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Fuera de compás

Capítulo 7

Y la mano en el fuego

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Julio a veces hace preguntas como si quisiera saber hasta los detalles más nimios de su procedencia y a Lena eso le resulta incómodo. Lena no soporta hablar de su pasado. Cierto que las escenas regresan con frecuencia a su memoria, pero decir «Esto me ocurrió» sería mentir porque eso le ocurrió a alguien que ya no existe. Cuando Julio pregunta por su infancia se exaspera. Disimula porque comprende su intriga, se dice a sí misma que la curiosidad es humana. Pero hablar de su madre, aquella pobre loca, o del gesto atormentado de su padre, es superior a sus fuerzas. Una infancia de gritos sin sentido, tortazos que planeaban como insectos gigantescos por la cocina o el cuarto de estar antes de estrellarse en su cabeza. No existen recuerdos dulces de aquel tiempo, hasta los que podrían parecer remotamente amables están teñidos de insidia. Porque, ahora, Lena intenta recuperar un recuerdo amable. Un hombre menudo al que no puede dibujar en su mente porque su imaginación se empeña en confundirlo con el Gitano, pero no. Algún amigo de su padre, quizá. Un hombre moreno con el pelo rizado que ceceaba, le traía cuentos con unos dibujos de ensueño y una vez le prometió llevarla al Retiro a montar en barca. Probablemente no era un amigo sino un jefe de su padre, por eso tenían que aguantarlo en casa. Esa poesía de la que Lena recuerda algunos versos bien pudiera habérsela enseñado él: La princesa no ríe, la princesa no siente; la princesa persigue por el cielo de Oriente la libélula vaga de una vaga ilusión.

La madre, al fin, le prohibió entrar en el salón cuando el hombre venía porque se había obsesionado con la idea de que a aquel hombre le gustaban las niñas y las hacía subir a la Luna y que su hija se ponía muy tonta con él. Era tan pequeña que no puede acordarse. No sabe si a ese hombre le gustaban las niñas o no, seguramente lo que ocurría era que a la madre le molestaba que alguien atendiera a su hija con un mimo que, en su carácter débil y sin desarrollar, deseaba para ella. Sin embargo, a la vez, también podrían ser ciertas sus sospechas porque esa madre loca era astuta y a veces percibía las suciedades. Pero, si alguien inoculó en la voluntad de Lena un afán de búsqueda, una persecución de la belleza en ese tiempo de la infancia en que el alma se condena o se salva, fue aquel hombre con su trato dulce y sus comentarios plateados que la llevaban a decorados de luz de espuma. Quizá no existió el hombre menudo y moreno ni los comentarios perversos ni la reprobación de la madre; bien pudo ser todo un delirio infantil producto de una fiebre alta, porque, si Lena tuviera que poner la mano en el fuego para responder de la veracidad de ese recuerdo, no se atrevería a hacerlo.

De lo que no duda es de las bofetadas; no es que fueran constantes, pero le caían encima sin saber por qué. Una vez sangró por la nariz después de unos cuantos golpes desquiciados en la cara. Pero eso no trastorna; hay cosas peores. Lena fue una niña matada por el miedo. Llegó a temer tanto a su madre que a veces la confundía con la Muerte. Sería absurdo tratar de explicarlo, de relacionarse a sí misma con aquello. ¿Cómo debería hacerlo?; ¿fingiendo que todo fue normal?, ¿contar las anécdotas limpiándolas de la pátina siniestra que las envuelve? Un trabajo agotador. No puede hacerlo porque está segura de que Julio no va a entender que esa vida no es en realidad la suya. Lena fue tan desgraciada como afortunada, pues apareció el Gitano; una especie de mago generoso que la salvó y la convirtió en lo que es ahora.

Tampoco tiene ganas de contarle a Julio que estuvo casada con un hombre, en el fondo, tan corriente como él, aunque sin suerte.

Lena a veces ve las intenciones de Julio como a través de unos rayos X y no logra averiguar la causa que las dirige. Le extraña que alguien con esposa y, sobre todo, con tanto mundo, demuestre ese afán por penetrar en la conciencia de una mujer con la que se acuesta a escondidas llevado por el aburrimiento de su vida íntima o, quizá, por hacer realidad esas fantasías de conquistador que atacan a los cuarentones. Julio no ama de una forma desenvuelta. Parece que estuviera pendiente de hacer las cosas bien para no defraudarla. Ella le oculta que piensa así para no avergonzarlo. En el fondo se alegra, eso evita que se equivoque, que se deje arrastrar hacia un sinsentido.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónMarzo 2010
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