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Fuera de compás

Capítulo 41

La luna en pedazos

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Lena y el Gitano están en el viejo bar donde tantas veces charlaron hace ya más de diez años. Cuando Lena está con él olvida hasta qué punto lo añora, todo vuelve a su orden como si nunca se hubieran distanciado. A Lena le gusta sentarse a su lado pero hoy el Gitano le ha pedido que se siente enfrente para verla bien. Entre ellos se interpone la larga mesa de madera oscurecida por el sudor de miles de manos y la marca de miles de gotas de vino vertidas por descuido durante décadas. El Gitano está delgado, más cetrino que nunca. Va peinado de forma distinta, con el pelo muy corto, quizá por eso resulta ralo. Sus ojos no han variado; pequeños, oscuros y profundos. Ojos enmarcados en unas arrugas que bien podrían haber sido talladas con faca. No sabe, piensa ahora Lena, por qué el Gitano no se ha casado nunca.

Lena le cuenta que sus rodillas se han rebelado. Pero que eso no le supone, en el fondo, una verdadera frustración, que acepta sin sufrimiento la idea de retirarse de escenario. Hablan del inminente final de la cueva de Los Reyes.

—Siempre he pensado que yo me marcharía mucho antes de que la cueva desapareciera —dice Lena—. Estaba segura de que ella seguiría desafiando eternamente los siglos. Ahora tengo miedo de que Mariano tenga razón. Tengo miedo de que ese misterio, que para Mariano es un duende, se oculte como él dice a nuestros sentidos, ¿cómo explicarlo? Seguirá existiendo porque los duendes son inmortales, pero, si perdemos la vía mágica que nos permite llegar a ellos, ¿qué será de nosotros?; una panda de estúpidas criaturas dando tumbos contra muros trasparentes. Tengo miedo, Gitano, de que una vez destruida la cueva todo se deshaga como si jamás hubiéramos existido, que desaparezcamos sin dejar ni una señal que permita reconstruirnos si quiera en la imaginación. En esa cueva he bailado como en los sueños, no es igual en un teatro. Era bailar por bailar, romperse por gusto. Era decir y decir sin decir nada, fuera de las palabras, del tiempo, de todas las conveniencias y de todos los lugares.

El Gitano escucha. A Lena le parece que está muy triste, entonces cambia el tono de su voz y empieza a explicarle lo mucho que disfruta enseñando. Lena se entusiasma, dice:

—El baile no se parece a ninguna otra cosa, la complicidad con el alumno es extraordinaria y la responsabilidad del maestro ineludible —. Lena quiere contarle lo de Amsterdam. El Gitano se frota la cara —. Voy a dedicarme exclusivamente a las clases —continúa diciéndole—. Tú también lo hiciste más o menos a la edad que yo tengo ahora. Tú y yo somos lo mismo, Gitano.

—No, Lena, no somos lo mismo —impone su voz el Gitano—. Somos muy diferentes. Tú te encadenaste a esto porque ibas sin rumbo, y fue la forma de que la extrañeza ante la vida no lograra arrojarte del barco. Yo hice justamente al contrario. Yo vendí el alma por bailar. ¿Entiendes? Fui arrojado del barco por bailar. Mis sueños de brillar, de exhibirme, exigieron un precio altísimo. Mi padre, un madrileño prepotente y juerguista, me despreció desde niño porque mi complexión era la más débil de todos mis hermanos; se avergonzaba de mí, me trataba de marica, me llamaba Pulgarcito.

—Pulgarcito no es un insulto, sueña cariñoso —dice Lena.

—El lo decía de tal forma que sus burlas me destrozaron la infancia. Yo no sabía entonces que los dedos más cortos de la mano son en realidad los más largos pues llegan al antebrazo —el Gitano se ha quedado ausente unos instantes, luego cambia la expresión y dice divertido—: Bien mirado, a Pulgarcito debieran haberle llamado Meñiquito, ¿no crees?

Lena ríe. El Gitano también, pero enseguida vuelve a ponerse serio y continúa con su historia.

