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La derrota del persa

III. Estimación objetiva singular

Dimas Mas
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Pudo más en ella la sombría impresión que la insospechada revelación de aquella fraternidad conflictiva que parecía un espejo de la nuestra, si le quitamos lo de conflictiva, claro, porque entre Marga y yo nunca hubo la más mínima tirantez, ni una palabra más alta que otra, hasta que pasó lo que pasó, por supuesto. Pero Marga, para entonces, ya había dejado de ser ella, quien siempre había sido. En el fondo, doctor, tengo la extraña sensación de haber matado a una usurpadora, como si el maligno se hubiera apoderado de ella, la hubiera poseído y yo, a mi vez, hubiera practicado un exorcismo dramático, pero inevitable. La lástima fue no poder salvarla antes de que se despeñara totalmente por el abismo de su furor sexual, que ella disfrazaba de pasión amorosa, aunque a mí no me engañaba. ¡Y cómo hubiera podido hacerlo! En un convento se sabe muy bien qué poder tiene la carne insatisfecha. Yo misma, y me causa infinita vergüenza reconocerlo, he tenido que luchar a brazo partido y cilicio batiente contra esa húmeda tentación que te inunda la imaginación de representaciones diabólicas dispuestas a amputarte las manos para luego usarlas contra ti, sobre ti, en ti, por ti, entre ti, bajo ti y... Sí, doctor, conozco perfectamente el poder del arrebato al que resulta casi imposible sustraerse si no se posee la fortaleza que sólo confiere la fe. Pero dejemos mi humilde heroísmo y sigamos con lo que ocurrió tras haber escuchado Marga las sorprendentes revelaciones. Le estaba diciendo que se asustó, que se acobardó. Y no podía haber sido para menos. La saturnal expresión de Faustino cuando le hablaba del rencor que sentía hacia su hermano Eladio le causó una impresión tremenda. En los ojos apagados de su confidente, de un gris ceniciento, debió entrever Marga algo más que la mera posibilidad de la tragedia: el plazo de una ejecución ineluctable. Faustino se convirtió, de repente, en una amenaza que la hacía temblar. Durante una semana, después de las revelaciones, se invirtieron los hábitos en ambos. Ahora era Marga quien, en la oficina, no le quitaba el ojo de encima. Lo miraba y se lo representaba intentando matar a su hermano de mil atroces maneras: estrangulándolo; arrojándolo desde lo alto de la Sagrada Familia; empujándolo a la vía del metro; ofreciéndole, con una sonrisa siniestra, un café con leche endulzado con cianuro; atropellándolo al dar marcha atrás en el aparcamiento; clavándole un afiladísimo cuchillo de cocina en el cuello para quitarle, al tiempo, la voz y la vida... en fin, ni recuerdo ya la lista truculenta en la que Marga, curiosamente, parecía complacerse, a pesar del escalofrío permanente con que la repasaba... Lo veía escribir en sus cuadernos y llegó a la conclusión de que en ellos trazaba, uno tras otro, hasta encontrar el definitivo, los planes para asesinar a su hermano. Lo que más lamentaba fue no haber aprovechado la ocasión en la cafetería para, al amparo de aquella insólita intimidad compartida, y con el atrevimiento que jamás había tenido para nada, pedirle que le dejara leer la carta que estaba escribiendo, o el borrador... ¿Se da cuenta, doctor, de que, en el caso de Faustino, un borrador era lo único que podía escribir? Por eso le dijo a mi hermana que no sabía si la acabaría enviando. ¡Imposible! Seguro que Faustino sólo escribía borradores, porque lo que él quería era suprimir a Eladio, y enviar una carta sería su mayor fracaso: reconocerlo, aceptar su existencia... todo esto en el caso de que el tal Eladio haya existido, pues a mí me sigue pareciendo que todo fue un hábil montaje de Faustino para atraer el interés de Marga hacia su persona. Y si existe, pues peor para él. No sólo se ha quedado sin hermano, sino, sobre todo, sin la oportunidad de haberse congraciado con él, que no es poco dolor. Y sé de lo que le hablo. Cuando tuve que matar a Marga ésta ya no atendía ni a razones ni a ruegos ni a cariños. Fue, la nuestra, una despedida sin palabras, y sin rencor. Su última mirada, además, fue de perdón. «Gracias» es lo que leí en sus ojos mientras, agarrada a mí, se iba deslizando hasta el suelo sin que yo pudiera sostenerla: ¡así pesa la muerte! Me he contagiado, doctor, y le pido disculpas, por la truculenta visión que se apoderó de Marga durante más de una semana. Se deshizo de ella cuando Faustino la abordó un viernes a la salida del trabajo y la invitó a acompañarlo en una de sus correrías urbanas, cámara en ristre. «Las ciudades son como las personas, nunca se acaba de conocerlas del todo», le dijo. Ella asintió y aceptó encantada la invitación. Tenía que ponerse ropa y zapatos cómodos, porque se pasarían la tarde andando. ¿Por qué le mintió Marga diciéndole que a ella le gustaba muchísimo caminar? ¿Se inició entonces la cadena de despropósitos y de pequeñas mentiras que, acumulándose, acaban desfigurándolo todo, hasta volverlo irreconocible? Él tuvo que darse cuenta de que las zapatillas deportivas que llevó Marga eran de riguroso estreno, seguro. Aquella tarde comenzaría a saber, no me cabe duda, que su presa no tardaría mucho en convertirse en botín. Desde esa perspectiva ha de entenderse que la expedición sabatina no fuera, a la larga, el fracaso que fue. La propia Marga se ridiculizaba a sí misma al contarme su enfado y su escándalo porque Faustino la hubiera llevado a conocer el barrio chino: le pareció un insulto y una humillación. Si hubiera seguido su primera intención, marcharse, y dejarlo solo en aquella inmundicia, en aquella sórdida degradación humana, hoy no estaría yo lamentando su pérdida ¡y la mía! Pero no lo hizo. Siguió junto a aquel hombre desgarbado y malencarado, con tanto temor como curiosidad malsana, aunque le repugnara alimentarla. La esquina de Ramblas con San Pablo le pareció, al situarse frente a ella, como un sumidero por el que caería en las cloacas. El olor agrio, montaraz, un hedor en realidad que le dificultaba la respiración y le amargaba la saliva de la boca fue lo que más la impresionó. A media tarde había un ajetreo de mujeres que entraban y salían de peluquerías tan numerosas casi como las barras americanas llenas de música, algunas putas y ningún cliente. Al tufo de las cloacas se sumaba el de los pollos a l’ast, el de las frutas macadas de los colmados y el de una infinita variedad de perfumes baratos, incapaces, sin embargo, de provocar la sensación de que en aquel espacio laberíntico oliera a limpio. A la altura de la calle Robadors, un mísero callejón cuya desgraciada fama incluso había llegado a los castos oídos de Marga como el colmo de la depravación que caracterizaba a todo el barrio, mi hermana se agarró del brazo de Faustino con una fuerza insólita, pero de un modo natural, como la doncella que no duda en aceptar el amparo del caballero que la ha salvado de las fauces del dragón o de la tiranía de un atrevido e insolente raptor. En un gesto protector, que ella agradeció en aquel momento, pero que le disgustó después, él golpeó levemente sobre sus manos, como dándole la bienvenida a su brazo o acaso como presumiendo de su capacidad para defenderla de cualquier peligro. Atravesar la calle adoquinada, oscura y maloliente, en la que se apostaban, a las puertas de antros tenebrosos, algunas putas de tetas enormes y caídas, con salientes barrigas grotescamente acentuadas por las faldas ceñidas, les deparó a ambos, sin embargo, un triste motivo de diversión. Marga decía que se debió al contraste entre Faustino y ella el que algunas de aquellas mujeres los tomaran por extranjeros, además de por la máquina de fotos, claro. Y les gritaban si foquin, foquin, con los tu, y decían chíper, chíper, entre risas y miradas de admiración por aquel contraste. Ni él ni ella se atrevieron a decir nada, para no estropear aquel malentendido. Pero lo sorprendente, y lo indignante hasta casi la humillación, fue que Faustino, mediante señas y un castellano americanizado pidiera permiso al reducido corro de cuatro putas para hacerles una foto con su espousa. «Pue’ claro que sí, quiyo» «Ven tu pacá, estreya de sine» «Hacel’le sitio» «Una sonrisa, niñas...», recordaba Marga aún las voces de aquella escena al recontármela, avergonzada. Faustino repitió hasta la saciedad su mezcla de grasias y zanks y después regresaron sobre sus pasos para continuar por San Pablo hacia la iglesia románica que tanto contrasta, al parecer, con lo que la rodea, y después de negarse, horrorizada, a atravesar por la calle San Ramón hacia la