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La derrota del persa

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Dimas Mas
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¡Qué guerra civil, Fancho, la de esos labios temblorosos!, te dices. Se desborda por ellos el batido que a duras penas sorbe por la pajita la mujer inmóvil. No tiene mirada tras las gafas levemente ahumadas. Los hombros abatidos. El pelo de un blanco roto, casi ceniza de encina, le clarea la cabeza. En las canillas desnudas ves, ¿por qué miras a hurtadillas con esa intensidad?, las nubes lechosas contra un tenue color ladrillo, como el descarnamiento del frío que no llega a amoratarse. ¿Desde cuándo está en ese banco comido por la palomina? ¿Ha dormido ahí los primeros fríos enconados del otoño? Tú pasas junto a ella llevando el pequeño ataúd curtido en la mano, y no quieres mirarla abiertamente: te aherrojan el miedo, la vergüenza y la cobardía. Te preguntas qué lleva en esas bolsas de plástico medio vacías que se sostienen milagrosamente en pie, como acartonadas, junto a sus piernas quietas. ¿La han abandonado? ¿Está enferma? Te empachas de interrogantes y cuando te sientes ahíto de impotencia la acidez te retuerce el estómago, pero comienzas a canturrear.

Llevas una buena temporada con «Palabras para Julia». Pero acabas de salir de una pesadilla ¡de tres meses! canturreando contra tu voluntad, contra la lógica y hasta contra el respeto a ti mismo la infame Gwendolyne.

¡El destino! ¡El azar! Ni siquiera lo pienses. Jamás te atreverás. Te presentas en casa con ella y a Helena le da un ataque. Eso sí que la desquiciaba de verdad. La ves, la estás viendo: mordido el labio, los ojos laserantes, los brazos cruzados ante el pecho con la crispación de un neonazi sin correligionarios en una fiesta de la diversidad; las palabras censuradas a dentelladas de silencio lleno de esto es el colmo, hasta aquí hemos llegado y si tienes espíritu redentor hazte de una ONG, imbécil... El número helénico te convence. Y la teoría de la responsabilidad gubernamental también. Serías Dios. Escogerías. ¿Y por qué no al joven larguirucho con expresión ulcerosa y a su damita, tímida y bella como una virgen de Ghirlandaio, con la expresión enajenada de quien ignora que tenga un destino: a medio camino entre el arrobo lelo y el transporte místico?

Aún no se han instalado en el semáforo para estampar, la estantigua de su protector, un trapo mugriento sobre los cristales y, ajeno a las airadas protestas, exigir la limosna; o para ofrecer los pañuelos, si ese día les ha dado por invertir para buscar el beneficio o los han podido distraer en algún súper. No hace mucho pasaron por casa para venderte unos dibujos, a modo de postales de Ferrándiz, que él sacaba arrugadas, con unos larguísimos dedos de uñas renegridas, de un deteriorado archivador de plástico, mientras ella permanecía un paso más atrás, los ojos sumisos, clavados en el suelo del rellano, y los brazos cruzados ante el pecho, como si se protegiera contra un frío del que no pudiera librarse, ni con abrigo ni con arrimo a su altísimo y desvalido protector. Y dentro de poco los verás, como en el otoño pasado, arreglando los cartones para pasar la noche en el cajero automático de la otra esquina de tu manzana.

¡Ay, Fancho!, insistes. Esas almas descarnadas, vencidas, nunca se sabe con exactitud por qué ni por quién, han hecho de tu plaza el centro transitorio y sin periferia de su existencia. ¿De qué son capricho esos desastres? Alrededor de ese tocayo tuyo, doctorado en la sociedad primitiva y defensor de los primeros cenetistas, asesinado por matones a sueldo, parecen vivir todos ellos en un margen soportado y dueños de un ritmo propio, muy opuesto al de tus miserias mezquinas. ¡Sí, adelante, acaba con lo de la envidia romántica del mendigo libre, miserable! Te son cercanos porque anduviste cerca de ellos, porque en tu desorientada adolescencia, cuando vagabundeabas por las calles del Raval y la fetidez de las cloacas, la tierna zafiedad de las putas viejas, los sombríos neones de las tiendas de gomas y el alboroto solitario de las barras llenas de oferta y escasos clientes era un mundo que podía dejar de ser escenario para convertirse en tu residencia en la tierra...

