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La mujer del domingo por la tarde

Juan Carlos Montilla
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Se retiró de la ventana con expresión de hastío, encendió la pequeña lámpara que había sobre la mesilla y se sentó en el sofá. Tomó del revistero uno de los suplementos dominicales y comenzó a hojearlo con desgana. Durante años había reprochado a su marido aquel gasto excesivo y superfluo en periódicos, tres cada fin de semana, pero ahora que él había muerto ella seguía comprándolos como si aquel rito semanal fuese un mandato del difunto, una última voluntad sagrada e inapelable cuyo incumplimiento atraería sobre el culpable las más terribles desgracias. Pasaba las hojas sin apenas prestar atención, preguntándose, como tantas otras veces, dónde estaría el mundo del que hablaban aquellas revistas y quiénes serían las personas que compraban aquellos muebles tan extraordinarios y aquellos regalos tan inútiles y tan caros. Sin ánimos para fijar su atención en la lectura abandonó la revista abierta sobre su regazo, cerró los ojos y apoyó la espalda y la cabeza en el respaldo del sofá.

Desde la calle llegaba un murmullo apagado, las voces y los pasos sin prisa de los paseantes fantasmales de la tarde del domingo. Desde dentro, desde la casa, sólo el latir monótono, matemático y polvoriento del viejo reloj de pared, que en realidad no existía.

Por puro accidente, su vista rozó la fotografía de su marido. Ahora que se paraba a pensarlo se sorprendía de lo vivo que tenía aún el recuerdo de aquel hombre en los días en que lo conoció, de lo cierta que era su presencia ahora que había muerto y, por el contrario, del vacío tan ancho que ocupaba el resto, todos los años de convivencia. Podía imaginarlo a su lado, jovencísimo todavía, cuando paseaban por las tardes en la rosaleda, antes de casarse; podía imaginarlo a su lado aquella misma mañana en la cocina, cuando ella, sin darse cuenta, puso dos tazas sobre la mesa para servir el café; pero cuando quería revivir cualquier ocasión de sus años de matrimonio, aquel viaje que hicieron a Barcelona, la boda de su hermano Enrique, cualquier cosa, sólo podía imaginar a su lado una sombra, algo irrelevante, desvaído, sin fuerza para convocar detalles que le asegurasen la cualidad de auténtico recuerdo, de persona junto a la cual se han vivido experiencias decisivas.

Suspiró, y se levantó en ese suspiro. Salió del salón y caminó por el pasillo sin encender la luz porque en realidad el pasillo no existía, una oscuridad que salía de ninguna parte y llevaba a ninguna parte, por la que se podía andar igual que se podía flotar; nada. Entreabrió la puerta del cuarto de su madre y la vio allí sentada, frente al televisor. La miró como se mira algo que no existe, o peor, como se mira algo que no debería existir, porque incomoda, y rápidamente desechó esa mirada pecaminosa, vade retro, Satanás. Cerró la puerta y volvió a la nada.

Reapareció en el salón y se asomó de nuevo a la ventana. Un juego de colores apagados, manchas tristes y vagas deambulando por algún sitio. Belén y Anita, sus amigas de siempre, cogidas del brazo, pasando frente a la iglesia, deteniéndose ante el escaparate del fotógrafo para mirar novias, niños, rostros que en realidad no existían. Miró a sus amigas de toda la vida y las vio desaparecer, diluirse en la noche que ya caía o simplemente retomar su condición de pavesas inconsistentes, sin existencia apenas.

Vio a los negros acercarse, los tres negros entre muchos negros que venían todos los años a trabajar en las tierras por menos dinero que los hombres del pueblo, limpios de exigencias, fáciles y extraños. Cada año venían más. Sintió el escalofrío de la desconfianza. ¿Por qué no se quedaban en sus casas? ¿Por qué tenían que venir a traer la inquietud, la incertidumbre? ¿Cuántos vendrían dentro de tres años? ¿Y dentro de diez?

Quiso ir hasta su dormitorio, pero una llamada de realidad la dejó en el dormitorio del hijo. Se sentó en el borde de la cama, se ovilló sobre sí misma y se dejó rozar por la piel cálida y verdadera del pequeño que ya no estaba, del pequeño que había crecido hasta alcanzar la madurez y la inexistencia.

Volvió al salón y conectó el televisor. Niños negros. Niños negros lejanos y verdaderos, con cuerpos mutilados o deformes. ¿Por qué tenían que sufrir esos niños? Una vaharada de piedad le inundó el pecho, una ternura, un amor real, sincero. Deseó entregar su vida por aquellos niños, ofrecer su sufrimiento para rescatarlos del dolor y la miseria. Se acurrucó en el sofá, sufriendo realmente, consumiéndose en aquella llama de amor que verdaderamente le calcinaba el alma, oyendo el tictac del reloj que no existía, huyendo de aquella tarde de domingo y de aquella vida que en realidad no tenían existencia.

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Copyright ©Juan Carlos Montilla, 2007
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Fecha de publicaciónJulio 2008
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