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Un día, una bomba

Conocido

Mariano Valcárcel González
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Casi coincidiendo con estas rutas de mi mente apareció el asistente o ayuda de cámara de mi padre.

Esteban permanecía en este empleo desde que el anterior, que era su padre, había fallecido. Siempre fiel a la casa. Con todos los comedimientos pero firmemente me reprochó lo tardío de mis noticias, considerando que sus servicios hubiesen sido necesarios de inmediato. Intenté hacerle ver que la situación no lo permitía pero la adhesión personal al enfermo hacía reivindicativa su postura, su necesidad de serle útil.

Quiso que me retirase a descansar. Para lograr que se marchase cumplido y satisfecho le encargué que tempranamente volviese con ropa de repuesto y con útiles de aseo, si no había novedad.

Me recluí en la sala de la máquina del café.

Dos personas más se aprestaban a velar, un hombre de cierta edad y de aspecto abatido y una mujer joven, de porte agradable.

Tras el saludo de cortesía, tímido, me despojé del abrigo y volví a hundirme en uno de los sillones. Me era difícil estar así, quieto y mirando a nada estúpidamente. Al rato me levanté hacia el expendedor de café. Nuevamente por cortesía, pero deseando en mi interior librarme de la monotonía que nos envolvía, pregunté si alguno de los presentes quería acompañarme. El hombre accedió de inmediato y la mujer se excusó.

Puesto en pie se dirigió hacia el rincón donde me hallaba. Era alto, proporcionado y resultaba más joven de lo que al principio me pareció. Poseía el aspecto franco de las personas muy acostumbradas a ser sinceras. Impecablemente vestido realmente podía impresionar todavía su belleza masculina que la edad lejos de perjudicar iba tallando en rasgos imperecederos.

—¿Lo quiere usted solo o con leche? —inquirí antes de apretar el selector correspondiente.

—Solo, gracias... Me llamo Leonardo Cifuentes... —me extendía la mano diestra, que estreché.

—Mucho gusto. Yo, Antonio María Echávarri —al tiempo que le respondía trabajaba raudo mi archivo cerebral pues ese nombre me sonaba bastante..., ¿pero de qué?

—¿Echávarri?, ¿no será por casualidad pariente de Don Jaime Echávarri de Aránzazu?

—... —iba a contestar y no me dejó.

—¿Su hijo tal vez?

—... —no me dejó confirmar de viva voz lo que yo ya había afirmado con mi gesto.

—Tanto gusto en conocerle y crea que siento la forma y el momento, yo conozco bastante a su señor padre... Por cierto, ¿es que le ocurre algo?

—Está muy mal. ¿Y usted por qué anda por aquí?

—En cierta forma los dos estamos por los mismos motivos; es que a mi mujer la intervinieron de un cáncer a vida o muerte.

Atribuí a las circunstancias por las que pasaba el rictus de desencanto que de vez en cuando se le adivinaba. Nos tomábamos sorbo a sorbo nuestras infusiones juntos en el rincón, sin sentarnos. Al fin me acordé...

—Usted lo conoció en la guerra, ¿no es así?

—Cierto, siendo muy joven. Él me ayudó a evitar posibles problemas, en realidad que podían haber sido muy graves para mí, tales que de no mediar me hubiesen perjudicado definitivamente. Luego ya en la paz hemos coincidido en variadas ocasiones. Siempre le agradeceré su interés por mí.

Hago memoria y creo recordar algo de eso... Mi padre me lo contaba como un ejemplo de las vueltas que da la vida o de las injusticias que se han podido cometer...

—¿Es cierto que por poco lo fusilan? —caminamos hacia nuestros asientos, que acercamos. Nos sentamos.

Él, como yo, necesitaba hacer más fácil la vela y accedió a contarme su historia...

—En efecto, pudieron matarme...

»Varias veces he estado expuesto a la muerte. Desde que atacaron los milicianos el Seminario donde estudiaba. Sí, yo era un seminarista en aquellos tristes años. Y sin embargo las circunstancias hicieron que formase parte del ejército republicano, donde llegué al grado de oficial, pero la tensión, el fanatismo y mis principios me hacían cada vez más difícil el continuar allí. Así que deserté. Me jugaba la vida, era un paso que si lo realizaba mal me costaría muy caro. Y lo peor es que me podían matar tanto los de un bando como los del otro.