—Sin embargo, llegada la adolescencia mi padre descubrió mi facilidad para los estudios; entonces cambió su trato y decidió que yo debía darle la satisfacción de convertirme en abogado. No era eso lo que yo quería. A pesar de la enorme necesidad que tenía de su cariño y, sobre todo, de su reconocimiento, defendí frente a él y al resto de mi familia la obsesión que tenía desde niño: Convertirme en artista. El mundo de mis afectos reventó por completo. Imagínate lo que eso suponía en aquellos tiempos. Tuve que irme de casa y pasé por mil penalidades hasta que logré abrirme camino. ¿Sabes qué dijo el gran Antonio Ruiz cuando me hizo la prueba? Me vio tan acobardado y tan menudo que intentó darme ánimos y exclamó: “Buena estatura para un bailarín”. Ese fue quizá uno de los momentos más fantásticos de mi vida, jamás me he sentido tan poderoso. A los treinta años, cuando me encontraba en el momento más brillante de mi carrera, decidí que los sufrimientos habían merecido la pena y que ya no quería querer a mi padre ni que él me quisiera a mí. Murió sin que uno al otro nos hubiéramos perdonado. Yo había comprendido que no hay más amor que el de la Naturaleza, ella es la que nos coloca en un vientre y decide que nazcamos. Nadie da algo a cambio de nada, nadie quiere, querer es un verbo hueco.

—No es cierto, Gitano, tú me diste todo por nada. Y yo te quiero. Te hubiera seguido hasta el infierno.

—Tú me quieres —sacude el Gitano la cabeza—. De acuerdo. ¿Eres capaz de recordar lo que hizo que te fijaras en mí?

—Lo sabes, tus manos.

—¿Mis manos? ¿Esto tan corriente? —Dice el Gitano posándolas sobre la mesa.

—No, eso tan corriente, no. Fue el movimiento, lo que hacías con ellas. Ese movimiento se extendía a la totalidad de tu ser, te sacaba de la especie humana, te daba categoría de dios.

—Y el dios codicioso viendo a la princesa rendida la engatusó con caricias, tules y lentejuelas y se la llevó a su reino. Tú lo que amas es el baile, Lena. Es lo que quieres por encima de todas las cosas. Tanto lo amas que has sido capaz de sacrificarte al escenario. Justo al contrario que yo. ¿Ves la diferencia? Yo he bailado para justificar mi presencia en el escenario y tú estás en el escenario porque yo te hice subir ahí arriba. Cualquiera que pertenezca a este mundo sabe que he sido yo, y sólo yo, quien te ha enseñado a bailar.

—A bailar y a todo, Gitano.

—Yo sólo he vivido para el baile. Cuando comprendí que mi cuerpo ya no podía soportar el ritmo de las tablas concebí una nueva ambición: Crear escuela. Soñaba con una generación joven de bailaores y bailaoras que llevaran mi sello, que dispersaran por el mundo el jirón que yo, sólo yo, con inteligencia, fui capaz de arrebatarle a la belleza. Ya sabes de lo que hablo. Pero no es lo mismo plasmar la belleza en una piedra o en un lienzo que mostrarla sobre un cuerpo humano sujeto a pasiones, contradicciones, miedos, debilidades... No es tan difícil este vuelo. Hay bailaoras que lo consiguen imitar, pero ¿por qué lo pierden? ¿Por qué no se detienen a pensar si quiera una vez en lo que están haciendo para ser capaces de repetirlo fríamente? No se dan cuenta de que poseyendo el movimiento con la inteligencia podrán revivirlo cuando falte la pasión. Pero no, se apasionan bailando y prefieren no pensar.

—Yo tampoco me detuve a pensar, Gitano.

—Ya es tiempo de que lo hagas —responde el gitano aprisionando las muñecas de Lena—. Es aquí. La fuerza está en las muñecas. Pero no te hagas la ilusión de trasmitirlo, un día parece que alguien lo ha atrapado y unas semanas después lo ha perdido. Es curioso, sólo es un mecanismo, pero tan sutil, tan pequeño que se desprecia.

—¿Por qué estás triste?

—¡Qué dices! No estoy triste. Escucha, sólo debes enseñarlo por si existe alguien capaz de descifrarlo. Pero no lo regales jamás, tiene un precio muy alto.

