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La derrota del persa

Memento mori

Dimas Mas
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¿Testamento? Otro absurdo. Y van... Déjate llevar, logorreico, y suspende la cháchara sin música que te obsede. El leve balanceo de la nave urbana que te acerca a la consulta de Babel es lo más parecido al embate de las olas en la aventura de las horas que contemplas, finalmente, sin inmutarte: ya no luchas contra ellas, ni son el piélago proceloso. Cabeceas, como un triste peluche ante la luneta trasera del automóvil, y acabarás dándote una cabezada, como te descuides, pero no atravesarás el cristal contra el que se venza tu sien.

¿Te sorprende que no haya nadie en la sala de espera, si antes no lo ha hecho el que la puerta estuviera entornada? Tus delirios vuelven a la carga: eres un caso tan extraordinario que el doctor necesita toda la tarde exclusivamente para ti. ¿Habrá novedades en la terapia? Claro que la palabra es plurívoca: fuera de lo ordinario, pero también más que ordinario. No apuestes, no. Ni votes. Estás caliente. ¿Febril? Haces la digestión. Y tienes sudores fríos. ¿Ahora te estudias? Sí, nunca has dejado de hacerlo, pero tú sabes que antes era distinto. Ahora buscas el dibujo del último rictus, su efímero relieve. No son figuraciones tuyas: desde que tomaste tu decisión comarcal se te han multiplicado las canas de los aladares: por mechones, no por cabellos individuales, se te ha ido decolorando el frágil abrigo de tu cabeza de ruina mesopotámica. Puedes tomarlo por presagio, pero ¿de qué?

—Cuando quieras, Darío.

—Voy.

No hay duda de que es una sesión extraordinaria. ¿Por qué su entrada te ha recordado la de Orfeo en el Hades? Muy cabalístico estás tú, don hermeneuta de pacotilla. Estás dispuesto a sorprenderte de todo, y tienes el pálpito desasosegado de quien recela de lo más conocido, como si supieras que por ahí haya de llegarte un contratiempo inesperado, o simplemente el contratiempo..., el que ponga punto y final al tuyo. Te excedes, sí, y cedes al vigor apocalíptico de tus figuraciones, pero no lo puedes evitar, como tampoco que Babel continúe esperando que inicies tu discurso una vez te has ¿acomodado? en el recio diván en el que te ha instalado, con la cortesía de mano torera que se lleva el bicho a un terreno más adecuado y propicio —también propincuo, también...—, sin darte ninguna otra opción.

—Supongo que el día de hoy es un día especial, ¿no?

—¿Por qué te lo parece, Darío?

—Lo huelo, o lo presiento, como más le guste. Además de que hay ciertas señales inequívocas: la sala de espera vacía, la recepcionista ausente, estar aquí en la meridiana...

—¿Dónde, perdón?

—En el diván.

—Que también se llama meridiana, así pues.

—Sí, pero ignoro en dónde y quiénes han llamado así al diván o al cheslón o a la otomana...

—Por palabras no será, Darío.

—Sin sustancia ni referencia, doctor Babel, que vale tanto como nada, como la nada...

—No dejan de ser el primer peldaño de la realidad...

—Pues la escalera de mi vida es una escalera de caracol por la que solo se asciende al vértigo que te abate, que te tumba..., lo cual sucede así que, con ímpetus conquistadores, apenas se han salvado un centenar de escalones... Y si hay claridades meridianas, seguro que también hay umbrías meridianas, o meridianas, como ésta, llena de confusiones...donde trasudar siestas atravesadas por pesadillas y sueños de abominación...

—¿Y llenas de olvidos también, Darío?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque hay caminos que, de repente, se convierten en un cul-de-sac y le dejan a uno, en consecuencia, entre la espada y la pared...

—¿La espada?

—La amnesia te ha conducido hasta aquí, Darío, y en ese diván, en figura yacente, pálido y trasudado, es forzoso que se produzca el arrepentimiento y la conversión, porque la ficción no da más de sí, ni de ti...

—No le sigo...

—No es preciso. Lo que toca es detenerse, suspender la representación y encender las luces de la sala para vernos todos las caras de la verdad, o las de verdad... Los católicos hablan de rendir cuentas, en la última hora, pero como vos no lo sos, católico, supongo que preferís rendir cuentos, ya que tanta afición le tenés a los juegos de palabras.

—¿La última hora por la última sesión?

—También por ella.