»Ésta era una situación en la que estaban muchos de los que combatieron en esos años.

»Y aquí es cuando vino lo de tu padre.

»En cuanto pasé las líneas por Navacerrada me cogieron prisionero. Yo iba ya sin armas para no dar lugar a error ni propiciar la excusa del disparo, pero se me había olvidado quitarme las insignias y llevaba aún la graduación en mi guerrera. Ni que decir tiene que salvé el primer peligro, me arrastraron hacia La Granja y allí se aprestaron a interrogarme. Aunque les confesé mi identidad y procuré insistir en que había sido seminarista (a sabiendas de lo que esto podía significar en este bando) unos mulos de recua acérrimos de camisa azul y pistola al cinto querían pasarme al otro mundo en uno de sus tristes y ya experimentados «paseíllos». Argumentaban que si había sido oficial era porque era en realidad un verdadero comunista y que lo que pretendía era infiltrarme en sus filas. Hasta cierto punto tenían razón, pues si había sido seminarista en cuanto hubiese podido debía haberme pasado a sus filas, el que no lo hiciese fue, según su lógica maniquea, porque era de los otros.

»A ellos les encantaba el protagonismo absoluto, el tener esa parcela de poder que yo creo ya intuían iban a perder frente a los militares y por eso querían ejercerlo sin interferencias. Mientras la situación de guerra continuase tendrían un justificante para sus fechorías, para imponer su terror. Ni siquiera tenían la suficiente capacidad deductiva como para pensar que si en efecto era un infiltrado habrían de insistir en los interrogatorios para desarticular las posibles células informativas de los republicanos, al menos a la que yo pertenecía.

»Me sacaron a una tapia de adobes, en las afueras, y se dispusieron a despedirme de la vida. En aquel momento le juro que sólo me acordaba de que lo podía tener merecido, por algo que con anterioridad me ocurrió y de lo que me sentía culpable. Mi mala conciencia justificaba su crimen.

»Acertó a penetrar por allí una compañía de requetés, que miraban a los ejecutores y estos se detuvieron en sus designios momentáneamente. Alzaban sus brazos al paso de la bandera tradicionalista, cierto que con indisimulado poco entusiasmo, y solo soltaron unos «¡Arriba España!» bien sonoros cuando vieron el vehículo de los oficiales acercarse. Se cuadraron. Bajó del mismo un joven capitán envuelto en un capote de cuello de piel, pensé en ese instante (¡qué tonterías se les ocurren a veces a las personas que están en trances más serios y peligrosos!) que este oficialito debía ser de familia de posibles. De inmediato inquirió lo que sucedía.

»El jefe del grupo le expuso brevemente su versión pero el otro, —ya habrás adivinado que era tu padre— no parecía muy entusiasmado con la idea del falangista. Llevándoselo aparte cerca del vehículo se comprendió bien pronto, por la forma de gesticular, que el requeté no estaba por el fusilamiento y que el azul no quería renunciar a ese espectáculo gratuito. Yo era su presa y se lo merecían.

»Debes saber que ya en aquellas fechas era manifiesta la hostilidad entre estas dos ramas de lo que luego sería simple y llanamente franquismo por arte y mando del Generalísimo. La sucesión de los hechos a lo largo de tantos años llevaron a todos estos a quedar prisioneros, en cuanto a ideologías y doctrinas, bajo la mano férrea del Dictador, que inventó algo llamado «El Movimiento Nacional», ni chicha ni limoná...

»Pero vuelvo a los hechos.

»Tu padre se señaló vivamente las estrellas que adornaban su capote y a continuación salía otro del coche en manifiesta actitud amenazante, con la mano visiblemente puesta en la pistolera abierta. Tras un taconazo, y el grito de rigor, el fascista ordenó a los suyos que me llevasen donde él estaba. De inmediato me introdujeron en el vehículo. Los dos militares se pusieron cada uno a mi lado, sin intercambiar palabra alguna.

