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La derrota del persa

Ensayo de un crimen

Dimas Mas
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Quizás nunca como hasta hoy habías sentido la visceralidad del tiempo, su simple pero exquisito mecanismo biológico. No pasa. Ni pasas tú por él. Tú, necio, eres tiempo, todo tú. Las medidas convencionales, ¿de qué te sirven?, ¿de qué te consuelan o te acusan? La inercia de lo rutinario lleva incluso a que, superado el primer impacto, tu incomprensible y escudante amnesia haya caído en el olvido, o peor, que forme parte de la gran masa de indiferencia que suele servir de anclaje en la realidad, otro alias del tiempo, a la mayoría de las personas.

No existe la novedad permanente, y mucho te temes que ni la efímera. Y aun el horror extremo, convertido en tormento nuestro de cada día, pierde buena parte de su insufribilidad. ¡Cómo se ha acuñado la especie inverosímil de que el tiempo todo lo cura! ¡Como si pudrirse fuera sanar!

Helena y los zánganos pasan junto a ti como lo han hecho toda su vida: sin verte, salvo, si acaso, como un obstáculo que han de sortear. A la amabilidad y el interés de las primeras semanas les ha tomado el relevo la distancia respetuosa y la frialdad que raya en la tenebrosa indiferencia. Ni siquiera eres, ahora, ese mueble desplazado de su sitio que estorba el paso. Sabes que tu decisión para nada los ha tenido a ellos en cuenta, y te consuela, porque en estos momentos no dejaría de ser, respecto a su descuido de ti, una redundancia de mal gusto.

Aun teniendo allá a lo lejos —¡pero cada vez más cerca!— el consuelo del fracaso de tu cuerpo castigado y de tu espíritu de opereta atormentado, no sabes a dónde vas. Entras y sales, sin el patrón tiránico de tantísimos años, y te sientes perdido. Ha habido días, reconócelo, engreído, en que te has contagiado de tu representación, como si hubieras escogido el método Stanislavski, y has temido, horrorizado, caer de lleno en tu trampa y no poder salir de ella jamás. Tortura refinada, y cruelísima, ha sido, y es, esta tuya de la amnesia, cabronazo. ¿Por qué has querido darte el gustazo angustioso de llevar tu descansada representación diabólica hasta el Hades furioso, vocinglero y castrador de tu Instituto?

No te engañes, hipocritón, no ha sido la curiosidad ni la malicia ni el impulso ciego del no sé por qué, sino un enrevesado afán de desquite. No hay más que verlo, hombre, te está quedando precioso. Créetelo, gilipollas. ¡Lástima de melodía, tan insulsa, pobretona y monótona! Ni rabelesiana, ni ravelesiana: de rabelista torpe y vas que chuta; pura queja de gato escaldado o atonal borborigmo de tripas vacías.

De improviso, como un aparecido, con cara de turista extravagante o como inspector de la agencia de investigaciones surrealistas te has presentado en el centro penitenciario —¡por supuesto que nunca mejor dicho, tu inciso predilecto!— justo cuando sonaba el estridente timbre que anunciaba el recreo, la única razón de ser de tantos forzados inquilinos de la ¿benemérita?, ¿desquiciada? institución penal.

Desde el saludo frío y cortante de los bedeles engaritados, quienes no daban la impresión de estar al tanto de tu padecimiento, no has podido escapar del asco incorrupto que te han renovado todos y cada uno de tus encuentros, amén del escabroso lugar de autos, un espacio para el que inhóspito suena como encendido elogio y entusiasta descripción. Has subido las escaleras hasta el aulario y la sala de profesores mecido por alaridos, insultos, chocarrerías y sombrías degustaciones jayanescas de inverosímiles bocadillos inacabables; y al llegar a la sala común de los mártires del sistema educativo te has visto rodeado por los portavoces del hastío —¡y no pocos añoradores del hostión!— que se te han acercado como a una frágil porcelana, olvidándose en el acto, sin embargo, de tus olvidos, y recibiendo con extrañeza, y en algunos casos disgusto, el reflejo de la suya que les devolvía tu rostro.