cercana Conde del Asalto. Junto al templo, quizá inspirada por la cercanía de la santidad de la casa de Dios, se rebeló contra Faustino y le afeó su conducta. No llegó a insultarle, pero sí le dijo, con la mayor de las firmezas, que la fotografía que acababa de hacer la consideraba un insulto, tanto para ella como para aquellas pobres mujeres, que bastante tenían con lo que tenían como para que fuera él a burlarse de ellas; y que no le parecía ni medio bien que la hubiera utilizado de esa manera infame. Igual no llegó a decirlo exactamente así, porque Marga no tenía el don de la expresión, desde luego, pero esa fue su intención, estoy segura. La respuesta de Faustino, «¿y qué sabe nadie cómo puede llegar a acabar cualquiera?», la dejó estupefacta, al tiempo que intrigada. «Ha sido un acto de amor, créeme», añadió, para acabar de confundirla. Y luego se encastilló en un silencio del que no salió durante el poco rato que duró su travesía hasta alcanzar la boca del metro de Atarazanas, por donde, al descender a otras profundidades, ponía fin a su carrera sabatina y comienzo a un desencuentro que duró casi un par de semanas, y en el que sólo se cruzaron miradas, de mesa a mesa, y levísimos esbozos de sonrisas forzadas. A pesar del fracaso de la excursión, mi hermana estaba convencida de que, de algún modo indefinible, había establecido un vínculo con su enigmático compañero de sección. ¿De dónde había sacado, por ejemplo, ese desparpajo para la breve representación que hizo, tan convincente además? Esa faceta teatral de su personalidad contribuyó al fortalecimiento del vínculo indefinido que ataba a Marga a aquel hombre. Y luego le diré por qué digo exactamente «ataba». Hubiera podido ganar cualquier apuesta en la sección acerca de la capacidad dramática de Faustino. Pero a lo que Marga seguía dándole vueltas era a la excusa con que quiso apaciguarla: «Ha sido un acto de amor.» No lo entendía. ¿De qué amor se trataba? ¿Hacia quién? ¿Era el amor compasivo de la caridad cristiana? ¿Una perversión? ¿Formaban, aquellas mujeres, y ella en medio, únicamente parte del paisaje, como el rótulo del bar, los adoquines de la calle o los balcones llenos de ropa tendida al escaso aire corriente, que no al sol? Se volvía loca intentando hallar una respuesta comprensible, ya que no convincente. Porque a ella nadie la podría convencer de que no había estado muy mal hecho lo que hicieron, que había sido casi una canallada, una bajeza moral. Y así pasaron los días, escrutándose mutuamente, tanteándose en silencio y a distancia para calibrar cuándo y cómo reiniciar su relación, puesto que ya hasta parecía natural hablar, en efecto, de una relación entre ellos. ¿Cómo era posible que, habiéndose visto fuera del trabajo tan pocas veces y tras una sola cita, mi hermana creyera firmemente que tenía «una relación» con Faustino? Las mujeres somos muy sensibles al paso del tiempo. Nuestro cuerpo es una especie de reloj cuyas medidas sólo nosotras conocemos. Supongo que Marga, sin ser consciente de ello, se vio empujada por ese reloj cuyas horas vitales decisivas suenan como auténticas tracas finales de los fuegos artificiales, como para despertarnos, precisamente, de los juegos de artificio en que pueden convertirse nuestras vidas a poco que nos descuidemos, y perdone este juego de palabras tan soso y pretencioso. No ha sido mi caso, desde luego. Yo opté por vivir al margen. Abracé mi estado y rompí en mil pedazos ese reloj, aunque algún día, como por arte de magia, se recompondrá y me recordará todo lo que perdí y no añoré. ¿Lo añoraré entonces? Lo ignoro. Pero Marga sí que oía cada hora, cada minuto y cada segundo de ese reloj. Lo que no sé es si aún pensaba en casarse y llegar a tener hijos, como alguna vez había dicho de joven que le gustaría hacer. Quería, la pobre, lo que quiere todo el mundo, casi el cien por cien de las mujeres: un marido que la idolatrase; unos hijos preciosos, una casa en la que sentirse una reina y nada más. Pues eso, lo que todas. Y con esas limitadas y vulgares aspiraciones acabó la pobre cayendo justo en el extremo opuesto: en la singularidad de una relación tormentosa y depravada que la convirtió en..., bueno, ya creo habérselo dicho antes, ¿verdad? Pues durante un cierto tiempo Marga no dejó de darle vueltas a la extraña