https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Novelas Narrativas globales
4/19
AnteriorÍndiceSiguiente

La derrota del persa

El confesonario

Dimas Mas
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook

Suma y sigue... para convencerte de que si tú hubieras querido, si la vida no te hubiera engullido, si la fuerza de voluntad no te hubiera flaqueado tan pronto, si las heridas de la amistad no te hubieran dejado maltrecho, si la vida no fuera tan complicada, si no hubieran venido los zánganos, si hubieras tenido más arrestos, si la inseguridad no hubiese sido tu yo más auténtico, si las putas clases y las correcciones sísifas no te hubieran laminado, si la pereza —¡la pigricia de la que siempre te has ufanado, como buen oblomovita!— no te hubiera encarcelado en su celda sin llave, si la tristeza económica —tu única ingeniosidad de paria— no te hubiera limitado tanto, si el cáncer de la indecisión no te hubiera devorado, si tu orgullo no te hubiera aislado, si...

Eres lo único que tienes, claro; y la naturaleza pugna por sobrevivir. Tu consciencia, sin embargo, debería tomar la única decisión sensata. Ir a la consulta del tal Mauricio no es la adecuada, lo sabes muy bien. Hacia ese templo de los desequilibrios te empuja una dulce sed literaria de venganza, y no poco espíritu lúdico recobrado como un renuevo sorprendente en tu tronco reseco. Vas a jugar una partida de no sabes qué, y disfrutas con la turbia idea de comenzar el juego con ventaja. ¿O las lanzas se tornarán cañas? Es imposible que te conozca. ¡Sólo faltaría: una amante que va enseñando fotos del marido y los niños...! Helena ni siquiera sabe nada de lo ocurrido, y menos aún de que hayas pedido hora en la consulta de su psicoamante. Sigue ocultándolo. Con razón dicen que la información es poder, ¡y más aún lo es la ignorancia de los otros!

Por otro lado, no puedes reprimir la curiosidad por saber qué necesidad tiene ella de ser tratada, si no es que lo haga por seguidismo snob de Eulalia o, ya seducida o seductora, por vivir su gran aventura, su novela barata de revolcones en el diván y cuatro alusiones tópicas a neurosis, angustias, narcisismos o ansiedades insufribles.

¡Seductora! ¡Helena! Lo dices y casi te resulta imposible representártelo. La propia palabra, seductora, te parece incompatible con ella, como también contigo. Como si la edad os hubiera asexuado. Pero ya ves que no es así. Aunque en la frialdad de vuestra imposible sociedad de socorros mutuos los celos solo añadirían un matiz bufo muy difícil de sobrellevar.

¡Cómo te ha costado, hoy, levantar a los zánganos y, literalmente, echarlos de casa para que fueran a cumplir con sus obligaciones, de las que con tanta facilidad se desligan! Con razón, también, se ha quedado Helena de una pieza cuando le has dicho que hoy no vas a trabajar porque te encuentras mal y te vas al médico.

—¿Que qué me duele? ¡El alma! Voy al médico del alma. ¡Que me la arregle o que me la extirpe!

—¡Payaso!

Y te ha lanzado, al irse al hospital, la mirada más despreciativa que le has visto en años. No te lo digas. O sí. Claro que es duro. Asco. Repugnancia. Te ha visto como lo que eres: un ser viscoso, fétido, un Samsa.

Los nervios te atenazan el estómago y sientes un calambre, un mordisco que te paraliza. Antes hubieras intuido rápidamente que una respuesta así era como el «nada» frente al «¿qué te pasa?» de tantísimas ocasiones anteriores, el dique roto que permitía una confesión desatada, torrencial. Ahora, en cambio, te ha escupido su indiferencia, y el gargajo te ha dado de lleno en la campanilla antes de atragantársete, porque te es imposible tragártelo con la otra indiferencia: la del hábito de la resignación.

Siempre te seguirá pareciendo incomprensible esta sólida sociedad anónima del desdén que formáis. Y ni ella ni tú estáis dispuestos a romper ese contrato matrimonial vergonzante que aún llevas clavado como un arpón mortal en tu costado blanquinoso de cetáceo torpón. Tú no estás dispuesto a tomar ninguna iniciativa, y ella ni siquiera habrá pensado en que tal vez debería hacerlo.

