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Un día, una bomba

Emigrantes

Mariano Valcárcel González
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Mi madre se encontró en el infierno.

Pasados los buenas tiempos no tardaron en sobrevenir y en tromba todas las calamidades.

Ante la ineficacia de la investigación y dado que cuantos más días pasaban menos se sabía del caso la opinión de los vecinos fue alimentándose de sospechas cercanas. Había interesados en que fuese Rafael quien apareciese como máximo candidato, no quedando la viuda (¿lo sabía?) al margen de fomentar estos aparentes infundios. Cuando las aguas volvieron a su cauce y la señora consolidó su poder, manejando a su antojo al hijo y heredero natural, decidió que ya no necesitaba al capataz. Hubieron de desplazarse de nuevo al pueblo, abandonando la finca y quedando en la situación inicial; peor aún pues a la vez aumentaba la campaña acusatoria.

Al antiguo aparcero le faltaron los apoyos. Y lo fueron dejando al margen de los trabajos, solo llamándolo esporádicamente y cuando ya no podían acudir a nadie.

Volvieron las malas caras, peores humores. Un buen día a la hora de comer la madre saltó.

—¡Rafael, yo ya no aguanto más!, ¡me voy a Madrid! —era la primera vez en mucho tiempo que se oía a la madre hablar en ese tono, de esa impensada forma. Nadie daba crédito a lo que oía.

—¿Qué estás diciendo mujer?

—¡Que no aguanto más, que me llevo a mis hijos y me voy a Madrid!, ¡que si quieres te vienes y si no te quedas, pero yo no aguanto más en este pueblo de mierda!

—¡Qué..., qué...!, ¿qué harías tú en Madrid? —no salía Rafael de su asombro.

—¿Que qué haría, que qué haría?, ¡pues trabajar como he hecho siempre desde que nací!, ¡nací trabajando y moriré rabiando trabajando como siempre!, ¡qué sabemos hacer los pobres si no! —dio un fuerte golpe con los dos puños en la mesa mientras lloraba de rabia, de impotencia, de desesperación.

Alrededor nadie decía nada, ni el marido. Poco a poco fueron saliendo de su estupor.

Los mayores notaban cómo se abría una luz de esperanza, de mejora, cómo se desvelaban las brumas de un deseado horizonte; los pequeños conjurados por la palabra mágica, Madrid, que era algo que superaba su más dilatada imaginación. ¿Y el padre? El padre fue admitiendo que no era una mala idea, tal vez revoloteó en su seco futuro y el zarpazo de la rutina la espantó, pero ahora, ahora, ¿no se iba apretando día a día el cerco en torno suyo?, tarde o temprano alguien encontraría algo, él se delataría involuntariamente... Si ponía tierra por medio mejor. Madrid era muy grande, tan grande como para que no se supiese más de ellos. Además ¿qué tenía aquí? Con voz pausada pero clara y precisa, como cuando daba órdenes en el campo, habló.

—Bueno, veo que es una cosa pensada; no me opongo, es más, creo que llevas razón. Aquí nos miran como apestados, no nos quieren y tampoco tenemos que agradecerle nada a nadie. No seremos los primeros ni los últimos en abandonar esta tierra. Y, mirad, me alegro que sea así aunque tengamos que sufrir, porque los señoritos, los que siempre han contado con nosotros como si fuésemos sus esclavos, se verán solos y abandonados y... ¿qué harán si no saben hacer nada? ; también ellos tendrán que marcharse, arruinados. Pero esto no se hace ni en un día ni en dos. Haced el favor de tener paciencia, os lo pido. Hacedme caso, no digáis nada a nadie; yo tengo que moverlo de tal manera que podamos vender lo que tenemos sin que adivinen que es de necesidad, porque entonces no sacaremos nada. Todos a callar, ¿entendido?

Estaba claro y todos asistieron.

Por primera vez en mucho tiempo se miraron a la cara los esposos; juntos aceptaban el destino.

Pasaron interminables semanas.

Con cautela fueron haciendo las gestiones oportunas. En la fuente ponían atención cuando se hablaba de Madrid, o de alguien que hubiese marchado allí; al acaso se hacía referencia a las oportunidades de trabajo en la capital, recibiéndose contradictorias informaciones. El padre realizaba los tratos para vender la casa, el mulo y alguna cosilla más. Por muchas precauciones que tomaran no se evitó que la noticia de su marcha fuese en principio intuida y luego confirmada maliciosamente. No sacaron mucho. Habiendo vendido bien el mulo les fue preciso aceptar un precio irrisorio por la casa, ya confirmados los hechos. Lo dejaron todo salvo la poca ropa personal y de las camas, lo más ligero del ajuar y los amargos recuerdos.

