la ironía de antes. Y pensar solo y exclusivamente en el modo de formar a las generaciones futuras para que no sean presas de los «perros de la guerra», esos seres indecentes que siempre han existido en todo lugar y época para sembrarla, desarrollarla y sacar sus beneficios.

—Mire, Leonardo: ahí pienso como usted... Y me estrello contra el muro de la incompetencia o de esas fuerzas ocultas, que también pudiera ser, cuando veo que en esta democracia incipiente se da más valor y recursos a una clase de sevillanas que a definir y desarrollar un verdadero programa de acción y formación democrática; es para descorazonarse.

—Somos un país de extremos y pasamos de una Formación del Espíritu Nacional a una Nación sin Formación ni Espíritu.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónFebrero 2012
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