Ni memoria guardas ya, si es que acaso la hubo, del momento decisivo en que vuestros destinos siguieron caminos distintos, aquel instante en que una tormenta de hielo os llenó de tanto frío, y tan duradero. Lo primero que desaparecieron fueron las risas compartidas. Después la conversación. Más tarde el sexo. Y ahora, tal y como se ha despedido de ti, el respeto.

¿Y por qué no va a tener razón? Tal vez haya llegado el momento de poner una bomba de payasería al pie de ese necio monumento a la falsa solemnidad, hacerlo estallar en cien mil pedazos y luego pasar la película de la ejecución a cámara lenta para recrearte una y otra vez en el placer de esa iconoclastia imprescindible. Tienes que liberarte de esa armadura de la responsabilidad, y de la fidelidad a una imagen más que incierta de ti mismo, y recuperar la libertad. Pues sí, aunque sea como ésta: estar solo en casa, sin compromisos ni obligaciones: dueño..., ¿de qué?

¿Qué libertad es ésta de la derrota? Si estás aquí, canalla, es porque te has derrumbado, porque has perdido pie y te has caído con todo el equipo. Lo que tienes por delante es el tiempo de la aflicción, aunque esté disfrazado con la promesa de la libertad. Y empiezas a pensar ya en qué le vas a decir, a babelear..., a ese Mauricio frente al que te vas a sentar, ¿o te tocará tumbarte en el diván-polvera? ¿Y por qué vas a tener que pensarlo? Tú no has de representar, ni de fabular nada. Has de limitarte a exponerle, del modo más lacónico posible, los hechos, y con eso ya hay bastante.

Te asusta que pueda parecer una farsa y que, como tú bien sabes de otros colegas, piense que vas a verlo con la única pretensión de buscar un descanso pagado. No, no lo estropees. Si ahora te pones a ensayar una representación que le convenza de la bondad y sinceridad de tus argumentos lo echarás todo a perder. Esa inseguridad sobre tus verdaderas intenciones y la transparencia que te parece exhibir de continuo proceden de cuando cometiste aquel fraude para librarte del servicio militar, tan celebrado en su momento por tus escasísimas amistades.

Si son tan perspicaces como dice su fama, seguro que te cala así que comiences a hablar. Pues déjalo ya. No insistas. ¡Que no tienes que preparar nada, leche! Fluido de conciencia, puro Molly, en plan Mesala, como un torrente... Tienes que hacerle caso al Director: ser franco y confiarte al médico por entero, abrirte a él, que te examine hasta el fondo del corazón.

En tu situación, no obstante, ¿qué sabes, en realidad, de lo que ha arruinado tu vida? No, no. Te has dicho que nada de arqueología barata. En todo caso, y según por dónde vayan los tiros, ¿quién sabe de qué te hará hablar ese Mauricio? ¡Qué bobalicón eres! Estás nervioso como una criatura ante un examen.

¡No seas torpe!, ni perezoso. Vivir no es examinarse. Como mucho, exanimarse. Vale, acaba el juego: el suspenso inevitable de la vida es el agotamiento de las convocatorias. ¿Ya? Por supuesto que ese hipercontrol que pretendes ejercer sobre ti y cuanto te rodea te ha vaciado como a quien le extirpan el estómago. La emaciación que arrastras, ni se sabe ya desde cuándo, te hace imposible cumplir con ese resabio anacrónico. Vas a ir, te vas a sentar ante él y saldrá lo que salga. Ahora disfruta.

¿Disfruta? Estás solo. Estás lelo. Estás en casa. Puedes hacer lo que quieras. El bofetón se lo diste al deber, no lo dudes. Y tú formas parte de ese deber... Con sangre te entró la letra del dicho en la violenta infancia que padeciste: «antes la obligación que la devoción.» Y aún te escuece la rúbrica restallante e ignívoma de aquella mano severa sobre tu rostro. ¡Cómo no vas a estar desorientado, en casa a estas horas! Y apático. Y todo lo que tú quieras. Pero arráncate ya de ese desorden que te lleva de cuarto en cuarto como un amnésico que busca un espejo para encontrarse, con el temor de llevarse la sorpresa mayúscula de no reconocerse. Sal ya a la calle y busca la boca de metro por la que perderte en ese tránsito intestinal que te expulse junto a...