sensación que tenía de haber establecido un vínculo que no sabía si era de su agrado o no, aunque a juzgar por tanto y tanto como pensaba en ello, bien claro se veía que no le disgustaba. Me confesó que la inquietud que le producía Faustino era una mezcla, casi a partes iguales, de atracción y repulsión. Sí, claro, la dramática historia de los dos hermanos enfrentados había despertado su curiosidad, desde luego, pero era sobre todo su persona, él mismo, su forma de hablar, su cortesía desusada, su mirada enigmática, la suavidad casi femenina de sus gestos lo que la atraía irremisiblemente. Su buen corazón, que Marga siempre lo tuvo, y sería muy injusto negarlo u ocultarlo, seguro que la empujó hacia él con la secreta intención de hacer cuanto estuviera en su mano para ayudar a Faustino a reconciliarse con su hermano Eladio. Tras aquellas dos semanas de alejamiento tan íntimo, permítame que lo diga así, Marga no pudo aguantar más, se acercó a él y le dijo: «Faustino, necesito una explicación.» «La tendrás», fue cuanto dijo él. «Hoy mismo», insistió ella, acorralándolo. «Como quieras», concedió él. Marga regresó a su puesto con la duda de si la respuesta definitiva con que volvía era una promesa de sinceridad o el anticipo cínico de una nueva representación. De lo que sí pudo percatarse fue del orgullo con que Faustino la acogió en su negociado. Y le llamó la atención porque hasta ese momento jamás había dado la impresión de ser un hombre afortunado por llevarla junto a él, siendo además él como era, más que quien era. Con todo, no le dio importancia: se merecía ese desagravio. En realidad había regresado sin un compromiso serio, de ahí que decidiera aguardarlo a la salida y exigírselo, antes de irse a casa a comer. «Te invito a comer», le dijo él, sin esperar a que Marga le plantease su exigencia. «¿Por aquí?» «No, en mi casa. Cociné ayer por la noche y sólo tenemos que calentar y servir.» ¡Otro momento decisivo!, como el de la aceptación de la salida sabatina, pero mucho más comprometido: ¡su casa! ¡Faustino en los fogones! Se lo representó en el acto con un mandil atado a la cintura y metiendo el dedo goloso en una salsa recién hecha. ¡Pero se lo imaginó desnudo bajo el delantal! Y no me supo explicar el porqué de su imaginación extravagante. Al principio, la sola idea de unas posibles relaciones sexuales con Faustino era capaz de provocarle náuseas. Quizás fuera la más que relativa intimidad de su trato lo que favoreció la irrupción en su mente de aquella imagen estrafalaria, propia de una imaginación vulgar y poco refinada en asuntos carnales, pero no me lo podía asegurar. La casa de un hombre soltero siempre ha sido para la mujer, o al menos para las de mi época, el territorio más peligroso, la calle más oscura y una trampa descubierta, pero no por eso menos amenazadora. Hoy ya va dejando de ser así, parece, y Marga había visitado algunas otras antes, aunque siempre acompañada, jamás sola. No lo dudó. Dijo que sí y echaron a andar juntos hacia el metro. Hicieron transbordo en Urquinaona, para coger la línea roja y bajarse, poco después, en España. Retrocedieron por la Gran Vía hasta Vilamarí y después entraron en un edificio antiguo, con un portal oscurísimo y sucio. Subieron al Principal y entraron en un piso extrañamente luminoso y hasta casi alegre, que contrastaba con el portal y la escalera, en los que se acumulaban años de desidia y escasísimas contribuciones vecinales a la finca común. La sorpresa definitiva fue para Marga el descubrimiento de un pequeño y modesto jardín-huerto hasta el que se descendía, pues ocupaba una planta inferior, por unas estrechas y empinadas escaleras de hierro. El límite del patio era el muro del canódromo, desde el lado del cual llegarían más tarde a sus oídos el alboroto de los ladridos y hasta el turbador jadeo de los canes que correrían tras la liebre mecánica. De forma esporádica también llegaría algún que otro ronco y desesperado grito de ánimo para que el esfuerzo animal coincidiera con los designios embrutecidos de los apostantes. ¿Por qué, con todo, porque el jardín-huerto estaba cuidado con muchísimo esmero, le pareció a Marga un cementerio lúgubre? No vio nada en el piso que pudiera asociar con una amenaza, pero la visión de aquel jardincillo estrecho y umbrío le recordó más un