—Gitano, te entiendo mejor cuando te mueves o cuando pienso en ti; cuando hablas o miras me confundes. Al poco de conocerte me asustó una vez la forma que tuviste de mirarme. Lo hiciste de una manera agazapada y maliciosa como si mirara un lobo.

—Por los ojos se escapan las verdades más bárbaras.

—¡Bah! No digas cosas raras, tú nunca has sido un lobo conmigo.

—Todos llevamos dentro un ángel y un demonio. Recuerda el tiempo aquel en que nos conocimos. Imagina que tú no hubieras cedido a mi influencia, que hubiera vencido ese rechazo que en el fondo tienes al escenario.

—Yo no tengo rechazo al escenario, no sé por qué te empeñas hoy en esa idea.

—Estás equivocada. Tu te arrojaste al escenario por mí. Sé que dices la verdad cuando aseguras que me hubieras seguido hasta el infierno. Lena, así te comportas con quien te atrapa. Pero el escenario no es tu verdad; eres timidísima. En ti vence lo cercano sobre cualquier otra ambición, se nota en tu forma de bailar; nadie hace lo que haces tú para ofrecérselo a una muchedumbre sin cara. Tú bailas para mí, siempre has bailado para mí. En el fondo te ha venido bien, esa es la causa de tu éxito. Pero cuidado, tus rodillas han dicho basta.

—Eso no tiene que ver, por las rodillas caemos casi todos.

—Caemos casi todos los que hemos zapateado como bestias durante décadas. Los que nos hemos lastrado para ensayar. No es tu caso, Lena.

—Me pregunto a dónde quieres ir a parar —sonríe Lena.

—Imagina por un instante que, cuando empezaste, yo me hubiera comportado contigo de una forma menos afectiva, menos seductora, más razonable. Me hubieras admirado, sí, pero distanciada de mí. Si yo no te hubiera envenenado dándote el cariño que tanto te faltaba nunca te hubieras atrevido a hacer profesión de esto. No creas que no lo entiendo, la posesión de una belleza no necesariamente va pareja al negocio de venderla.

Lena se pregunta por qué el Gitano está tan empeñado hoy en desmenuzar con palabras lo que existe entre ellos. No va a negar porque sabe que es cierto. Lo ha sabido desde el principio, aunque siempre le ha dado pereza pensarlo. Y qué —se pregunta confundida—, y qué.

El Gitano sigue hablando:

—Ahora imagina que, después de haberte atrapado, hubiera cometido algún error que reventara aquella pompa misteriosa en la que nos metimos los dos. Era tan fácil herirte en un descuido, Lena, tenías el alma en carne viva. Gracias a mi habilidad confundiste el baile conmigo y los dos nos hicimos uno para ti. Te enamoraste de mí, sí, pero el placer de bailar te embrujaba y te bastaba hasta el punto de que no me has tocado nunca. ¿Por qué?

—Siempre me he sentido tuya, Gitano, pero estaba convencida de que lo nuestro pertenecía al mundo de la Belleza. En el fondo nunca creí que te apeteciera tener otro tipo de unión conmigo. Te he sentido unas veces como mi auténtico padre, otras como la madre añorada y otras como mi marido por naturaleza en una dimensión inexplicable, inabarcable.

—Tú y tu mundo propio, Lena. Y ya se sabe, con los padres no hay que acostarse porque los hijos salen tontos.

—¿A qué viene eso?

—A que no voy a sacarte de dudas. Puesto que nunca has querido averiguarlo, a estas alturas, no vamos a aclarar eso. Desde luego es cierto que fue tu pasión por el baile lo que hizo que me volviera loco contigo. Pero si me hubiera tentado algo diferente jamás me hubiera atrevido a dar un paso. Pudieras haber sentido mi humanidad alejada, diferente del baile y todo mi esfuerzo se hubiera echado a perder. Yo era tu marido por naturaleza, bien, pero en la naturaleza del ser humano se revuelven bárbaras verdades con ambiciones de plástico. Solucionaste tu lucha interna escondiéndote. Yo no daba el tipo del hombre que podía gustarte. De mí sólo querías el baile y, por eso, me colocaste en un lugar alto, inaccesible, perdido entre las estrellas, allí donde suponías que no tenían cabida los requerimientos de la piel.

—Puede ser. Eso no significa que el sentimiento quede menguado.