¿Ibas a decir tu salvación? No seas ingenuo. Que a estas alturas de tu vida lo sigas siendo —aunque continúes teniendo la impresión de no haber subido más que un escalón diminuto, apenas un bordillo— es la prueba inequívoca de que la inmadurez te habita con la desfachatez del huésped que se instala, a mesa puesta, sin que el anfitrión se vea nunca con valor para ponerlo de patitas en la calle. Ahora vamos bien encaminados.

¿Y por qué te hablas en plural? ¿También estás aquejado de la estupidez mayestática? ¿O es que a la ingenuidad vas a sumar la candorosa inocencia de creer que el tú implica un yo con el que andar en tediosas conversaciones? No sigas por ahí. Desembocarás en el mediterráneo expoliado de las personalidades múltiples. ¡Cuánto tiempo fue tu ideal el Jano bifronte y modesto, frente al extenso guardarropía de Zeus! Y cultivaste, tímido aparcero, esa rara planta de invernadero que nunca llegó a florecer. Tu jardín cerrado para muchos y abierto para pocos tenía las veredas tan estrechas que tú fuiste su único poco, hasta que te aburrió, como los secretos bien guardados.

Ya ha desaparecido. No está en el banco. Ni rastro. No te mientas, hoy hubieras pasado por su lado como ayer: de largo. Como pasas ahora mismo frente a quien llevaba unos días desaparecida, quizás en algún banco de otra plaza próxima. La mujer ahumada, con los tufos de pelo convertidos, por la mugre de los años, en madejas de lana gris. La misma que arrastra una caja de cartón más como un asidero que como un recipiente. La que se sienta espatarrada en la calle, un banco o un portal, y a quien viste un día un trapo renegrido que hacía, supusiste, las veces de braga. La miras. Ahora habla sola y mueve la mano como enseñándole la plaza a una amiga imaginaria, y de nuevo el estremecimiento casi convulsivo y el escalofrío que te atravesó, como a una mariposa, contra el fieltro de la morbosidad. Caverna llena de telarañas y mugre cuajada se te representó su sexo sin higiene, ¡y fuiste capaz de preguntarte qué miserable vida sexual sería la suya! Como si la pobreza absoluta no fuera capaz de suspender instintos que no contribuyen a la supervivencia. Una aguja afiladísima te penetró en el abdomen, y te retorció hasta casi hacerte gritar, hasta que te arrancó la imagen cruda de su sexo seco, muladar de bacterias y albergue desolado...

¡No sigas, Darío! El dolor es real. Tú, fragmento de ficción. Ella, la vergüenza de la política y los cuatrocientos golpes adversos del azar. Tampoco te consueles. Pero has dejado de canturrear la vida es bella, ya verás cómo a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor. Por lo menos hasta que dobles por la Ronda y el olor de las tahonas sea capaz de borrarte la realidad. ¡Cómo te toca a ti esa visión tan en lo profundo!

Tu atildamiento proverbial, frente a ella; la fijación con el lustre de los zapatos a pesar de lo que dicen que dijo Trostki: «España es el país de los zapatos brillantes y de las almas sombrías». ¿Y por qué no se te va a quedar cara de tonto? Y hasta mueca de pájaro triste en una obra pirandelliana.

Al metro, rápido, al metro. Transportes. Una ciudad es un espacio permanentemente ocupado. Van, vienen, ciegas hormigas menesterosas, y cada una de ellas tendría, como tú, una historia que contar al Babel que los escuchara. ¡Qué castradora ha sido, para ti, esa afición a meterte por los ojos de los demás en ellos y ver la realidad desde ese punto de vista excéntrico! No te mirabas a ti mismo, de acuerdo; pero, al margen de esa invasión ultracorpórea, ¿qué enseñanzas te deparaban esas visiones extrañas?

Ese hábito te convenció de que podrías llegar a contar las historias de esas miradas. Y nunca has dejado de penetrar en esos ojos que, al azar, se cruzan con los tuyos y te invitan a reinventar un desamor, una esperanza, una ilusión, un hastío, una euforia o un despido laboral, entre las mil y una noches, duermevelas y vigilias de tus conciudadanos, esos extraños, esos otros tan distantes y desconocidos, en la lengua que sea. Sí, el hombre es un lobo estepario para el hombre, sin duda alguna.