¡Deja de hacer literatura, te digo! Hay vidas sobre las que no puede caer la literatura como el neblí sobre la torcaz. Tú los ves, claro. Pero, ¿buscas, acaso, un espejo? ¿Para ver qué reflejo? No, no, nada. Tú no eres morboso. Tú eres compasivo. Te dueles infinitamente de esos destinos y jamás se te ocurriría que con esas almas descarnadas, que no carnes desalmadas, se pudiera, ni se debiera, hacer literatura. ¿Cuál se podría hacer con la mujer, no mucho mayor que tú, que chupa con arrebatada delectación las tapas de los contenedores y va embutida en mil plásticos; la que se sienta en el portal de ese local eternamente en traspaso en la Ronda de San Antonio y se solaza en despiojarse? ¿O con el barbudo que lleva una enigmática bolsa de deportes y recorre todo el barrio a un ritmo de paso endemoniado, como si no quisiera que le aplicaran la vieja ley de vagos y maleantes? ¿O con el señor que se tapa los oídos y las narices con rollitos de papel de periódico, el del cráneo mondo, lleno de pústulas y roña, y los pantalones arremangados, como para pescar en el río revuelto de las tribulaciones?

¡Ah, tus vanidades, tus quimeras! ¡Y cuánto tiempo te duró la pose, la afectación de vivir en escritor, con esa ridícula solemnidad trascendente del llamado a grandes cosas y hacedor de ninguna, nuevo acometedor de naderías apolilladas! ¡Qué pose apropiada la de la concentración, con las gafas de vista cansada a mitad del tabique nasal y la quijada entre el pulgar y el índice encajado contra el pómulo, con el resto de los dedos arracimados al modo de una grotesca perilla! Tus sesudas lecturas, anotadas de inmediato en el imprescindible diario de lecturas. El pulquérrimo orden de tu mesa de trabajo y de la biblioteca, convenientemente fichada. Tus útiles de escritura, bruñidos como las armas del más noble caballero andante. ¡El diario de la obra en marcha: sancta sanctórum de la experiencia casi inefable! Y durante aquel tiempo de la representación, ¡qué engolamiento severo y despiadada dureza de juicio!, ¡qué brioso despotricar urbi et orbi! ¡Y tu tiempo! ¡El tiempo mítico de la creación! ¡Y tu retiro, ajeno a la trivial realidad circundante, protegido contra la intrusión infantil e incluso conyugal: urna sellada, al cabo, el templo donde se oficiaba el secretísimo ritual del alumbramiento!

Anda, agarra fuerte el asa del ataúd, sí, agárrate a la vida que te aniquila. Aligera. Ve a tu osario. No es muy distinto del de esa alma madráster cuyo reloj te marca las horas del ajado recuerdo y las del presente vacío. Tras esos muros de fortaleza endogámica pasaste cinco años castradores en los que fuiste perdiendo la ilusión, la utopía y la juventud, y ganándote un futuro de burócrata del pseudosaber. De ahí saliste sin que nadie te hubiera hablado..., peor es meneallo.

Claro que ves, nítidamente, al figurón nacionalista bailando como un paulovo ridículo por las escaleras del aula para sorprender en los exámenes a algún copista, cuando él explicaba como un manual del bachillerato franquista, llegaba con media hora de retraso y se iba un cuarto de hora antes. Como ves al bardo-intelectual-izquierdista al que se le cuaja un rictus de disciplina castrense cuando se le recuerda que se ajuste al programa prometido, permanentemente hurtado en beneficio del descaro de la pereza y el exhibicionismo elitista. Como escuchas, desde la penumbra del adormilamiento, la voz pastosa y torpe que con prosodia de matarife descuartiza las Soledades gongorinas en una lúgubre, fría y deshabitada aula deprimente. Sin duda eres digno de compasión. No querías meneallo, pero la estafa de tu formación académica alimenta una indignación furiosa que te vuelve como un regüeldo de ajo tras un sorbo de café cada vez que pasas por delante de la maciza e insaciable devoradora de generaciones.