camposanto que un rincón destinado al recreo, el descanso, la meditación, la paz o el sueño. Lo asoció, de pronto, con esas noticias de pacíficos ciudadanos británicos de quienes se descubre, con horror, que han asesinado a diez o quince personas y las han enterrado, cortaditas en pedazos, bajo las dalias, los crisantemos o los lirios que eran la envidia de la vecindad. Subió casi en un desmayo la escalera que la devolvía al piso y se forzaba a desechar la horrible figuración macabra que le había producido un trasudor frío. La casa estaba llena de estanterías abarrotadas de libros, pero no recordaba haberle visto nunca con uno en las manos. No obstante, era consoladora la presencia de tantas historias, o lo que fueran, en las estanterías adosadas a casi todas las paredes, como una caprichosa decoración en relieve. En la sala de estar, sin embargo, las paredes estaban desnudas, aunque se habían de tener muy pocas dotes de observación para no darse cuenta de que se marcaban en ellas las ausencias de cuadros o fotografías, quién sabía si descolgados con cierta precipitación, porque era de suponer que los fuertes contrastes de tono en la pintura del cuarto, marcados por cuadrados y rectángulos y algún óvalo nítidamente perfilados en ellos no sería un capricho estético de Faustino. «Necesita una mano de pintura» fue la única explicación que oyó de labios de su anfitrión, quien se apresuró a llevarla al verdadero «altar», así lo llamó, de su casa: el cuarto de las revelaciones. Allí fue donde vio, puesta a secar como un trapo de cocina, la foto en que aparecía ella junto al coro de prostitutas de la calle Robadors. Le avergonzó reconocerse entre aquellas mujeres, y más aún el hecho de estar colgada de una pinza. Vio un no supo qué de impúdica exhibición en ello, pero se calló y no le dijo nada. Bastante mojigata había sido aquel día de la salida como para remachar ahora el clavo y dejarle la impresión indeleble de que era una pazguata y una meapilas. Esto último lo dijo, me dijo, sin querer ofenderme. ¡Como si a aquellas alturas, bajuras debiera decir en realidad, de su degradación una cominería así pudiera molestarme! Marga, haciendo acopio de un valor increíble en ella, se atrevió a pedirle que le explicara por qué aquella foto era «un acto de amor», como le dijo, quizás para disculparse, el sábado de ambiguo recuerdo. «El primer acto de amor es tener compasión de nuestros estómagos», le dijo con cierta ironía y un evidente retintín metálico en «acto de amor». La comida le sorprendió: un pastel de carne con berenjena y un fuerte toque de romero, como si de un plato de caza se tratase. Marga estaba sorprendidísima. Aquello iba más allá del simple engaño de las apariencias e incluso de la magia teatral a la que Faustino parecía tan inclinado. ¿Cuántas sorpresas le quedaban aún en la chistera? Bien mirado, Faustino parecía reunir muchas de las cualidades que las mujeres deberían buscar en los hombres, y Marga empezaba a percatarse de ello. Lo peor era, por supuesto, que no se sintiera atraída por él, a pesar de que hacía ya algún tiempo que no le parecía el Drácula que tanto nos asustó de niñas en el cine. Algo, sin embargo, de aquella fascinación que le producían a Marga las películas de vampiros tuvo que rebrotar en ella al dejarse seducir por Faustino. No sé si para hacerse la valiente, la interesante, la mayor o tal vez sólo para pecar de extravagante, pero Marga siempre decía que le parecían dulcísimos los besos colmilludos de los vampiros. Y se ponía colorada. Supongo que la primera vez que Faustino la besó, en la boca o acaso en el cuello, Marga se debió sentir transportada a aquellos años en que los ingobernables impulsos del deseo nos hacían sufrir y hasta llorar, presas de una culpabilidad insoportable e incomunicable, porque jamás entre nosotras cruzamos dos palabras sobre unos deseos que nos parecían alimentados por el diablo para perdernos, para volvernos ¡unas perdidas! ¡Dios santo, qué imagen más aterradora la del perdimiento! Ningún insulto, ni el de «puta», era comparable a aquel de «perdida». Entonces lo intuía, pero ahora sé que en él se juntaban la maldición de Caín, la curiosidad de Lot y la embriaguez de Noé. Jamás, a lo largo de mi vida, me ha vuelto a impresionar tanto una palabra, como si aquella me hubiera