Estás orgulloso de haber representado tu papel con éxito, pues ha sido precisa la intervención del Director para espantarles a muchos la mosca de tras la oreja . Nadie podía quitarte la sensación de ser lo más parecido a un rarísimo pedrusco extraplanetario del que se espera la posesión de unas cualidades que dejen boquiabiertos a los admiradores que lo rodean con una mezcla de devoción y escepticismo. A medio camino entre el aerolito de la Kaaba y la kriptonita tebeica, te has quedado de una pieza, de piedra, naturalmente, y recibes los comentarios de tus colegas como los pasos rotundos de una reata de curtidos galeotes sobre el empedrado eterno y pulido de una vía romana: chocan contra ti y arrancan chispas mortecinas a tu frialdad de pavimento.

—¡No sabes bien de lo que te has librado, Darío, no lo sabes bien!

—La corrección política ha acabado convirtiendo esto, o eso, que es lo propio, en un correccional, ya lo creo que sí.

—¿Y para cuánto tiempo tienes de baja?

—¿Y de verdad de verdad de verdad que no te acuerdas de nada de nada de nada...?

—¡Casi te envidio, Darío, coño!

—Mira, Darío, te presento a tu sustituto.

Tu desengaño es no haberte encontrado a ti mismo, sufriente y reconocible en la desesperanza de esas voces que disuenan en la charca pueril de quienes, contagiados de la clientela, a ella acomodan sus vidas con la convicción de estar moldeando personas en vez de estar siendo despersonalizados, que es lo que ocurre. ¡Terrible sorpresa mutua, veros frente a frente, uncidos a idéntico desempeño y tan desigual cuerpo y actitud! Has juzgado, como siempre, con excesiva ligereza. Se te ha llenado de horror la capacidad de sorpresa y no le has dado ni la más mínima oportunidad. A punto has estado de salir corriendo, como intentarás hacerlo de aquí a poco por estas carreteras secundarias de dios.

Ocupa tu lugar, es cierto, pero lo hace como un usurpador, y temes que acabe destrozándotelo. La fama del lugar, buena o mala, ahora lo entiendes, no es imborrable. La impertinencia —¿o impertinecia?— de que él lo ocupe como si fueras tú mismo te ha dejado tocado, mucho.

Tu intolerancia, por el contrario, ha sufrido un subidón de órdago cuando has oído, desprevenido, su «en el fondo no somos tan distintos, ¿no te parece?» Lo insólito ha sido que no montaras en cólera y que mantuvieses el decoro de tu personaje con un aplomo que te ha tenido por único espectador. «Yo ya no estoy en el fondo», le has dicho desde la superficie riguroso y balsámica de tu amnesia, «ni creo que vuelva a bajar a él.»

Tus alumnos te miran como alunizados, y sin duda la anónima chiquilla abofeteada se ha escondido para evitar encontrarse contigo. El accidente aparatoso de un chiquillo alocado, mucha sangre y poco daño, le ha quitado a tu visita el protagonismo que todos le reconocían hasta ese momento. De nuevo el parte de faltas, expulsiones e incidencias ocupa el lugar central, como memoria viva de la crónica de una muerte programada.

Habías llegado dispuesto a pasar un buen rato desde la distancia de tu amnesia y te lo ha emborronado todo la sensación de estar diciendo un adiós definitivo, sin la solemnidad que debería acompañarlo. Todos tus colegas ignoran que tienen delante un agonizante en perfecto estado de salud, y los adioses que os dedicáis serán motivo de pasmo futuro, cuando el espectro de tu memoria se instale en esa misma sala durante unas horas, en el hueco que quede entre dos trivialidades y alguna reunión indocente.