—¿Me está pidiendo una recapitulación?

—Tú sabrás, tuya es la iniciativa, tuya la decisión. Viniste libremente y así te irás.

—Me es imposible hacer esa sinopsis que me pide. ¡Nada menos que recapitular! Para eso debería haber capitulado antes mi vida, pero una masa amorfa y babosa como mi vida, ¿cómo admite capítulos? Si lo que quiere que haga es el otro capitular, el común, rendirme, pues ningún problema, porque llevo ya muchos meses así, rendido, y exhausto, incapaz de enfrentarme a mi vida, de afrontarla, derrotado.

—Desenmascaramiento, más que rendición, es lo que te pido: quitarnos las caretas y, como decimos allá, hablar a calzón quitado.

—¿Qué caretas?

—La del olvido, en tu caso; la del engaño, en el mío.

—Ha sido todo una farsa, pues, ¿de eso se trata?

—Yo prefiero hablar de representación, desde luego, o de proyecciones.

—Y hemos llegado al final de la función, al momento en el que al crédulo bobo se le abren los ojos para que se le llenen con las lágrimas de la vergüenza, ¿o no van por ahí los tiros?

—No hay tiros aquí, Darío, sino, en todo caso, tiradores que hemos estado intentando sacarte del pozo negro en el que has caído, de la sentina donde tus sentimientos se han vuelto confusión, desconcierto, angustia y tal vez desesperación.

—¿Tiradores?

—Quien más quien menos todos han querido colaborar para rescatarte, para impedir que te hundieras en la ciénaga oscura de la alienación, de la enajenación...

—¿Todos?

—Ahí aguardan, al otro lado de esa puerta, a que yo les permita entrar para despedirse de ti sabiendo que has vuelto en ti, que vuelves a ser quien eras y que te has recuperado, antes de perderte definitivamente...

—Suena a amenaza, doctor Babel, más que a despedida.

—Suena a tu voluntad, Darío, a tu última voluntad, la que no hemos podido modificar, según parece...

—¿Han intentado, así pues, escribirme mi propia vida?

—Yo no diría tanto, la verdad. Ni tú, por otro lado, lo hubieras permitido.

—¿Cuál era el juego, pues, o la trampa en la que yo, incauto, he caído? ¿Cuál, la calle de la que todos estaban al cabo, excepto yo?

—Bien poca cosa, en realidad, porque salvo seguirte la corriente desde que se han convencido, o yo los he convencido, de que tu amnesia era una impostura que convenía tratar con delicadeza, con tacto, han vivido demasiado angustiados por tu rocambolesca invención torturadora, la que, al final, se ha convertido en ese cul-de-sac del que no ibas a poder salir solo, por eso estás hoy aquí, pidiendo ayuda a gritos, y te aseguro que tenemos todos los oídos bien abiertos para escucharte...

—¿El qué?, ¿la retractación?, ¿una confesión en toda regla? ¿No le parece, doctor Babel, que, tumbado aquí, resulta esta escena un burdo remedo quijotesco? ¿Qué se espera de mí, pues: que diga que tengo juicio ya, libre y claro? ¿Y qué esperan de usted quienes aguarden ahí al lado como buitres carroñeros: que dictamine que verdaderamente está cuerdo, el asendereado impostor? ¿Quién, finalmente, entre tantos, será mi fiel Sancho, quien diga no se muera vuesa merced, señor mío; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, quién? ¿Usted, doctor Babel? No, usted ya tira...; pero lo suyo, más bien, es tirarse... ¿no? A Helena, por supuesto, es decir, en el mío, en el que fuera mío, antes de salir definitivamente de su vida. ¡Qué destinos cruzados los nuestros! ¿O debo decir trufados? Dejémoslo... No parece que sea este el mejor momento, o el más adecuado, para recrearse en las palabras... ¡Ay, recrearse! ¡Ojalá! Aquí ya no hay sino destruir, echar por tierra el pretencioso edificio levantado sobre el humo, sobre los humos... Y hoy estoy de buen humor, ¡al fin!, para eso y para más. ¿Entrarán todos de golpe o uno a uno? ¿Y acabará usted, doctor Babel, entregándome, como colofón, un volumen encuadernado en piel, de la de mis tiras, y diciéndome: ésta es su vida? ¡Qué patético!