vacunado contra todos los horrores que podemos llegar a decir o a hacer diciendo, porque las palabras son obras, ¿no le parece, doctor? «No sé si bebes vino.» La prudencia, el tacto con que hizo la invitación convencieron a Marga de que, efectivamente, podía beber un par de vasos. Le inspiró mucha confianza que Faustino no se empeñase en que bebiera, a pesar de que el vino era excelente. Que no diera por supuesto que a ella le gustaba, le pareció de una delicadeza exquisita. Y más en su caso, pues por poco alcohol que tomara, enseguida se achispaba un pelín: de ahí su prevención. El colmo de los colmos de su sorpresa fue verle aparecer a los postres con una bandeja de torrijas a las que le iba a resultar imposible resistirse, aunque de haberlo sabido les hubiera guardado un huequecito, pues Marga siempre supo cuidar de su figura: ¡le horrorizaba ensancharse! Le acongojaba contemplar los cuerpos de mujer que se han ido dando, con el paso del tiempo y de los desengaños, como un jersey requetelavado, hasta casi desfigurarse. Supongo que a lo que le temía era a la vejez, que es el principal fantasma de las bellas. En fin, fuera como fuese, ¿quién puede resistirse a unas torrijitas empapadas en su almíbar? La confusión de mi hermana era total: ¿no se ha dicho siempre que la mujer acaba de conquistar al marido por el estómago? Pues allí estaba ella, agasajada como una reina, paladeando, con una copita de moscatel, aquella orfebrería golosa, y sintiéndose en deuda con Faustino, además de punzantemente sorprendida. Marga no supo qué decir, por ignorancia, cuando su anfitrión le propuso poner como música de fondo algunos lieder de Schubert, pero asintió y no se arrepintió. Aunque a contratiempo, o contraépoca, pues estaban en primavera, el Viaje de invierno, que así se llamaban las canciones, pues eso quiere decir lieder, como usted supongo que sabrá, fue deshojando sus cortas y melancólicas melodías mientras Marga continuaba esperando que Faustino iniciara las explicaciones prometidas, amén de las que estaba obligado a dar tras un almuerzo para el que se requería no poca experiencia en las artes culinarias. Y llegaron, sí. Esa vez Faustino no hurtó el bulto. Se sentaron en el sofá, frente a la televisión apagada que los invitaba a girarse de lado y mirarse de frente. De nuevo, claro está, volvió a aparecer el tan traído y llevado Eladio. Eran, al parecer, dos hermanos que se repartían como nosotros, en su caso, los parecidos: su hermano idéntico a su madre, y él había salido al padre, pero empeorado. No habiendo niñas en casa, la madre supo atraerse a Faustino para que la ayudara, al principio, en pequeñas cosas y, después, en todas las faenas domésticas, la cocina incluida. El privilegio del cariño de su madre fue, durante muchos años, recompensa suficiente por el hecho de convertirse en la «segunda mujer» de la casa. Una casa en la que todo parecía girar en torno al hijo hermoso, como si fuera un tesoro que se tuviera que cuidar para que rindiese, a su debido tiempo, el mayor beneficio. Con lo que no contaban sus padres era con que el niño «mono» fuese, además, un perfecto imbécil. Con toda la suerte del mundo, pero imbécil, ignorante, incapaz, insulso e insensible. Marga no podía creer que en realidad fuera así. Seguro que Faustino, amparado en la confianza que había descendido sobre ellos como una burbuja gigante que los hubiera atrapado, se había dejado llevar por la cólera del resentimiento. La suerte no puede suplirlo todo. Y si Eladio era, como decía Faustino con desprecio, «un triunfador», a buen seguro que debía reunir unas cualidades que su hermano se negaba a aceptar. Es cierto que cuando eres tratado con una deferencia exagerada puedes llegar a creer que todo el mundo ha de estar como en deuda contigo, pero Marga seguía resistiéndose a creer que esa fuera la situación en el seno de una familia. «¡Familia!» El desprecio sarcástico con que Faustino escupió la palabra, pues salió de sus labios empapada de saliva agria, como si acabara de sorberse del antebrazo el veneno de la picadura de un alacrán, sobresaltó a Marga, quien recibió en pleno rostro y en plena alma compasiva aquel esputo grosero. Ella, claro, no podía entender, por su muy distinta experiencia, que una familia pudiera ser, también, un espacio infernal, una