Un hueco no muy distinto del que ocupa tu substituto. Ni siquiera sabes bien a qué has ido allá. En modo alguno a buscar confirmación de tu decisión, pues no necesitas mayores avales; tampoco a buscar justificaciones, que te sobran. ¿Has ido simplemente a exhibirte, a divertirte, a recoger el único aplauso posible a tu actuación? Ha sido una visita patética. Querías continuar viéndote a través de las miradas ajenas, porque a eso sí que le has cogido gustillo, no te mientas. Y comprobar, también, si eras capaz de ver tu vida de trabajos forzados con la serenidad de quien contempla las ruinas de tantas civilizaciones levantadas sobre la esclavitud. ¡Cómo ibas a poder, so memo! Tu desmemoria —¡no, no, por Hermes, no te cebes!— de actor aficionado no es escudo de nada, ni anteojos mágicos. Todo es el mismo mismo que a las bestezuelas no se les despega de los labios: la misma herida, el mismo absurdo, la misma estulticia, el mismo desengaño, la misma miseria moral, el mismo sinsentido. No lo niegues, también fuiste allá buscándote, signifique eso lo que signifique. ¿Qué revelación esperabas? Todo lo más una rebelión. No, chistoso, a bordo no, aunque parezca un galeón de bordes, tu Instituto, pero no es nave. Y si lo es, está varada, como una ballena suicida, esperando la muerte por deshidratación...

¿No te cansas nunca? Piernas debería tener tu lengua y corazón tus palabras, para que sufriera tu discurso como sufrirá tu cuerpo de aquí a bien poco. Se te quedan pequeñas las comparaciones ominosas, los denuestos y hasta las burlas carroñeras.

¿De verdad era necesario pasar por un calvario como el que te espera, así que den el pistoletazo de salida en esta fría mañana de invierno? No, gordo, ese escalofrío no te lo ha provocado el frío de esta mañana heladora, sino la detonación de la pistola sobre la sien de Larra.

Después de tres o cuatro regresos a l’Escorxador, en cada uno de los cuales has temido emborronar tu futura gran página extravagante con el chafarrinón de un óbito a destiempo, lo que te privaría de la mítica grandeza aneja a la derrota de la que tu tocayo, el persa, nunca se recobró; después de esos entrenamientos de auténtica ars moriendi, aún no sabes si un descomunal exceso como el de hoy será lo que acabe contigo de una vez por todas, como suele decirse. Ya te guardarás tú muy mucho de que tal cosa ocurra. El recuerdo de Larra, pericompuesto, de pie frente al espejo en el momento de la ejecución, te da valor para resistir, o sea, para moderarte y saber aguardar hasta el día C del crimen que ahora te aprestas a ensayar con insondable narcisismo.

Nadie te puede asegurar que las risas conmiserativas que hoy te dedican en este friísimo rincón comarcal no sean las mismas que suscitará tu muerte a su debido momento y en la más larga e idónea ocasión que se te podría haber ocurrido nunca para el apalabrado fin de tus días. No lo has de descartar. Esperas, ciertamente, que la incredulidad sea la reacción dominante, pero no debes descartar los triunfos de la burla de los necios irrisorios.

¡Ay, cabroncete, cómo te gusta retorcer las palabras para salirte con la tuya!, que no es otra que la autocomplacencia del idiota, para qué te vas a engañar. Con esa desmesurada afición tuya a inmiscuirte, de pasada, en las vidas ajenas —ni siquiera se lo has dicho a Babel: las muchas tardes que te has pasado recorriendo la ciudad en las líneas de metro, saltando de una a otra, horas y horas, puntas y valles, sin desfallecimiento alguno—, ¡te parecen surrealistas las revelaciones locomotoras de esos alfileres que intercambian quilómetros corridos, series, gimnasias, madrugones y abstinencias gastronómicas! Has caído entre ellos como un hipopótamo en una alberca de ranas, así que no te quejes de ser un centro de atención y de pasmo.