Así te sientes ahora: excremento desustanciado de las jugosas esperanzas con que entraste en ella; una boñiga, o acaso un sirle que ni para abono sirve. Entraste como semilla prometedora y saliste íntegra, como la del pimiento, de la pesada digestión de cinco interminables años desventurados. Atravesaste aquellos retorcidos intestinos burocráticos del saber sin que te llegara, siquiera, noticia de su taumatúrgico poder. No asistieron a la digestión los jugos que, como mágicos elixires, deseabas que te transformaran. No comparecieron Cervantes ni Quevedo ni Alemán ni Cadalso ni Blanco ni Larra ni Bécquer ni Darío ni Valle ni Juan Ramón ni Unamuno ni Machado ni Cernuda ni Lorca ni Bergamín ni ni ni...

Reunidos en un rincón luminoso, alto y tranquilo, lejos de los mefíticos ardores digestivos, se compadecían de ti, y te animaban a no desfallecer, literalmente, a que no evitaras fallecer, pues solo si morías en ese tránsito, con más de viático que de viaje, podías resucitar, después, a la auténtica vida del amor a la palabra creadora. Te ocultaban, sin embargo, la dimensión exacta del esfuerzo que suponía escalar hasta las cumbres donde te aguardaban con las páginas tan abiertas como, a veces, herméticas, pero siempre apasionadas.

Sal ya. Sal de esa niebla fétida. No te dejes absorber por esa cloaca. Ahora eres tú el portador de la muerte, de la nada. Candidato oscuro a la aniquilación, al exterminio. Fantasma ambulante eres, sin risa en los huesos que te consuele. Suerte tienes de ese tren de cercanías cuyo breve trayecto rescata la rodada imagen inglesa de una dedicación noblemente académica. El paisaje de los barrios degradados y las zonas industriales en declive tiene poco de campiña, pero tú viajas con los ojos cerrados, absorto en los dulces compases del chelo, ¿es Bach lo que suena?, ¿y cuál de ellos?, y recordando el futuro de tu pasado: el vivido, el escrito y el soñado.

Desde aquel ayer del proyecto hasta el hoy infecto de la inanidad, ¡qué viaje estremecedor! Tampoco te pongas ahora a hacer plañidera arqueología barata. ¿Qué miserables heroísmos te quieres recordar? ¿Qué galardones buscas? ¿Qué tinieblas pavorosas? ¿Qué soledades estremecedoras? ¿Qué otras mentiras quieres añadir a las máscaras sucesivas que han sido tu verdadero rostro a lo largo de los años?

Ahora llevas puesta la de duro y amargado profesor de unos muchachos insolentes, de unos exabruptos encarnados a los que has de domar en los inhóspitos rediles, las valladas dehesas, de la prisión institucional. Te sobra grasa histérica en esa corpulencia fondona, por eso resoplas, sudas y se te desordena el corazón como se desespera un atún en el círculo mortal de la almadraba. Triglicéridos, colesterol y ácido úrico son los frutos de tu existencia. Y la mala leche que te vuelve esperpéntico y antiestereotípico: un obeso avinagrado.

La rutina hacia la que te lleva tu ataúd no es ni siquiera el sobado pálido reflejo de lo que pudo ser. Tampoco vale el pelo de la dehesa ni el desasnar. Vas a una guerra de supervivencia en la que llevas demasiadas batallas perdidas. Desde hace años vas aguantando, reteniéndote, cavando tu propia fosa con las uñas. Negras de hastío las tienes tú, igual que el Largo de mugre, de rabia y de impotencia. No. Definitivamente, no: lo real no es ni por asomo racional. ¡Qué va a serlo! Tampoco tú lo eres, ni lo uno ni lo otro. Ni siquiera orondo juguete del destino. El azar, ¡el seguro azar!, te pareció algo demasiado serio, a pesar de su mezquino trato, como para involucrarlo, porque sí, en el caos milimetrado de tu vida. Ficción de lo respetable. Imagen de la realización personal. Encarnación de la seriedad responsable. ¡Qué ridículo personajillo de comedieta de títeres de cachiporra!