—Ni comías ni dejabas comer. Lo cierto es que anduve con mil precauciones en todos los órdenes para no estropearte. Rechacé una oferta muy tentadora porque había que salir de inmediato. No estabas en condiciones de entenderlo, te hubieras sentido abandonada. Tú, tras haber sido salvada, de nuevo abandonada. ¿Cuál hubiera sido la venganza? ¿A qué carta te la hubieras jugado, a la de Madama Butterfly o a la de Yerma? Pero, sobre todo, ¿a quién crees que le robé el alma, a la mujer o a la bailaora?

—Pues a las dos, Gitano, no des tantas vueltas. Las dos son la misma.

—Tú sabes que no. Ahora que el tiempo ha transcurrido no recuerdas quien era la Lena que yo conocí. Una mujer aterrada que se había quedado escondida en algún rinconcillo de su historia. Brilló la bailaora y vivió la bailaora porque era a esa, y sólo a esa, a la que yo había conseguido devolverle el sentido. No sé si hice bien, no estoy seguro de que seas una persona completa. Quería que comprendieras esto, Lena, necesitaba quedarme en paz.

—No tenemos culpa de que nos hayan arrojado al mundo maltrechos y sin alas.

—Así nos han arrojado a casi todos.

—Gitano, ¿Tú sí has logrado ser una persona completa?

El Gitano no responde. Lena siente la necesidad de hacerle otra pregunta:

—Si yo no hubiera servido para bailar, ¿me hubieras mimado de la misma forma?

—Desde luego que no.

—Entonces —contesta Lena arrepentida de haber hecho la pregunta—, yo también me quedo en paz.

Ambos han enmudecido y han dejado de mirarse.

—Y, si después de conocerme —pregunta Lena decidida ya a ir hasta el final—, y de ayudarme tanto, si después yo hubiera caído en el desánimo o hubiera enfermado, si algo me hubiera impedido seguir bailando, ¿qué hubieras hecho?

—Despreciarte.

—Pero, cuando hubiera pasado el mal momento —insiste Lena incrédula—, ¿hubieras vuelto a quererme?

—Seguramente. Pero no olvides que el arrebato permite hacer cosas irrepetibles. Una vez enfriada el alma no se puede volver al principio si no se ha comprendido ese mecanismo del que te hablaba antes, si no se ha guardado en la inteligencia.

—Siempre se añora el resplandor que ha dado sentido a la vida. Si se pierde, la existencia se gastará en buscarlo.

—¿Ves?, tú no eres de escenario, tú eres... de ti y de quien te atrape. Lo supe desde el principio —el tono del Gitano ha recuperado su calidez habitual—. El baile lo cuenta todo, uno baila como es. Lena, créeme; si yo no hubiera andado listo, pudiera haber ocurrido que la idea de verte expuesta a todos esos desconocidos, que a duras penas saben interpretar el sentido de una danza, te humillara tanto como para rechazarla, quizá no a las claras, pero sí en ese interior incontrolable que tenemos las personas...

El Gitano sigue hablando y el pensamiento de Lena se aleja y se siente uno con el de la extraña Ana. La atroz timidez de esa muchacha... Las personas llevamos dentro muchas mareas de fondo. El rechazo a sentirse objeto en un espectáculo puede llevar a alguien al agarrotamiento, y no se trata del conocido miedo escénico, eso es otra cosa añadida, sí, pero otra cosa. Quizá la muchacha sabe que sus dotes la van a arrastrar a la escena y, con soberbia, se niega en lo más íntimo a hacer una exhibición ante quien duda de si la merece. Lena parece entenderlo todo de pronto, lo entiende con la misma claridad que si se tratara de ella misma. El artista no lo sabe y poco a poco empieza a decaer en los ensayos, como si hubiera contraído una enfermedad de los huesos o de los músculos. Y, cuando al fin regresa el sentido común y las ideas se han ordenado, es imposible recuperar, recordar el mecanismo, y el empeño desesperado por encontrarlo obsesiona la mente hasta aislarla y dejarla sorda. Y el artista empieza a bailar fuera de compás. Y la luna se hace pedazos.

—Te has quedado pensativa —dice el Gitano.