¿Eso le vas a decir a tu paradójico Babel? ¿O lo mejor es empezar por su apellido y preguntarle si éste, emblema de la confusión y el orgullo, fue lo que le incitó a ayudarse y a ayudar a los demás a buscar la luz que les ilumine la vida?

Tú, nada, erre que erre. Preparar algo. La vida no te podía pillar desprevenido. Siempre habías de ir dos pasos por delante. ¡Imbécil! Sigues teniendo esos nervios de primer día de clase o de encerrona de oposición. No puedes dejar de pensar en que vas a comparecer delante de un tribunal; que, de un modo u otro, ya se verá cómo, vas a ser juzgado.

Claro que has cometido un delito. Claro que tienes una culpa que has de expiar. Claro que mereces un castigo. Claro que... ¡Acabarás ciego, de tanta claridad! Y ese sí que sería el peor castigo. Las personas no pueden sobrevivir sin sus muchas zonas de sombra. Por eso tienes miedo —¡caramba, ya lo has dicho!—: miedo, sí, miedo; miedo a desnudarte delante del Mauricio a quien has asociado, desde que conociste su nombre, con Mauricia la Dura, el personaje de Galdós, aquel pedazo de mujer arrancado a la vida con la verdad que la vida no tiene. ¡Ahí estás tú, con tus melindres punitivos de opereta, para probarlo!

No mires con ese descaro. ¿De qué te extrañas? Quien abre una consulta es para que se le llene. ¡Qué tensión! ¡La sala está cargada de electricidad! Son rostros como el tuyo: son tu espejo. No, tú no te comes las uñas, ni aprietas los bordes de la revista como si quisieras estrangularla, ni miras las baldosas del suelo como si fueran una claraboya abierta a los fondos marinos, ni fumeteas como boqueaban los peces de tu infancia sobre las tablas del balneario desde donde lanzabas el anzuelo para capturarlos, ni juntas las rodillas con alineamiento marcial, ni te observas el envés de las manos en extraña quiromancia invertida...

Ya está, te toca, ahí vas. ¡Serás capaz! ¡Nada menos que salir corriendo! ¿Y por qué habría de ir a buscarte? ¡Qué poder el suyo! No solo declarar que alguien esté loco, sino incluso que lo sea peligroso..., ¡un loco de atar!, que has oído mil veces y has dicho más aún a lo largo de tu vida. Es el poder. Una de sus muchas caras. Y no necesariamente la más amable, aunque te sometas a él voluntariamente. No lo sabrás nunca. De no haber mediado esa pérdida de control, ¿estarías hoy aquí, siguiendo a esta impávida recepcionista camino del temido encuentro? Tú sabes que no, que lo hubieras considerado «innecesario» e «impropio», algo quizás provechoso para otros, pero no para ti, que tú ya sabes de ti todo lo que te hace falta saber. ¡Quién coño te va a decir a ti, mejor que tú mismo, lo que te pasa, lo que sientes o lo que padeces! Nadie. No hay nadie que te pueda ayudar, fuera de ti mismo.

No estás aquí por propia iniciativa. Estás por miedo. Porque, te digas lo que te digas, ese bofetón te ha hundido de lleno en el pozo oscurísimo del abismo, y te estás ahogando en él, y no sabes ni qué haces en él ni mucho menos cómo podrás salir. Con todo, sea quien sea quien te espera tras esa puerta, cerrada como la de una logia, nunca llegará a entrar en ti y verte con la claridad con la que tú te ves. ¡Necio! ¡Calla!

—Pues usted dirá.

Llora, sí, llora. En ese llanto convulso se ha resuelto, de nuevo, la tensión y el miedo. ¿Es que llegaste a imaginar que no habrías de decir nada? ¿Qué puedes decir? ¿Cómo que qué debes decir? ¿Lloras, acaso, como un recurso extremo para encontrar las palabras de tu vergüenza?

—Disculpe, doctor. Llevo dos días, ayer y hoy, que estoy deshecho.

—Tranquilícese... Darío, ¿no?

—Sí, sí, Darío.

—Cálmese un poco y me cuenta qué le pasó. ¿Quiere un vaso de agua, un café quizás...?

—No, no, gracias.