Tu única autoridad es amedrentar a esas bestezuelas con la vara estúpida de los suspensos y el látigo de pega de los expedientes. Y tu único placer estriba en ser una esfera galáctica, densa e inabordable, desde la que te mofas de los vanos esfuerzos pedagógicos de tus gayos colegas: bocazas de la vocación.

Aún es demasiado temprano. Helena estará despertándose. De los zánganos no se sabe si aportarán hoy por sus facultades, después de otra noche más de farra. Y tú, Darío, bien metido en tu papel: a la conquista del salario. En el reguero de días que te lleva por la vida como un río caudaloso que excava su cauce a medida que avanza hacia un mar que eternamente se aleja, ¡qué has hecho, sino repetirte hasta la náusea, plagiarte la inanidad y el desencanto? ¡Cómo no iba Helena a buscarse un amante!

¡Si al menos tuvieras esa excentricidad que es el gran remedio de las grandes desesperaciones!, como leíste en el estiradísimo Nabokov. Pero tu truculencia de ingenua cebolla hace llorar de pena. Peor aún, tu falsa solemnidad te asemeja al político más prosopopeyesco y mediocre que ha parido la democracia monárquica. Ni siquiera te atreves a nombrarlo para evitar, así, quién sabe qué abismales vergüenzas ajenas...

¿Desde cuándo están ahí, en esa plaza goyesca olvidada por los munícipes, exponiéndose a la indiferencia de los transeúntes y a las iras privadas de los vecinos; conviviendo con las sucias palomas, las escandalosas cotorras, los jubilados solitarios, los proxenetas y algunas esquineras de la calle del regeneracionista? No son parte del paisaje, son el paisaje. Apenas llama la atención que unos sustituyan a otros, porque los mismos carros llenos de bolsas, hierros, plomo y cartones ocupan el espacio con un desafiante sentido de la propiedad. Lo peor es identificar a algunos y observar el deterioro paulatino, la despiadada y nada relativa erosión del tiempo y el espacio, la temible caída.

Como la del trajeado redactor de, supones, solicitudes de trabajo, instalado primero en la cafetería, atildado y hasta jovial; el mismo que, poco tiempo después, desaparecidos una temporada el Largo y su dama de la esquina, empuña un limpiacristales de profesional y se acerca a los coches ofreciendo gentilmente el servicio; el mismo que, pocos meses más tarde, aflojado el nudo de la corbata, ennegrecida la camisa blanca y perdida definitivamente la raya del pantalón, lanza al cristal del primer coche al que detiene el semáforo una esponja empapada, con la mirada extraviada en un rencor que aflora en la energía con que pasa la varilla.

Tú los ves al paso, claro. Te salen al encuentro. Te tropiezas con ellos. Como te tropezaste en la charcutería con aquel joven matón de camisa de moaré rosa, alpargatas de lona, pantalón sin cinturón y mandíbula cuadrada, quien, sin arrancar la papeleta del turno, exigió que lo sirvieran, y al que hicieron esperar junto a su acompañante: una joven con una quijada caballuna, ojos azules y cabello rubio, vestida con unos tejanos ceñidos hasta el hueso lejano, y con una blusa bien metida en cintura para lanzar hacia el deseo un par de domingas firmes como la chulería del de navaja fácil, seguías suponiendo.

Lo supiste enseguida. Un día después allá iba el caporal con su ganado, dispuesto a que pastaran en él su beneficio. Ella, junto a tu teatro, Fancho, hipóstasis de la salud campesina, dispuesta para la más intrépida y monótona representación: una obra de escasísimo diálogo, limitada acción y archisabido desenlace. Él, en la plaza, con el diario deportivo, el palillo terciado en la comisura y el ojo avizor para controlar las entradas y salidas, siempre al quite, atento a su alcabala. A los cuatro meses ya había hecho corro con otros cuatro apoderados, mayores que él, de infame presencia y catadura indescriptible. Después, la rutina. E incluso el reconocimiento mutuo, pero nunca el saludo. Y alguna vez, cuando Helena ya había caído en las redes viscosas y placentarias de su psicoanalista, la tentación de acercarte y, atusándote el aladar esclarecido, casi parapetando la vergüenza, poniéndole mampara al rubor anacrónico, preguntar cuánto y si por delante y por detrás. Y atreverte a hacerlo no con la rubicunda y maizalesca belleza campesina, sino con aquellos ojos claros, semiocultos tras una cortina de cabellos negrísimos, de mirada paranoide que se clavaron en los tuyos un día, no para buscarte, sino para encontrarte.