»Cuando llegaron a su destino me apearon llevándome a un edificio donde me dejaron en una habitación bajo la vigilancia de un soldado armado. Pasado algún tiempo apareció tu padre con otros dos oficiales y un capellán castrense. Al ver al cura de veras que pensé que había llegado el fin de mis días, pues los requetés no fusilaban a nadie sin los auxilios espirituales, si podían. Pero se limitaron a hacerme preguntas sobre mi destino en el ejército enemigo, la función específica que había tenido, mis datos personales y otras circunstancias. Empecé a dar nombres de compañeros que yo sabía que andaban por las filas nacionales, algunos de ellos como capellanes, y el presente confirmó ciertos los que conocía. Así que ante los datos tomados se fue suavizando su actitud, se disculparon por el susto que hube de haber pasado con los falangistas, me llevaron donde se instalaban los oficiales y me hicieron un sitio entre ellos.

»Seguían insistiendo por la situación de Madrid, se les notaba muy interesados, las defensas en la sierra, las relaciones entre los mismos mandos republicanos... Al respecto les conté parte de lo que viví allí, la tremenda situación de desconfianza y persecución ante posibles quintacolumnistas; intuía que así demostraría mi nula colaboración con los rojos. Repetía una y otra vez las mismas historias ante diferentes interlocutores, pues acabaron llevándome hasta la sección de información del Ejército del Centro.

»Mientras tanto me confirmé en la nobleza del carácter, la entereza y la honradez de tu padre, pero sobre todo el espíritu poco fanático de un hombre que había de sufrir muy a su pesar las circunstancias y las situaciones por las que inevitablemente pasaba. Él era quien me acompañaba o hacía acompañar en estos traslados e interrogatorios. Tras varias semanas de interrogatorios y posterior servicio en su compañía logró que se olvidasen de mis antecedentes más inmediatos, creo también que el cura influyó en la misma dirección, y que me pasasen a la escuela de alféreces, paso para integrarme por completo en el bando que resultaría vencedor. Me sugirió también que me apuntase a la Falange, como medida cautelar que se utilizaba masivamente para blanquear los historiales de fidelidad dudosa.

»Muchas personas, tras el derrumbe republicano, para evitar las represalias subsiguientes corrieron a engrosar los listados de esta facción política que al iniciarse la confrontación era en sí poco significativa en número. Fueron a veces los más feroces perseguidores de los hasta entonces compañeros o camaradas republicanos. Lo curioso es que siempre parece haber cierta complicidad entre opresores y oprimidos, complicidad que lleva simultáneamente a la amnesia, sí, al olvido muy interesado y muy motivado, precisamente por el miedo. Pero es que luego ese miedo no evita lo que se pretendía, miedo al miedo, miedo por tenerlo, miedo como ente real, y la venganza se produce pese a todo ese acúmulo de miedo, ese gran edificio de ficción para que nunca a uno le alcance lo irremediable. Pese a esa ficción de olvido el que gana eliminando pruebas las elimina, el que debía caer, caía. ¡Qué horror ante tal maldad!

»Luego de lograr tal cambio en mi historial terminé la confrontación formando parte de los miembros de la Plana Mayor del Ejército del Centro, en realidad haciendo lo mismo que vine haciendo en el otro.

»Blanqueado y saneado de todo lo anterior, de todo recuerdo que me atase a los otros, pasé pues por las filas nacionales como otro más de ellos. Mejor todavía que algunos de los más adeptos, porque en este lado se había producido una reacción tremenda al anticlericalismo republicano y ciertamente ahora eran los curas quienes dictaban lo que se debía hacer. Bendecían banderas a diestro y siniestro, alzaban los brazos no para rezar sino para saludar a lo fascista, a la matanza le impusieron el calificativo de Santa Cruzada, que ya es el colmo de la venganza y falta de compasión y de caridad para con los vencidos, imponían ya su doctrina como ley no religiosa sino civil. En suma, salvo en discutirle la primacía al General Franco, todo lo demás les era permitido y aplicado. Así que si yo había sido seminarista perseguido...; imagínese el salvoconducto que poseía, el mejor para trepar.