Armado con tu malicia congénita intuyes que, en muchos de esos reducidos corrillos que forman los nerviosos trotadores, se cruzarán apuestas sobre si serás capaz de acabar, cuántos quilómetros andarás, en qué momento te va reducir a cenizas el rayo del infarto o si, simplemente, serás capaz de levantar una de tus patorras probóscidas e iniciar la carrera. Algunos se te acercan, crees tú, con la fe belenita de quienes creen en el poder calefactor del vaho del buey, y tú los dejas y combates la tentación de repartir alguna que otra coz a imagen y semejanza de las de esos rituales que sigues con la atención del neófito, o del novicio zen, siempre dispuesto a aceptar lo inverosímil o lo absurdo con tal de que una iluminación súbita le desentrañe el único sentido de lo real.

No ha sido una buena comparación, juguetón prisionero de zenda, como siempre. No te llamaron las musas por el camino de ellas —de las comparaciones—, de trazado sorpresivo, sinuoso y lleno de trampas donde perecen tanto los intrépidos como los apocados, los prevenidos como los incautos, los pagados de sí mismos como los virtuosos de la autodenostación. Y sin embargo, ¡infeliz!, te has pasado media vida intentando recorrer ese camino, ¡tan distinto del que ahora mismo se abre bajo tus pies: una estrecha cinta de alquitrán que se te va a convertir en... ¿Se adivina? Tatachín, tatachín: nada por allá, nada por aquí... ¡Alehop!: ¡una cincha! Sí, señor. No caballero, y mucho menos hidalgo, y ni por asomo ingenioso, sino mera caballería, y, por la estampa, engañosamente percherona. Y respecto a ese rimbombante y zambombado «sentido de lo real», que te ha deszentrado, ¿pues qué coño vas a decirte, prestipalabrador, sino que no tienes ni puta idea de qué hostias estás hablando? Sí, sí, claro, adelante, que dé un paso al frente el airoso flatus vocis. Ya lo tienes ahí, aseadito y servicial, pero insignificante. Todos tus latinajos, ¿qué son sino latigazos sordos contra la oscuridad?

¡Anda, anda, déjate de alicaídos vuelos, échate a correr a tu aire y que ni se te ocurra pensar que la escasa masa de la que no formas parte, desengáñate, pueda llevarte como en Volandas, maestrucho! ¿Por qué va a ser deshonroso caminar, paquidermo? Casi no has empezado y ya percibes la carrera depredadora del guepardo que te cruza el pecho. ¡Ojo! ¡O cabeza, mejor! Las piernas acabarán yendo a su aire desordenado y zumbón, por eso no has de preocuparte. Ya estás al otro lado del cristal, y hasta es posible que te puedas reconocer en algún dominguero metido en su pecera móvil, echando sus malos humos y quizás soportando —hecho un fámulo de su familia— los reniegos e imprecaciones ahumados por la indignación. ¡Qué puta manía narcisa la tuya de quererte ver siempre desde fuera! Te has expoliado a ti mismo, te has desocupado para verte mejor y no has descubierto sino lo que deberías haberte imaginado que dejabas en tu lugar: el vacío. Por eso te has afanado en rellenar el muñeco, ¿de qué?, ¡pues de borra, naturalmente! Y has doblado la oquedad del pelele, aunque tuvieras que hacer de tripas corazón para reconocerlo como hijo de tus anodinos desvelos.

¡Despierta, gordo! Tanto vacío no te hace ligero, iluso. Vas ahogado y a punto de que el guepardo te alcance el cuello bocioso del corazón, gacelita... ¡A ver si no! ¿Fracaso? Fracaso clínico va a ser el tuyo, y generalizado, si te empeñas en seguir sacando pecho y en querer pedalear sobre esas caderas de clavileño que te anclan en el asfalto. Por supuesto que no vas a poder acabar la carrera, ¡cómo se te ocurre pensar una cosa así, necio! Lo que has de vigilar es no acabar contigo antes de tiempo, insensato. ¡Qué poca cordura siempre la tuya, soberbio! Quizás porque la hinchaste de corazonadas tan frías como tus desengaños: auténticos cadáveres del deseo.