—¿A qué se dedica, Darío?

—Soy profesor de Secundaria.

—¡Acabáramos, pues, no me diga más!

—Cómo...

—Sí, claro, disculpe, era un modo de hablar. Lo que quiero decir es que últimamente he recibido a colegas suyos día sí y al otro también. Pero adelante, estoy deseando escucharle contar lo que le pasó.

—No me puedo explicar cómo he sido capaz de hacerlo, doctor... Le he dado mil vueltas y aún no sé cómo me atreví a propinarle a aquella niña descarada, ¡pero una niña de doce años, doctor, de doce!, aquel bofetón descomunal que la tiró de la silla al suelo. ¡Estoy deshecho! ¡Soy un miserable!

¡Bravo! ¡Una hermosa representación! Lo has dicho, pero sabes que había algo mecánico en tus palabras, aunque haya sido espontáneo tu llanto. Lo has repetido. Se lo has repetido al doctor y la escena ha perdido toda su virulencia. Has mirado hacia el suelo el tiempo que ha durado esa breve confesión de tu fracaso y has tenido la tentación de espiar a hurtadillas con qué cara recibía tus palabras quien, según las suyas, tan acostumbrado está a las derrotas de tus colegas, a los fracasos de quienes han renunciado a convertirse en héroes pedagógicos por decreto gubernamental.

—¿Y le han abierto un expediente?

—No sé nada. Después de aquella barbaridad entré como en un trance de remordimiento, y hasta ahora mismo. El Director me llevó a casa y me dijo que fuera a un psiquiatra para que me diera una baja mientras él intentaba que todo se quedara en un incidente aislado y sin mayores consecuencias.

—Muy sensato, desde luego.

—Sí, pero a mí me sigue pareciendo algo horrible lo que hice. Y lo que es peor: incomprensible.

—No, eso no. Usted sabe mejor que yo que están todos ustedes sujetos a tensiones muy grandes. Son edades difíciles, las de los chicos...

—Y las nuestras también. O la mía, al menos.

—A ver, usted tiene...

—Cincuenta.

—Es una edad como otra cualquiera, Darío. Le reconozco, eso sí, que hay un cierto fetichismo extendido sobre los cincuenta para nosotros y los cuarenta para las mujeres. Lo mejor es no obsesionarse. La vida fluye, no va a trompicones de años marcados. Los cincuenta no son una puerta que se abre a lo desconocido, sino, como mucho, un recodo del mismo pasillo por el que seguimos viviendo...

—Yo ya no sé si quiero seguir viviendo, doctor.

—No diga usted eso.

Esa reacción tan humana como, supones, poco profesional te ha desconcertado. Entre aquel «usted dirá» del principio y este «no diga usted» de ahora te has quedado en un limbo extraño e inquietante. ¿Es esto la psiquiatría: un lugar común? No te crezcas. No dejes que la soberbia te domine. Sé prudente. Detén el anatema.

—Lo digo, sí, y se lo repito: no sé si quiero seguir viviendo, doctor Babel. Y también le digo que me siento ridículo al decírselo. A lo mejor porque no estoy acostumbrado a decírselas a nadie, si es que cosas así se le han de decir a alguien. Mi vida, en realidad, hace mucho tiempo que ha dejado de tener sentido, si es que alguna vez lo tuvo...

—Lo que le ocurre es que ha entrado en una fase depresiva aguda que no le permite ver nada con la ecuanimidad indispensable que se requiere para formar cualquier juicio mesurado sobre la realidad o sobre uno mismo. Lo primero que tiene que hacer es descansar, salir de esa tensión a la que ha estado sometido, recuperar el sosiego y, después, analizar con calma las fuentes de esa angustia que ha llegado a dominarlo. Como psiquiatra voy a prescribirle una medicación eficaz contra esos síntomas y a firmarle los papeles para la baja, que en principio será de un mes, pero que iremos renovando en función de su evolución. Ahora bien, lo que usted necesita, se lo digo con toda sinceridad, es psicoanalizarse para llegar hasta el origen de ese estado de postración en el que se encuentra; pero eso ya no entra en el seguro y tendría que pagarlo de su bolsillo. La decisión es suya, desde luego, y debe tomarla con total libertad. Pero es evidente que sí que ha de decirle a alguien todo eso que lleva dentro. Y créame que en modo alguno ha de sentirse ridículo por hacerlo. En caso, pues, de que decidiera que sí...