cárcel, una pesadilla donde se pierde hasta la última esperanza. O no lo quería entender, porque mi hermana siempre ha sido muy ciega para todo lo que fuera ella misma. Sabía, por amigas y conocidos, que cada familia es un mundo y que en todas ellas, sin que ninguna se escape, hay sus más y sus menos: tensiones, riñas, algún mal modo, malentendidos y, en el peor de los casos, violencia y enfrentamiento que incluso pueden llegar al odio que determina la ruptura definitiva; pero nunca había estado con nadie afectado por esas desgracias, pues para ella la familia, hasta la muerte de nuestra madre, seguía siendo el único refugio donde consolarse de los reveses de la vida, el único lugar en el que no existían las máscaras ni las hipocresías que son el pan nuestro de cada día en la vida cotidiana. Para ella la familia, nuestra familia, era un paraíso al que siempre estaba deseando regresar. A ella sí que le pasaba desapercibido el deterioro inevitable que corroe y desordena hasta los hogares más felices. En nuestra familia, como casi en la mayoría, la procesión iba por dentro. Cuando Marga, en un arranque de ansiedad, me preguntó si alguna vez había sentido algo parecido al resentimiento de Faustino, y yo mantuve mi silencio más allá de lo razonable antes de tranquilizarla, se llevó una sorpresa mayúscula. ¿Por qué lo hice? No sabría decirlo. Sí sé que en aquel momento necesitaba hacerlo; necesitaba crearle una inquietud que la conmoviera, que la despertara de esa suerte de infancia perpetua de la que, sin embargo, ya la había arrancado su pasión no correspondida, y de la que no quiso salir cuando nuestro padre cayó en el vicio del juego. Aquel silencio que parecía no acabar nunca me hizo sufrir tanto como a ella y, después de la tragedia, se ha convertido en el más mortificador de mis recuerdos. Desde aquel día nuestra relación cambió. Marga atendía a mis sermones, me escuchaba con paciencia y me prometía enmienda con demasiada, con excesiva facilidad. A mis espaldas, por el contrario, se hundía cada vez más en el pozo, en la sima oscura de su perdimiento. Últimamente he pensado que se desquitaba contra mí, que me devolvía, centuplicados, agravios inventados, levantados como una montaña a partir del grano de arena del silencio más inoportuno, importuno e irreflexivo que haya guardado nunca. ¡Y de aquel silencio guardado sale ahora este parloteo desatado, seguro! La necesidad que tengo de contar y contar y contar sólo responde a mi afán por sepultarlo, con la vana esperanza de borrarlo de mi vida, pues es imposible. No hay palabra, ni frase, que no tenga detrás, como un azogue implacable, ese silencio que las convierte todas en espejo de mi maldad. Si le digo que la maté más con mi silencio que con el cuchillo que le atravesó la garganta y el corazón, ¿entenderá lo que le digo, doctor? En cierta forma acabé convirtiéndome en el instrumento de Faustino. ¿Lo había planeado él así? ¡La sola posibilidad de que haya podido suceder así me enferma! ¿Fue un suicidio, entonces, en vez de un asesinato, al menos el de Faustino? Hasta ahora mismo que me escucho decirlo no había caído en esa posibilidad siniestra de haber cumplido ce por be un designio ajeno. ¡Qué humillación, entonces! ¡Qué ingenuidad! ¡Qué ridículo! Sin embargo, me caben muchas dudas. O quizás me las meto yo, como embutiéndolas, para hacerme menos gravosa la vergüenza. Pero me estoy despistando. Y lo que yo le quiero contar de punta a cabo es lo que le pasó a Margarita... ¿Sabe, doctor, que nunca antes de ahora mismo la había llamado así? Qué extraño... Yo para ella, y para todo el mundo, siempre he sido Virginia, así, a secas, siempre a punto de que me pusieran el doña desde los catorce años. No lo hubiera podido soportar. ¿Acaso entré en religión para poder ser sor, hermana o madre Virginia, en vez de llevar colgando el doña como su cartel el reo de la inquisición? Me vuelvo a despistar. Será que esa suposición de haber sido un instrumento mortífero de Faustino me ha hecho perder el hilo, o la tranquilidad de espíritu necesaria para poder continuar la triste y lamentable historia que debo contarle.

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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónOctubre 2010
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