Te sorprende no haberte quedado solo, ni el último, a pesar de tantísimo rato como has caminado, pero está a punto de acabársete el demedrado consuelo: los tres supuestos andariegos que cerraban el cortejo, escoltados por el coche de la organización, están próximos a darte alcance y rebasarte, dejándote colgado de ese farolillo rojo que levantarás como Diógenes para sosiar su búsqueda.

Pues claro que van corriendo, aunque con una zancadita más corta que la propia del caminar. Suficiente, sin embargo, para adelantarte y, ¿para tu envidia?, desaparecer de tu vista tras la cima de esa lomilla de acusado descenso, a juzgar por cómo han ido desapareciendo tras el estrecho y elevado horizonte de alquitrán donde tienes fijada la vista, como agarrándote a él para halar de ti y hacerte más llevadera la ascensión. ¡Hostias! Ahora sí que te han dado un buen estoconazo: a echarse al arcén —que no hay— tocan, y a continuar bajo tu enterita responsabilidad, pues andas —¡imposible reprocharles la guasería!— fuera del tiempo previsto por la organización y, sobre todo, porque se necesita el coche escoba más adelante para una urgencia: alguien se ha roto el tendón de Aquiles.

El último aviso, que se reabre la carretera al tráfico, tiene más de cruel descabello que de puntilla, por lo alevoso. La realidad, no obstante, siempre guarda un tormento que añadir a sus refinadas vejaciones. ¿Dónde coño se ha metido el trío del poquito-a-poco-paso-a-paso-hasta-la-victoria-final! No seas burdo, atletilla, y no te palpes tu miedo encarnado para cerciorarte de que no vuelves a estar tumbado y agonizante, como un jabalí que hubiera sido atropellado al vadear el extraño río negro y seco que atraviesa sus dominios. ¡Mira qué bonito juego retórico el de la puta bifurcación a la que has llegado! Pues sí, gordo, de poco te vale el sentido de la orientación en este espacio agreste, aun siendo tan agrícola. Y te perderás, lo estás viendo. Te azuza el frío y ya estás arrepentido de haber hecho el canelo viniendo. Apenas has paso por can y, ¡zas!, helo aquí que viene saltando por las montañas con sus fauces abiertas y espumarajeadas, golpeando el tuétano de tu miedo con los estentóreos ladridos que te inundan de estertores.

¡De qué fantasma cánido huyes, insensato! Deja de correr así, o volverá a degollarte el guepardo contra el que no puedes competir, del que no puedes escapar. ¡Estás rozando el límite, cruzando el umbral de lo conocido!

Todo parece irrelevante, por agresivo que sea, frente al frío glacial que te hace tiritar con solo imaginarte yacente en esa tierra cultivada a cuya fecundidad pone límite la serpentina del galipote infantil. Ahora sí que vas perdido y es la tuya una carrera fantasmagórica, así vestido, por esos campos cubiertos de una niebla baja que parece cubrirlos con una manta acogedora y caliente. Empiezas a ponerte nervioso, porque no sabes cuál puede ser tu destino, adónde puedes ir a parar. Y esa ignorancia te duele, no porque sea presagio del fracaso de tu bel morir, sino por ser recordatorio de tu vida peciosa, desperdiciada. Pero no puedes quejarte, el pasado inmodificable siempre te escupirá a la cara el desprecio acusador de su lapo.

¡Qué cansancios tan dispares se ceban ahora en ti! ¡Y se suman! Estás a punto de colapsarte, y de esguinzarte hasta el entrecejo, y de torticolizarte, de tanto mirar en derredor como un mochuelo, o como una liebre amenazada. Das pena. Y resultas ridículo. Y echas de menos tu pereza oblomoviana, de cama y pijama, de sesteo y trasposiciones, de siestas canónigas y cabezadas varias.

¿No tienes nada mejor en que pensar, titán de la ruta? Ni se sabe cuántos quilómetros llevarás, pero sí sabes que te queda una eternidad, y con absoluta propiedad, si no aflojas ese galopillo cobardica que te empuja ¿hacia dónde? No te lo recuerdes, leche. Confía en el camino trazado por la mano mercadera del hombre. No hay ninguno que no lleve de un vendedor a un comprador. ¡Oxígeno! y un buen par de piernas es lo que tú comprarías ahora mismo, ¡y una garrafa de agua también!