—Ni yo ni quienes quieren recuperarte te juzgaremos, Darío: no somos un tribunal. Ni tampoco carreteros de la farsa. Dejame deciros, pues parece que os hirió en lo más vivo, que Helena jamás me dijo que yo os tenía a vos como paciente, lo creáis o no. Ha sido un azar descubrirlo, que mundos tan lejanos hayan acabado por encontrarse. Pero vos sí que sabías, cuando viniste a verme, que Helena y yo... ¿No es cierto? ¿Quién jugaba con quién entonces? ¿Y para qué, sobre todo, decime, para qué?

—Ahí se equivoca, doctor: es imposible que me hiriera en lo más vivo, porque si había algo muerto en mi vida eso era mi relación con Helena. Y acierta cuando dice que éramos mundos, o mudos, lejanos, que tanto da. Y lo seguimos siendo: estrellas apagadas. Reconozco, no obstante, que al elegirle a usted quería jugar con ventaja, aunque en esta última hora de las sinceridades he de confesarle que no supe jamás cuál era el juego y que, en consecuencia, no tardé en desinteresarme de él. Por otro lado, mi decisión exhibicionista volvía innecesaria esta terapia, usted lo sabe bien; pero he seguido viniendo porque, más allá de aquel absurdo morbo inicial, nuestros encuentros me han permitido contemplarme con una objetividad inusual en mí, la necesaria para apaciguarme, que aún no sé si equivale a haber hecho las paces o a guarecerme en ella per in saecula saeculorum, si la muerte es, en efecto, como solemos dar por supuesto, la paz. La cesación sí, y eso me basta, doctor. Quien ha sido víctima de la indigesta grandilocuencia justo es que se conforme con un simple tránsito discreto, silencioso y solitario, desnudo; y cesar tiene eso que jamás he conocido: el marchamo —¡o el voyme!— de la autenticidad.

—Ignoro si quienes están deseando entrar a reencontrarte podrán apartarte de una decisión tan en apariencia firme, pero desde esa serenidad tuya, tan de postrimerías, ¿cómo podría violentarte su presencia, por numerosa que sea?

—Hágase su voluntad, doctor Babel, pues a sus manos encomendé mi espíritu. Pero puestos a elegir, yo que casi nunca he podido practicar ese dramático juego de la elección, casi prefiero que entren en tropel y me rodeen mientras, desde esta claridad meridiana, desde el triclinio que tanto tiene de potro inquisitorial, les confirmo mi regreso a la nada, al ser que siempre conocieron: la encarnación arisca de la ausencia. ¿No es eso lo que desean? Si entraran de uno en uno, ¡cuánto no tendría, este diván de las divagaciones, de féretro de los silencios sellados! Aunque morir en vida, o mejor dicho, vivir muerto, haya sido una de mis fantasías predilectas... Ahora lo que me toca es la resignación, es decir, la reafirmación de que no solo soy quien soy, sino que, ¡además!, lo sé... ¡que no es poco atrevimiento!

—Si has decidido partir, y nadie parece ser capaz de impedirlo, ¿no te conforta saber que ellos se despiden de ti, en vez de hacerlo de ese doble extraño tras el que te has enmascarado para...? ¿Sabés vos para qué?

—Me tentó el renacimiento, pero no hubiera soportado morir dos veces... Hacerlo una es ya excesiva tribulación...

—Les hago pasar, pues. ¿Estás preparado?

—Cuando quiera.