Un encontronazo era lo que iba buscando, un hallazgo: saber, acaso, que aún existe la ternura. ¿Cómo la miraste, pues? ¡Y cómo te miró ella aquel día en que la viste subir a la furgoneta junto a otras siete mujeres! Se retiró el cabello con la mano, en gesto ritualizado y maniático, y te reconoció, ¡qué inequívoca la llamarada exultante de sus ojos!, justo cuando tú pasaste junto a la ventanilla desde detrás de la cual seguía queriendo encontrarte. ¿Hacia qué desolador puticlub de carretera comarcal iba aquella triste caravana de mujeres sombrías y deformes para satisfacer la ebria sed de aventura de tanto pueblerino infeliz? ¿Cuántos gordos como tú iban a desplomarse sobre ella si el alcohol de la sangre les dejaba llegar a correrse en ellas como torpes orangutanes? Y te pareció que acabaría su trabajosa jornada sin haber dicho ni una sola palabra, reventada y llena de cardenales.

Lo de Helena era muy distinto. Y lo tuyo también lo hubiera sido. ¿Y por qué acabó ella yendo al psicoanalista? No sabes si Eulalia se lo recomendó o sencillamente se lo pasó, si es que no lo comparten las dos. Y oficialmente tú sigues en la bendita higuera, hinchándote de dulzor y evocando, con cada higo, los breves tiempos felices de la pasión compartida. ¡Qué lucha agotadora, la de los celos de las alumnas! Ni en tus mejores tiempos espigados te hubieras parecido, ni por remota casualidad, al elegantísimo, sarcástico y atormentado Mason-Humbert, y mucho menos aún hubieras tenido el atrevimiento de requerir de lascivos amores ni siquiera a las que fantaseaste a veces que te hubieran seguido la corriente. Lo cierto es que tu miserable vida sexual tiene menos historia que un listín telefónico. Helena lo fue todo, hasta dejarte en la nada. ¿Cómo es posible que sea tan perfecta la cautela del desamor, su discreto imperio sobre las personas? ¿Por qué pasos inauditos, incontables y de gatuna almohadilla se extingue, inadvertida, la pasión?

Claro que la vida desgasta, como la gota horada la roca, y el deseo parece que se sepulte, asfixiado, bajo los rollos adiposos, las flatulencias, los ridículos calambres del contorsionista prematuramente envejecido, o, por el lado contrario, los sempiternos e insoportables dolores de espalda que no te soportan a ti, pero sí a otros, o a otro. Y la esclavitud del trabajo que te aniquila, sin que haya noche ya, ¿desde cuándo?, que no te acuestes como un caballo reventado por un jinete inexperto y hambriento de riesgo.

El fantasma de la impotencia, el estruendo mudo del gatillazo constante, ya no te obsesionan. Como el hecho de que hubieras llevado esa rigurosa y patética contabilidad de las reglas que se sucedían sin que en el intervalo hubieras podido correrte en otro sitio que en el plato indiferente de la ducha.

¿Se inició, ese declive, cuando, ahora sabes que en mala hora, se te ocurrió contarle a Helena la fantasía que acrecentaba tu excitación hasta el paroxismo? Te dejó que acabaras la narración balbuciente de cómo te gustaría que otro hombre la poseyera y, mientras la hartaba de placer con un incansable metisaca portentoso, ella se entregara a tus labios para besarte con la más apasionada de las lenguas, a ti abrazada, antes de que te hiciera una felación mientras tú se la hacías a ella en el clítoris y rozabas con tu lengua, al tiempo, la verga encabritada de vuestro compañero de delicias...

Te dejó acabar, sí, pero apareció, ¡por primera vez! en su mirada la inequívoca presencia del asco y se limitó a escupirte: «¡Tú estás enfermo, Darío!» Y en esa convalescencia quedó la cosa, donde aún sigue.