—Sí, sí, me parece bien.

—A ver cómo está la agenda... Al principio convendría tener un encuentro semanal. Después ya veremos. ¿Le parece bien, por ejemplo, los jueves, a las cinco?

—Me va bien, sí.

—Bueno, pues nos vemos, entonces, este jueves.

—¿Y esto?

—Del Prozac se toma una al día y del Sedotime dos, una por la mañana y otra al acostarse. Y dentro de un mes ya veremos si modificamos la dosis o no.

—Muy bien.

—Al salir, pida hora en recepción para el mes que viene. Hasta el jueves, pues.

—Adiós.

¿Por qué chasco? Lo que pasa es que tú eres tan fantasioso como infantiloide. Creíste que todo era llegar, tumbarte en el diván y empezar a recordar tu niñez, el desapego hacia tu madre y las raciones de hostias de tu padre y...

No lo niegues. Te estás entrenando ya para el jueves... la visita de hoy ha sido una toma de contacto. Decepcionante, pero toma de contacto. Un despacho impersonal. Un ser, ¿vulgar? Ahora que sabes que es argentino, mayor es tu decepción. En vez de un cronopio seductor, has tropezado con un fama metódico, frío, de avejentada cuarentena y casi tan alopécico como tú. Ése no puede ser el seductor con el que habías esperado, ¿y deseado?, encontrarte. ¿O tiene otra sala con el diván, una luz tenue y un tibio suelo de moqueta? Nada en su voz, sus ademanes o su enigmática sonrisa te ha convencido de hallarte en presencia del Valmont, del De Pas apasionado que te habías imaginado. ¿Cómo es posible que a esos ojos mortecinos se haya rendido Helena? ¿Finges contrariedad, despecho, incluso celos? ¿También tú, como ella, vas a vivir tu película? ¿Y cuál es la tuya? ¿la del cornudo consentidor? ¡Por el amor de Dios, qué ranciedad! Bien se ve que el doctor Babel tiene razón y que necesitas una terapia cuanto antes, que necesitas saber si es posible vivir con esa nesciencia en la que hozas casi con delectación, a juzgar por la facilidad con que, pudiendo huir de ella, te hundes hasta el corvejón.

¿Pudiendo? En mucho te reputas, necio. ¿Cuándo has podido tú dejar de ser quien has sido y quien eres: una máscara del vacío? Pretensiones no te faltan, no. Pero tú eres un mediocre abofeteador de púberes estentóreas, un desquiciado por la insolencia y el asco, un derrotado por la desesperanza y el tedio ominoso de la vida gris que te acerca por las que hieren a la última que mata.

¡Qué extraña cédula de libertad llevas en el bolsillo de la americana! Todo un mes, al que quizás sigan otros, en las más insospechadas vacaciones que hayas vivido nunca. Ésa es tu película: entrar en un tiempo libre de la esclavitud del trabajo, de la condena bíblica que soportas por la vergüenza social que te produce renegar de lo que escasea y tantos ansían. ¡Cómo te ha machacado la imposibilidad de sufrir con resignación el yugo laboral! ¡Una maldición, y no otra cosa, es tener que soportar a esos adolescentes granujientos, descarados, violentos, hiperseminales, insolentes, altivos, ignorantes, orgullosos, jactanciosos, presuntuosos, necios, ágrafos, zorronglones, vitandos, machistas, estúpidos, malencarados, ramplones, gritones, jeroces, taqueros, insensibles, chulescos, galavardos, cerriles, palurdos, fodolíes, sucios...!

Descansa, Darío, descansa. Desconecta... Relájate. Suspende, por breve que sea el tiempo que dure, ese rencor infinito que, en el fondo, debería tenerte a ti mismo como destinatario. ¡Ah, el fondo, el famoso fondo! Pocero te habrás de volver para limpiar esa fétida sentina de tu corazón. ¡El fondo, lo hondo, las honduras! ¡Pozos ciegos es lo que somos!, te asqueas. Vale ya.