Sigue, no te prives. ¿Tu travesía del desierto? Imposible. Tu decisión te ha metido en él y ya no podrás salir, sino con la boca y los ojos llenos de arena, casi como los llevas ahora: ciegos de temor. Tú no atraviesas nada. Tu única travesura será la angosta de la última puerta, por la que se sale y es imposible volver a entrar, porque te escapas del gran incendio, de la consumación, y porque tu salida clausura el tiempo, te desustancia, cuerpecito sabrosón, peonza descomunal.

¿Pues qué te pensabas? ¡Nos ha jodido que eso puede ser una lesión! Ni se sabe cuánto hace, ¿desde que has empezado este torpe ensayo semigeneral?, que sientes las piernas como si fueran tus músculos bloques de mármol que, al moverse, cayeran sobre tus huesos con una violencia que te martiriza. Los gemelos, sin embargo, ya no se mueven, se han solidificado y, a cada zancada, los percibes como una espada que llevaras clavada de forma permanente. Casi deberías escoger la parte del cuerpo que haya escapado del desastre, porque desde los pezones que te sangran, sin duda por el roce de la camiseta, hasta la cara interior de los muslos que te arden, porque han ido frotándose uno contra el otro como los antiguos palitos que acaban produciendo la chispa del fuego, pasando por lo que supones que deben ser unas ampollas descomunales o lo más parecido a la despiadada uña incarnata, aunque tampoco te atreves a parar para cerciorarte, por miedo de no poder volver a meter los pies en los cepos, tu cuerpo es ahora mismo lo más parecido al de un torturado. ¿De verdad, de verdad, de verdad que no puedes renunciar al tortugado...?

Ahora no va de última ni de primeras horas, ahora no hay discursitos ni logorreas ni ludismos verbales que valgan; ahora, animal herido, venteas el escasísimo olor del agua ozoneada y desearías poder orientarte para llegar cuanto antes al coche y regresar hacia esa visión paradisíaca para entrar en ella y tomar posesión del consuelo con la dignidad de un cónsul derrotado.

¡Ahí estás ya, de nuevo, en el duro lecho de la cuneta, panza arriba, ahora sí que propiamente como una tortuga desesperada, inmóvil! Por supuesto que te han fallado las piernas, que se han negado a dar ni un paso más y, como tu lejanísimo primer coche de tercera mano, te han dejado tirado donde Cristo dio las tres voces: polvo de nada en tierra de nadie. Quizás no hayan sido las piernas, pero tampoco estás tú, en un trance así, como para entretenerte en diagnósticos. Ni puedes ni quieres.

Como un animal de fondo —y bien fondón— has sido atropellado sin miramientos. Hermano del tardo y obeso chucho destripado en el arcén de la autovía te sientes. Sí, sí, hombre, respiras, transpiras y hasta inspiras, pero una piedad impracticable. Has tenido tino y medida: semimuerto, simplemente. Has sabido preservarte con el instinto escénico que te es connatural. ¿Y entre tanto jadeo juanramoniano te vas de excursión a la semilla? ¡Estiércol, pedazo de bobo, eres tú ahora mismo del campo hacia donde has conseguido arrastrarte para evitar que un auriga despistado te arruine la función por venir! O cizaña, que crecerá como el lado oscuro de la espiga granada, como su sombra borde.

—¡Amigo, amigo! ¿Tú te estás bien, amigo?

Reconoces al caritativo Almudena y a sus compatriotas, pero te está costando dios y ayuda contestar a su generosidad.

—¡Bien jodido!