¡Ojo! Casi te pasas de estación, señor profesor. A ver ese rictus de herniado cervical. Saca teta, gordo. Esconde el estómago rumiante... Imposible. Seiscientos metros y, a pesar de que ha refrescado lo suyo, llegas empapado, dispuesto a pescar el primer resfriado de la temporada. ¡Y qué bien que te iría una semanita de asueto asofado para recuperarte del tórrido mes de setiembre y del choque brutal contra las primeras clases. En un curso hay meses que, literalmente, se levantan como una muralla inexpugnable, en sí mismos, y al margen de que las circunstancias te puedan tumbar en cualquiera de los ocho restantes. Octubre es así. Un zigurat cuyos últimos escalones son medio metro más altos que tú.

¡Tente! ¡Chitón! No te dispares. Trata de pasar. Míralos, qué violenta felicidad, qué seguridad de esputo incívico y desdén divino. Déjalos pasar, Darío: ni ven, ni escuchan, pero gritan como pavos reales en celo. Celo permanente e insultante es lo que los domina y los describe. Encelados y celosos de una libertad que es la pura irresponsabilidad. Y de inocentes, ¡ni tantico así! Lo más sensato sería no interferir en la escritura jeroglífica de su destino, y dejar que las ramas tupidas de lo inexorable acaben atrapando sus cabecitas rapadas para exponerlos, pelones de manteo, a los azotes y las lanzas de los temibles escarmientos que jamás vivirán en cabeza ajena.

Menos cháchara, pedagogo de Palestina. Los odias. Tal como suena. Te dan asco. No los soportas. Ni siquiera tener que pensar en ellos. Menos aún verlos. Y lo peor de todo: ¡trabajar para ellos! ¡Qué tentación, ahora que tus zánganos están en edad de valerse por sí mismos, la de dejarlo todo y enfrentarlos, de golpe, a la necesidad de luchar para sobrevivir! ¡Ya estás con tus decisiones dramáticas de opereta! Que de la sociedad apasionada y limitada que forma una pareja enamorada se llegue a la sociedad de socorros mutuos en que esa misma pareja se convierte tras veinticinco años de unión es un proceso natural. Pero en tu caso, que ni disfrutas de esa consoladora segunda parte, ¿qué poderosa fuerza gravitatoria te mantiene uncido a la rutina de una convivencia que más es conmorencia o condesdén?

Sí, haz lo de siempre, juega con las palabras hasta desfigurarlas, hasta desrealizar cuanto ellas nombran, cuanto tú vives, cuanto tú padeces. Haz juegos malabares y busca el aplauso de tu necedad. Pero llegará un momento en que, con nombre o sin él, la realidad se alce para decirte: «Aquí estoy, a ver si te atreves conmigo, pichafría.» Y en ese momento no habrá palabra que te salve, ni que te distraiga, porque te quedarás mudo. Con esa mudez que cruzáis ahora como antaño silencios de complicidad. ¿O ha llegado ya, esa realidad, y tú te niegas a reconocerlo, a aceptarlo? ¿Y te lo preguntas? ¡Qué fugitivo has sido siempre! A fuerza de escurrir el bulto hinchando el continente has conseguido convertirte en una sombra esquiva que solo aspira a que llegue cuanto antes el ocaso para confundirte con el fondo democrático de la noche.

¡Cuántas vidas ha forjado tu pusilanimidad para poder soportar el extrañado y apátrida vuelo de flecha de la tuya, el que arrancó hace ya medio siglo y cuya caída tanto temes como deseas! No insistas. A los suicidas les guía una pasión voraz. Tú eres un mediocre aficionado a la vida, un fantaseador de farsas que le quitan hierro a cualquier dolor, a cualquier angustia. Y sigues fiel a esa manía, en modo alguno poética, o bien poética al modo etimológico: un simple hacer que la vida siga, que los días se sucedan y, en ese fluir perverso, ir perdiendo la conciencia de todo lo que no sea el omnímodo poder de la rutina.

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Fecha de publicaciónFebrero 2010
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