Una noche llamaron al taxista, cargaron lo que tenían, dejaron la llave de la casa a sus nuevos dueños y se dirigieron, por la misma carretera que llevaba hacia el cortijo, que llevaba hacia los recuerdos de todos, que llevaba hacia el lugar de la muerte, a la estación del ferrocarril. Ninguno miró al camino anunciado por los robles centenarios.

El estrépito, la magnitud del recinto, el movimiento continuado de trenes, personas, bultos, las voces... Se abría ante sus ojos un mundo inusitado, increíble. Se hallaban penetrando en la catedral del progreso, término de todos sus desvelos y principio de todos sus afanes.

A mi madre pocas cosas le habían causado tanta impresión como la llegada a la estación de Madrid. Merecía la pena hacer un viaje lento y pesado para poder ver eso. Nunca había imaginado que existiesen tantas locomotoras, todas negras, enormes, imponentes como un volcán contenido, los vagones largos vaciando o recibiendo viajeros, tantos, aquel techo acristalado tan alto y amplio que dentro cabría el pueblo casi entero (así al menos le parecía a ella), el olor... Olor desconocido hasta entonces, mezcla de otros muchos olores, ¿así era el olor de la ciudad? No tardaría en comprobarlo.

Con vacilantes pasos, reunidos todos en apretado grupo, avanzaron por el andén sin saber hacia donde ir. Se dejaban llevar por la corriente humana. Agarraban sus bultos de manera convulsa y desconfiada, ya les advirtieron que allí había mucho maleante. Las puertas tenían rótulos cuyo significado desconocían —CONSIGNA, WC, TRAFICO —se les acercó un sujeto con chaqueta y gorra azules, muy sucio, que se ofreció a llevarles el equipaje; no despertaba confianza y olía a aguardiente desde lejos. Lo rechazaron agriamente, sin apenas mirarlo y avivaron el paso hacia las arcadas por donde se leía SALIDA.

Otro motivo de desconfianza era la presencia de tanto militar, soldados, marineros y policías. No eran guardias civiles, eran distintos, de gris y con gorra de plato, llevando no solo la pistola sino también el vergajo, como el municipal del pueblo. No querían llamarles la atención y los miraban de reojo.

Lo que más le chocaba a mi madre eran las mujeres. ¡Qué diferentes!; se avergonzó de sí misma en el acto. ¿En qué mundo habían vivido creyendo que no existía nada más? ¡Qué ilusos y cuánto se habían perdido! Ahora se daba cuenta de lo que habían dejado atrás. Miraba a su padre, a su madre, al hermano Juan ya un hombre, a los dos pequeños y los veía quemados, arrugados, con el color de la tierra en las caras, en las manos, en la ropa que era fea, vieja. Se sintió infeliz.

Y el primer propósito fue el perder ese aspecto y adoptar las formas, modas y costumbres de la capital. No sabía, pobre ilusa, que esa era la ambición de todos los que acudían a la gran colmena. Y que esta colmena se regía por una cruel selección de castas y clases. Y en la lucha por encontrar un sitio en ella caían muchos, quedando desarraigados y fuera de sus preciados límites.

La salida al exterior fue otro choque.

Plaza enorme con tráfico de automóviles y de tranvías, de autobuses y de unos vehículos raros que ni eran autobuses ni eran tranvías, sino las dos cosas a la vez. Ruido continuo, amplificado por la magnitud del entorno, pero también ilocalizable; ruido que venía de todas y de ninguna parte. Y las personas moviéndose de unas partes a las otras cruzando, según observaban, temerariamente ese torrente de vehículos ruidosos y humeantes.

Y los edificios eran palacios. Piedra labrada, cornisas, estatuas enormes de reyes, caballos, seres para ellos no identificables colocados en todo lo alto de aquellas sorprendentes edificaciones. ¿Qué era aquello?, ¡la capital, Madrid, el centro de España, del mundo!... En el centro un guardia con casco blanco manoteando como un loco y dando fuertes pitorradas, ¿a quiénes?, ¡a los autos!, ¿cómo lo entenderían?

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónFebrero 2011
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