»Al terminar la contienda me replanteé la vuelta al Seminario, pero tuve que hacer un serio esfuerzo de sinceridad y honradez para no acomodarme a lo más fácil. Sí, lo más fácil hubiese sido retornar a la rutina y ordenarme de una vez, al igual que dejé atrás mi experiencia republicana podía dejar atrás también otras experiencias e ideas que en esos años había tenido, total que se adivinaba un brillante porvenir, sin nada de nubes, para los eclesiásticos. Y sería además muy cómodo. Y evitaría ciertas incomodidades que como oficial podría tener, ante la inestabilidad internacional y la seria amenaza de guerra europea que existía. Sin embargo opté por el camino algo más complicado. Continué por un tiempo en el ejército nacional.

»Mendrugueé mi chusco desde el Ministerio del Ejército, donde me instalaron, entre papeleo y expedientes a veces absurdos o inoperantes por la misma lentitud del trámite. Mucho taconeo y saludo, mucha bandera al aire y mucho desfile, poco material, poco equipo, poco personal cualificado; un ejército para amedrentar al pueblo, no para intervenir en la gran conflagración que destrozaba casi todo el mundo. No se me ocurrió enrolarme en la expedición a Rusia, no estaba tan loco.

»Nunca he olvidado lo que su padre había hecho por mí y a lo largo de estos años en cuanto he tenido ocasión se lo he demostrado. Por eso siento más la actual situación...

—¿No coincidió con él además por un asunto legal?...

—Sí, en efecto. Sabe que la ideología de su padre no es la que predominaba en estas tierras...

»Lo toleraban por sus antecedentes familiares y su contribución a la Santa Cruzada.

»Sabe usted también que el Dictador era en realidad un Rey sin corona y como tal se permitía el tener carisma divino con el que dar, nombrar, inventarse títulos nobiliarios.

»En una ocasión un advenedizo, un asesino legalizado y además enriquecido con el infame extraperlo, pretendió pagarse sus turbios servicios con el lucimiento de un título. ¿Qué más daba en realidad?..., pero su padre, asqueado, a la vez que puntilloso, interpuso un contencioso-administrativo contra tal decisión. El revuelo fue enorme (cierto que dentro de determinados círculos) puesto que era como desautorizar al mismísimo Caudillo. Las presiones fueron grandes y su situación se tornó inestable, el paso no era del gusto ni del afectado, ni del investido de suma autoridad, ni de la pléyade de aduladores que a diario se encargaban de alzar loas al Victorioso.

»Enterado de lo que sucedía y como yo ya andaba en el Ministerio de Justicia decidí que era el momento de echarle un capote. Busqué y rebusqué en los archivos, investigué hasta encontrar una fútil prueba demostrable según la cual el tal título era apócrifo, nunca extendido por algún monarca castellano (olvidando adrede hacer referencia a las noblezas de otros reinos) y por lo tanto título inexistente.

»Se estimó que no siendo de refrendo por la tradición nobiliaria castellana no sería conveniente que lo invistiese el Caudillo. Calmaron al postulante dándole una banda y cruz impuestas en fecha de alto patriotismo y a Echávarri lo dejaron en paz dándole al recurso por respuesta la callada administrativa. Luego hubo de enterarse de mi intervención en la resolución del caso y le faltó tiempo para contactar conmigo.

—Me contaba, no sé si a raíz de este suceso, que el señor Cifuentes que él salvó y que ahora le ayudaba era un personaje con una historia fascinante, digna de una novela...

—¡Bah!..., su padre me llegó a estimar bastante y a todas luces exageraba...

—Sí, tal vez, pero lo admiraba a usted sobre todo, y lo decía porque creía que usted había llegado a encontrar el secreto de la honradez, la sencillez y hasta el verdadero amor.

—¡Je!, ¡qué sabía su padre! —el rictus de amargura se le acentuó—. Yo le conté en nuestras jornadas de guerra lo que quise, lo que me parecía más anecdótico... Sinceramente, lo que se dice sincerarme con él a fondo nunca lo hice, para que le voy a mentir, en los asuntos íntimos, donde se siembran los sentimientos más dolorosos o más secretos, ahí, ahí, nadie que tenga un poco de amor propio se deja penetrar... Y el amor, para quien lo ha sufrido y para quien lo ha traicionado, es un asunto vedado a los demás.

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Fecha de publicaciónSeptiembre 2011
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