Las tres blanquísimas risas dentales les alivia y te alivian, aunque tu jadeo te martiriza las costillas y temes el momento en que los tres árabes decidan ayudarte a que te pongas en pie, si es que se bastan ellos tres solos para la caritativa labor. ¿Cómo que no puedes renunciar a lo del «tricornio árabe», don asociaciones? Tú los has distinguido, aunque con borrosa visión insolidaria, pero ellos te deben haber visto la mirada demasiado extraviada, vuelta, quizás, hacia no se sabe qué metas lejanas y absurdas. Ya los ves mejor: tres bultos estilizados, fibrosos, correosos. Tres auténticas estampas de atleta frente al atletón estampado que eres tú, espatarrado sobre los bancales donde quizás ellos se desengañan del sueño del primer mundo que les ha llevado hasta los fértiles terrones ajenos. ¿Bastará su fuerza para devolverte a la verticalidad insoportable? ¿Te fallarán las rodillas, o los tobillos, y caerás humillado como un petimetre beato?

—Por aquí no carrera, amigo.

—Carrera otro camino.

—¿Tú querer nosotros llevar a ti con otros agletas o querer seguir solo?

—El otro camino no muy lejos.

—¿Tú sentir bien o nosotros llamar médico?

—A ver si...

Te coges a ellos con tus manazas temblorosas y la mirada suplicante. ¡Cómo no te van a entender! El desvalimiento es un mensaje universal, alcornoque, e inequívocos sus signos, tú deberías saberlo. Ahora lo único que sabes es que eres un bebé de ciento diez quilos abandonado a su suerte por una madre avergonzada, y que tus tres padrinos no escatiman esfuerzos para incorporarte. ¡Menudo viaje a la vertical! ¡Y este vértigo! ¿Dónde están tus benefactores? ¿Flotas? ¡Atención, te hundes, te desmoronas...! Peso muerto eres sobre las tres cuñas que te mantienen como un trébede que sostuviera el macetón ¿de qué?, ¡sí, hombre, de una secuoya enferma, ya puestos, hala, por qué no desbarrar como de costumbre, a lo grande!, que para eso nunca te fallan las fuerzas, incontinente. No, ahora no ves nada. Tienes tres muletas clavadas en las axilas y en la espalda y solo percibes el temblequeo infantil de tus piernascos, como si subiera de la tierra cultivada una vengativa descarga eléctrica que te torturara.

—Tú valiente, amigo, pero no fuerzas para seguir. Tú mucho cullons, pero nosotros llevar a ti al pueblo de la carrera, ¿si, amigo?, ¿parece bien?

¡Ahí vas, más peso muerto que nunca, arrastrado como una res abierta en canal! ¡Aún existen!, porque es un Seat 850, sí. Ni fuerzas tienes para fabular un mediocre secuestro del tres al cuarto... De mareado copiloto de la caridad islámica vas, bien sujeto con el cinturón y devolviendo resoplidos de buey a la asustada mirada del auriga, pues si te vences contra él acabaréis los cuatro saliéndoos de la calzada y quién sabe si volcando.

—¿Ya mejor, amigo?

—Mejor, sí, creo que sí. No tengo palabras para agradecerles lo que están haciendo por mí, de verdad.

Te quedas callado porque te ha sorprendido que el lugar común haya dejado de serlo y se haya convertido en un mudo espacio íntimo creado por la sinceridad. Te cuesta creer, y aceptar, que tú no tengas palabras, pero así es. Además, tu inclinación al agradecimiento es tan mínima que, de haber forzado esa otra verticalidad incombable, inabatible, ¿qué te hubiera salido? Palabras, sí, o palabros, auténtica charlatanería del mercado afectivo: ¡Bueno, bonito y barato! ¡Al rico agradecimiento! ¡Agradecimientos de primera, para la señora y el caballero! ¡Una joya, oiga! ¡Vengan, vengan, que se acaban, que nos los quitan de las manos!

—Está bien, no te preocupar.

—Todos personas, ¿no?

—¡Ojalá! Ustedes sí, pero no todas son como ustedes, las personas, y ustedes lo saben bien, seguro.

—¿Cómo se dice? Ah, sí: hoy por ti, mañana por mí, ¿sí?

