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El origen de la desesperación

Segunda parte

Capítulo VI

Musa Ammar Majad
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El poema que recitó Ulises (y luego tuve oportunidad de corroborarlo) reflejaba claramente una condición. La del sofista. La de aquel que se escuda tras el giro ingenioso de una frase más que en la manifestación de una idea. A todas luces para Ulises era menos importante el qué que el cómo.

No en balde cuando le conocí estaba sentado en la acera de un café, sin nombre visible, del que yo conocía una anécdota extraordinaria, contada por Michelleti en una carta, corroborada por Walter Greene y, luego, por el mismo Ulises. Allí adentro, un día de fecha olvidada, decidieron congregarse todas las noches entre quince y veinte hombres, no necesariamente profesionales de la escritura, a contarse historias. Había un pequeño tablado al que convergían las mesas, de madera y redondas. Cada noche cada hombre pasaba por el tablado y narraba alguna historia. Con el tiempo se dieron cuenta de que las historias se repetían; lo único que variaba (y a veces ni eso) eran los nombres de las calles, los protagonistas, las ciudades. Para ahorrarse la labor de narrar y escuchar varias veces una misma historia decidieron colocarles número. Así, alguien se levantaba, se paraba en el tablado y, en vez de contar sobre los niños que jugaban al lado de un armatoste metálico y mugroso con el letrero BOMBA SIN ESTALLAR, decía:

—36 —y todos aplaudían la ironía.

Mi preferida era la 65, es decir, la del leproso hambriento tirado al lado de un tarantín con el nombre DIOS ES AMOR.

El numerar las historias, me explicó Ulises, implicaba la declaración de una imposibilidad: la de interesar al público por la historia misma. Fue allí donde aquellos «sofistas» comenzaron a interesarse en cómo contar una y otra vez la misma historia sin repetirse. Naturalmente, llegaron a la destrucción del lenguaje. Lo cortaron, lo sangraron, lo hicieron escupir a borbotones sílabas, consonantes, puntos, comas. Amaron, en el país que hubo de prohibir el Ulysses de James Joyce, el estilo hasta el punto del no retorno, allí donde el silencio, incluso, debe ser atendido por el oyente, por el lector, por el cómplice que imprime unidad y sentido al conjunto de lo disperso y lo disímil.

—Destruimos a los ídolos —dijo Ulises, refiriéndose a las convenciones del lenguaje. ¿Acaso no sabía, no podía sospechar, que se arrodillaban ante otros becerros de oro?; eso le pregunté—. Sí, pero logramos nuestras propias máscaras —fue su única respuesta.

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Copyright ©Musa Ammar Majad, 2005
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Fecha de publicaciónDiciembre 2008
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