Sí, componte ahora con ademanes de enfermo que repasa el embozo con el envés apergaminado de la mano y esconde el pañuelo con la última flema bajo la almohada. Llegan de visita conciliabuladora, a juzgar por la taimada modosería silenciosa con que van ocupando su lugar en un espacio tan reducido. Entran como un coro operístico y parece que aguarden a que tú entones el aria que llene el aire de melancolía y aflicción para darte su réplica ¿severa?, ¿compasiva? Todo es excesivamente escénico, pero a ti no puede sorprenderte algo así, trampantojero. Ni siquiera te inmutas —¿y por qué habrías de hacerlo?— cuando hasta algunos de tus mendigos vecinos, con el respeto de quien entra en un velatorio, se esparcen por la habitación al tiempo que te lanzan inequívocas miradas de paradójica conmiseración. El círculo que han trazado a tu alrededor se va engrosando con presencias de difícil justificación. Te cuesta trabajo identificar a cuantos, con un silencio oferente, están convirtiendo la consulta en un camarote. Reprime la tentación del bélico alarido: no hay endriagos que alancear, ni dracenas. Te cercan, sí, y te intimidan —que es la única intimidad que tú has practicado—, y te están asfixiando, pero enseguida surgirá de ese orquestado anillo opresivo, como un rechoncho, bigotudo y enérgico domador, el doctor Babel para deshacer el encantamiento. ¡Cómo te desarma el silencio, don dites y direles! ¿Cómo vas a saber por qué ahora comienzan a rotar a tu escaso alrededor? ¿Qué enigmática confusión de lenguas hará restallar Babel para desfacer la barahúnda de silencios tan dispares? Se te clavan como si fueras un segundo Sebastián. Es una rueda sagitaria desde la que, a medida que aumenta su velocidad rotatoria, te llegan sus flechas silentes con una vengativa virulencia inimaginable. Así de repente, caramba, te has transformado tú en eminente y perspicaz hermeneuta de silencios: ¡no se te pasa ni uno! Como gargajos purulentos de sus gargantas enconadas te llegan al rostro en exacto homenaje: ajan al hombre, te aviejan, te quebrantan, ¡y vengan duelos! ¿Es la rueda de la Fortuna? ¿La rueda del Tiempo? ¡Babel se ha convertido en el chamán de la horda y tú eres la víctima propiciatoria, sí, pero ¿a qué dioses ofrecida? ¿Sudas o el fuego te derrite la grasa? Sí, ármate de arrojo y, arrebatado de sonrojo, yérguete y pon fin a la simplicísima dramaturgia mistérica con la única palabra cuyo poder has desdeñado siempre: perdón. Demasiado tarde. El círculo vertiginoso de bacantes extravagantes te ha imantado y no puedes resistirte a su furiosa obstinación. Sigues sudando saín y te encoges como si el rito ambulatorio hiciera retroceder el tiempo y hubieras iniciado el viaje circular a la semilla...

—Fin de trayecto, caballero...

—¿Cómo? Ah, sí... Disculpe, me había quedado transido... ¿Dónde estamos?

—En la última parada: Bonanova.

No es buena nueva, empero, llegar al final del trayecto, ni aun haciéndolo como caballero. Y menos aún llegar tarde. Tienes suerte, con todo, por haber podido salir de ese trasudado sueño grotesco, de esa hordalía infernal. No te han de extrañar esos temblores. ¡Acabas de descubrir lo que debe ser morirse en el transcurso de una pesadilla! Nunca se te había ocurrido, es cierto, que la muerte pueda sorprenderlo a uno mientras una pesadilla lo zarandea acaso con una crueldad merecida. Ya lo sabes. Relájate: el guepardo se te ha subido a las válvulas, ¡a las bárvulas! Lo que tendría que hacer esa bestia esbelta es darte un zarpazo lobotómico y desverbarte como la anestesia te finge, ¡tan verídicamente!, la muerte. ¿Por qué se te viene a la imaginación la escena de los mafiosos asesinados a quienes les cortan los genitales y les embuten la boca con ellos? Sudas porque tienes fiebre, gordo: estás ardiendo. También, también estás... ¡no te atrevas! Intolexicado. ¡Ay! Ahí queda, para tu vergüenza sin consecuencias, que es lo que siempre te ha permitido perseverar en la verdad per se de tu silenciosa enajenación palabreril, ¿o palabral? Para labrarte, en todo caso —y no es inciso baladí—, la desdicha, ¡que ya es incoherencia!

Sería un esfuerzo excesivo y una temeridad ir a la sesión con Babel en este estado tuyo tan lindante con los terrenos de la alucinación febril. Necesitas una cama, seis días de reposo y quizás un sueño de seis horas para saber si sales o no del silencio de la memoria. Nadie puede aconsejarte. Como tampoco nadie puede torcer tu deletéreo designio, ni aunque emerjas de la niebla del olvido con el milagro de la memoria restañada y restaurada. Lo mejor es el correo, desde luego. Vamos, pues, ponte solemne: ¡ya tienes escritas las últimas palabras del futuro occiso! ¿Las mejores? ¡Las únicas! Nada del no se culpe a nadie, cuando leas estas líneas o no he podido soportarlo/me/te/os por más tiempo, tú a lo grande, como siempre: el testamento de un descerebrado, la nota del desapercibidor, el saludo del enfermegalómano. ¡Basta ya, triscante! Por otro lado, el del único hado que cumples, ¿quién eres tú para rectificar los sueños, o las pesadillas?

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Fecha de publicaciónJunio 2011
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