Si has conseguido indicarles dónde habías aparcado, no son necesarias más demostraciones de que puedes volver solo a Barcelona. Te ven de pie y ríen alborozados como niños, o como el equipo de urgencias que logra recuperar a un infartado por los pelos ralos de la ocasión. Te dan palmaditas en la espalda como si realmente hubieras ganado la carrera, o como la última comprobación de que no te vas a caer de bruces apenas hayas recibido el afectuoso golpecito que verifica tu restablecimiento.

En el momento de la despedida, una vez te has puesto el chandal por encima, has cogido el billetero de la bolsa donde llevas la ropa, has sacado quince mil pesetas y trazas una media luna ante ellos para indicarles que se las repartan.

—No, no, por dios, gracias, no necesario, muchas gracias, amigo.

—Para nosotros alegría que tú estás bien, sí.

¿Te has visto alguna vez más ridículo que insistiendo en tasar la bondad? ¡Qué estúpida y prepotente lucha de burguesito malsín y cínico caído del caballo! Vas de unas manos a otras y todo se vuelve un torpe aleteo de tentaciones y negaciones, un mercadeo sin sentido, pues ni hay mercancía ni comprador.

—Está bien, no insisto, pero cojan, al menos mi dirección y teléfono y si bajan a Barcelona algún día, no duden en venir a comer o a cenar conmigo y con mi familia. ¿Vendrán?

—Eso sí, amigo. Nosotros ir, sí, un día, gracias.

—Cualquier día, a cualquier hora.

—Sí, amigo, seguro.

—Y tener mucho cuidado con las carreras: muy peligrosas.

—Lo tendré, ya lo creo que sí. Muchísimas gracias por todo.

¿Has oído «alios» o «adiós»? Desde que te chocó su mimetizado «no, no, por dios, gracias», tan propio de la tierra a la que entregan sus días, llenos de interminables horas de esclavitud mal recompensadas, ya no seguiste apenas el protocolo de despedida. Su espontaneidad verbal te representó la facilidad con que las palabras se convierten en la segunda epidermis, configurando la apariencia, el yo que los otros identifican y en el que casi nunca nadie se reconoce, o del que, a menudo, casi todos se sienten tan distantes.

El silencio ha sido siempre tu gran aspiración, tu más noble objetivo. Has regresado casi como saliste, estando tu casa sosegada. Entonces dormían todos. Ahora no hay nadie.

¡Ah, si este ensayo, hoy criminal, te hubiera pillado veinte años antes! ¡De qué no hubieras sido capaz, para desquitarte de la humillación sufrida! Ahora ya, sin embargo, todo tú no eres sino un párvulo ajeno, como no podía ser de otra manera, la quintaesencia de otra derrota en otra guerra, la del cerdo. Ahí lo tienes, como el epígrafe de tu imposible autobiografía: «Vidal pensó que sin duda llega un momento en la vida en que, haga uno lo que haga, solamente aburre. Queda entonces una manera de recuperar el prestigio: morir.»

Desde que la aislaste hasta tu hoy semidifunto han pasado muchas cosas, fingidas y reales, que te permiten entredichar tu retrato trazado por pluma ajena: tu amnesia ha soliviantado, bien que livianamente, las anodinas y monótonas vidas de cuantos te rodean, y tu muerte en modo alguno te hará recuperar el prestigio, excepto el de prestidigitador de absurdos, sino conquistar el más oscuro de los olvidos. Sombra eres y a la sombra has de volver. El polvo ya constituye una presencia demasiado compleja, tratándose de ti.

Tienes plazo fijo, eso sí que es verdad. Lo que no sabes es si aguantarás hasta entonces. ¿Qué otras aventuras, como la de tu ensayo criminal, llenarán tus días de espera? Claro que tienes tela cortada, por supuesto. La virtud máxima de la especie es complicarse la vida sin apenas esfuerzo. Tanto que a todos les parece que se les complica sola. Y a muchos que se la complican. Olvídate ya de futuros imperfectos y entra en el presente eterno de lo que fue tu pretérito.

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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónAbril 2011
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