—Tengo una chica que aprendió contigo; Ana. ¿La recuerdas?

—He tenido muchas anas.

—Ésta es diferente.

—Sé de quién hablas. No imaginas lo que fue capaz de hacer en un año y no era ya una cría. Se parecía a ti en la pasión que ponía y tenía el mismo defecto que tú; ésa timidez, ese miedo de sí misma. Apareció en mi clase como caída de una higuera. Me gustó, al principio me gustó esa mujer. Me envolvió su entrega, hice un esfuerzo atroz hasta que conseguí que entrara en compás. Un día me di cuenta de que tras aquella inseguridad se escondía una especie de reina destronada, una soberbia. Sin embargo, su actitud ante la vida estaba estrangulada por el miedo; sabe Dios de que esperpéntica historia familiar venía o qué clase de marido la ahogaba en su casa. Pero, mira qué contradicción, ante sí misma y aunque ella no se diera cuenta, se creía demasiado para hacer la bufonada de dar vueltas al aire delante de un público. En el fondo, era una especie de Salomé, una mujer que baila si quiere y si no, no. Tuve que aceptar que había perdido el tiempo con ella. Y qué quieres, éstos así son intrusos, una especie de piratas, y, con los piratas, ¿sabes lo que hay que hacer?: Atarles los pulgares para que no los encuentren. Porque si no, utilizan el talento para llevarse sin lucha algo precioso, algo que a otros nos ha costado años y años de sacrificio. Y se lo llevan para esconderlo en su casa. Yo no quiero ladrones en mi clase, quiero profesionales inteligentes.

—¿Cómo intrusos? ¿Cómo piratas? ¿Cómo ladrones? ¿Acaso esa mujer no te pagaba las clases al mismo precio que los demás bailarines?

—También se paga dinero por una prostituta y eso no te da derecho a llevarte puesta su vagina —El Gitano ha contestado de nuevo con los ojos como ascuas. Al momento se arrepiente, dice—: Lo siento. Ya sabes que no soy amigo de groserías —se disculpa—. No voy a engañarte, el dinero me gusta y me gusta mucho, pero el dinero sin inteligencia me revuelve los malos instintos.

—No pretendo contradecirte, Gitano, lo que ocurre es que cuando se acepta el juego de la compra-venta uno ya no puede elegir. Si tomas dinero de alguien tienes la obligación de entregarle en buen estado lo que ha comprado, sea quien sea y haga lo que haga con ello.

—Mira Lena, ni tú ni yo podemos cambiar el mundo, cada cual tiene que cargar con su maldición. Esa chica me rebasó. A pesar de su talento o a causa de ello, no conseguí llevármela como hice contigo. Ella tenía cosas más importantes que resolver, fantasmas interiores que la impedían expandirse fuera del recinto del estudio o, simplemente, se encontraba cómoda y hasta protegida en su jaula. El caso es que cuando la veía me daban ganas de darle una patada y subirla a un armario. Un día le dije: “Para hacer espectáculo ante el espejo de tu casa no merecía la pena que tú y yo nos hubiéramos esforzado tanto.“. Enseguida se vino abajo. Por otra parte tenía una necesidad enferma de confiar, se creía a ciegas todas mis indicaciones, era muy fácil equivocarla. Quizá esa chica me pilló viejo. Quizá fue culpa mía, no supe engancharla.

—No es eso —dice Lena muy bajo —. Es que da igual la forma en que un alumno quiera utilizar lo aprendido. Si quiere dejarlo abandonado en el estudio o estrellarlo contra el espejo de su habitación es cosa de él y sólo de él.

—Mira, Lena; esa mujer tenía un problema en su personalidad que le impedía desenvolverse. El diablo sabe por viejo; ésa era de las que esperan la llegada de un príncipe fornido y tonto, como todos los guapos, capaz de rescatarlas de no se sabe qué y de conducirlas al lugar de espuma que se merecen.

—Eso lo esperan muchas mujeres.

—Y qué iba a hacer yo, ¿meterme a psiquiatra?

—Gitano, lo que soñara esa mujer no nos importa. Tú no tenías que hacer nada, ni esforzarte en un primer momento ni desanimarla después.

—Ella se desanimó sola.

—Esa chica me preocupa.