Has entrado en otro tiempo, o en otra dimensión de él, y a eso has de atenerte. Y tu primera impresión ha sido la de penetrar en la antesala de tu propia muerte, como si ese sosiego que Babel quiere conseguirte con sus píldoras sea el del rigor mortis. A pesar de su vano esfuerzo por animarte a vivir —¡y qué entenderá él por vivir!, ¿hacer lo que se hace usualmente?—, ¡qué desilusión!

La segunda es la desorientación de quien ha perdido las referencias de la rutina que nutre la vida hasta sustituirla, porque sin ella, ¿quién eres tú? Ya, ya, sólo puedes responderte con un ejercicio de ficciones baratas.

Te has prohibido la arqueología barata, sentimental, pero desde que has salido de la consulta y, desde lo alto de la calle Muntaner, has contemplado la veta de galena del mar al final de la pendiente, como si la cinta de alquitrán fuera un tobogán inmenso por el que dejarte ir con el gozo infantil de lo que nunca tuviste; desde entonces, lo sabes, no has dejado de pensar en qué podrías hacer para, durante esa jubilación temporal en plena madurez, buscarte y encontrarte, reconocerte. ¡Vengan tópicos! ¡A mansalva!

Dormir a una hora intempestiva, inusual, tiene un cierto carácter transgresor: dejar que la naturaleza imponga, al fin, las leyes de sus ritmos. Pues claro que ceder a la siestecilla del carnero, con el periódico abierto sobre el regazo, es lo que te conviene. No te convenzas ahora de lo contrario. Jamás has creído en que el sueño pudiera regir tu destino, ni escribirlo ni interpretarlo ni mucho menos encarnarlo. ¡Bonita pareja: tú y el sueño! Amantes guadianescos seguís siendo aún. Épocas hubo en que todo lo fiaste a él. Y otras en las que, tras noches y más noches sin un mal sueño que llevarte a la boca huérfana de esperanzadores enunciados, renegabas de él y te parecía la más mentirosa de las ficciones. ¡Mearse en la cama es lo verdadero!, te acordabas de Lutero. E ignorante del contexto te conformabas con esa infantil protesta enurética. Tampoco es que hayas sido tú nunca muy batallador, ésa es, también, la verdad.

Ahora, sin embargo, no has estado a punto de mearte, sino de eyacular. Te has despertado, de pronto, con una erección que convertía el periódico abierto por la hoja de contactos íntimo (¿realmente ese comercio sexual es un trato íntimo?) en una pirámide bajo la que se cobijaba tu falo. ¿O lo que quería, en realidad, era penetrar en ella? Tú sabrás si es una excusa o no. Claro que son muchísimos los sueños no recordados, aunque algunos de los otros dejan huellas incontrovertibles de su existencia. Mira qué erección tan hermosa, y tan duradera. Parece una compensación, como el anuncio de un renacimiento. Eso es, como un índice que señalara el camino que has de recorrer. Sí, mejor, renuncia al chiste fácil. Por dignidad. ¿Y por qué no recuperar, para empezar, la masturbación? ¡Por supuesto que es un problema de imaginación, y no de manipulación!

Y la megalomanía que no falte. Ya puestos, pues «¡el gran masturbador!», por ti que no quede. ¡Ridículo! Te avergonzarías de ti mismo si empuñases ahora mismo esa hermosura de polla y decidieras intentar despertar el volcán apagado. Porque estás empalmadísimo, pero no tienes ni pizca de excitación. ¿Ahora te van a sorprender los poderes del sueño? ¿Estás seguro de que puedes encontrar la excitación que justifique tu erección en esos anuncios?

El cuerpo, ciertamente, no te deja mentir; aún persiste ese vigor fálico que constituye una novedad como no se te había presentado ninguna otra en tu frígida vida durante los últimos diez años. ¡Diez años nada menos! La situación es idónea para tu primera sesión con el doctor Babel. Él sí que le sacará el jugo que tú ahora no puedes... (No has podido resistir la tentación, ¿eh? Siempre te ha perdido esa faceta chabacana que tu solemnidad ha intentado reprimir a golpes de cita de campanillas, sin que, sin embargo, hayas podido conseguirlo del todo.)

4/19
AnteriorÍndiceSiguiente
Tabla de información relacionada
Copyright ©Dimas Mas, 2005
Por el mismo autor RSS
Fecha de publicaciónMayo 2010
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n340-04
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)