—¿En qué quedamos? ¿No hacemos nada o nos preocupamos?

—Gitano, hay algo que no termina de convencerme.

—¿Eso qué quiere decir? ¿Que mi pensamiento no encaja en el tuyo? ¿Ves por qué no somos iguales? A lo mejor ya no me quieres tanto, puede que a tu juicio mi forma de pensar resulte incluso rastrera.

—No, eso no. No podría dejar de quererte —sonríe Lena.

—Algo bueno habrá, entonces —sonríe también el Gitano.

—Desde luego. Pero muchas veces he querido encontrar la razón por la cual los bailarines que han brillado en tus clases y se han quedado tan fascinados contigo, siempre terminan por regresar al lugar de donde han salido. Para los que llegan conociendo la profesión no resulta demasiado grave, te olvidan y continúan su camino.

—Ahí sí estamos de acuerdo —interrumpe el Gitano—. Muchos no sólo se marchan, sino que en lugar de olvidarme van por ahí echando pestes. Lo mismo da, yo tengo mi prestigio bien cosido; ninguno de estos alocados que se inspiran un día, y no son capaces de averiguar después lo que han hecho, va a echar por tierra con su resentimiento lo que he logrado levantar a lo largo de mi vida. Mi error ha sido confiar demasiado en el poder de la inteligencia. Todos sabemos que un tonto, pobrecito, no puede bailar. Pero los inteligentes se comportan como tontos. Son ellos los que deben curarse. ¿Por qué me miras así? ¿Qué estás pensando? ¿Crees que soy un sol eléctrico que atrae mariposas confiadas para achicharrar tanto más a la que más se acerca?

—Yo no puedo creer eso, Gitano, no fue mi caso. Pero Ana llegó de la nada. Cuando pase la borrachera regresará a su nada con el dolor añadido de saberse capaz de cabalgar sobre la Luna y no poder ya encontrarla.

—Si de verdad esa Luna es suya, terminará por sacarla de su escondite. Sólo debe volver al principio una vez que tenga las ideas claras.

—Pero ¿cuándo? Las ideas nunca están claras. Por eso se busca al maestro, para que desvele lo que de otra forma llevaría décadas descubrir.

—Yo no obligo a nadie a confiar en mí ni a acudir a mis clases. ¿Llorarás el día que me muera?

La brusca pregunta sobresalta a Lena y hace que olvide la conversación.

—No. ¡Por tonto! Por decir esa tontería.

El Gitano se ríe y deja ver unos dientes pequeños y amarillentos.

—Sería una faena que te murieras —añade Lena recuperando el humor—, porque me quedaría sin nadie con quien hablar en el pensamiento.

—Entonces, ¿llorarás o qué?

—Ya veremos...

—Sinceramente me gustaría que lloraras, pero mucho. Y, eso sí, después de llorar, puesto que te has llevado lo que vale de mí, también me gustaría que me olvidaras para siempre.

—Eso es imposible.

—¿Qué es imposible?: ¿Que llores mucho o que me olvides para siempre?

—No te hagas el cínico.

La tarde ha transcurrido sin saber como. El Gitano tiene que marcharse, lamenta haber comprometido la noche. Se queja de lo poco que dan de sí tres días. Asegura que volverá pronto. Lena lo ve alejarse pequeño, ligero y fibroso, casi tapado entre la gente.

—¡Espera, Gitano! —grita Lena—. ¡Escucha! —El Gitano se vuelve. Lena sigue gritando—: Estás equivocado, no siempre he bailado para ti. Al menos una vez ¡no!

El Gitano ríe abiertamente. Luego sus ojos oscuros aguijonean la tarde desvanecida hasta clavarse en los de Lena, Grita también:

—Serás... ¡Adúltera!

Lena también ha reído. Pero, a medida que la gente y la calle disuelven la figura de su maestro, las aceras y las viejas fachadas se van oscureciendo y todo vuelve a su color gris como si él nunca hubiera regresado. Lena no ha reconocido hoy al hombre a quien debe tanto. Piensa en Ana y lo siente lejos, en otra dimensión que nada tiene que ver con la que han compartido hasta ahora. El ahogo en el pecho se hace más intenso a cada instante.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónEnero 2013
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