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Te pasarás al otro lado

La convivencia

Mariano Valcárcel González
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaLa ciudad, tumbada en una colina, con sus torres, múltiples torres, enhiestas y desafiantes

Transcurrieron las primeras semanas en las que el trato con el muchacho fue relativamente distante y esporádico.

Cierto que no se movía de la casa, pero apenas salía de su habitación. Un día le pidió a mi padre un favor: que si podía, le trajese libros, mejor de los que habían quedado en el seminario. Mi padre, que dentro de sus límites respetaba al que tenía cultura, ya que él mismo se las daba de culto, vio con aprobación este negocio y se lo trató de resolver lo más diligentemente posible. Apareció con una caja llena.

En el corral, los dos sentados empezaron a clasificar aquel tesoro. Mientras Leonardo apartaba los que eran más conocidos o, según me pareció, de más altura cultural, mi padre se encargaba de los de carácter más o menos social o popular. Esto equivalía a tenerlo entretenido entre lecturas y conversaciones y apartarlo de la taberna, de los negros pensamientos. Hasta para mi pobre madre, que apenas se levantaba de la cama, había algún librito ameno con el que distraer sus penalidades.

Ni qué decir tiene que mis hermanas y yo prescindíamos al menos al principio de tales entretentas1 que para nosotras significaban cierto esfuerzo.

Con el pretexto de los libros, de sus historias, Leonardo y nosotras íbamos intimando, íbamos sin darnos cuenta uniendo nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras vivencias. Nos gustaba que al anochecer, una vez que todas estábamos en casa y libres de faenas, nos leyese alguna de esas historias contenidas en cualquiera de los tomos. Él escogía los que creía adecuarse más a nuestros intereses; eso sí, siempre que fuesen morales y contuviesen algunas enseñanzas provechosas.

Uno que nos llamaba poderosamente la atención era el titulado Genoveva de Brabante. Era una narración, gótica decía él, con su heroína maltratada y doliente, humillada hasta el escarnio, que nos hacía llorar sin poder remediarlo. Le hacíamos que nos repitiera los capítulos y apenas avanzaba. Pero nos recreábamos en tales ambientes lúgubres, la horrible mazmorra, el desgarro insufrible de la Duquesa.

Le preguntábamos qué era Brabante.

Entonces Leonardo buscaba un libro de historias y nos señalaba un mapa, con muchos países, con muchas fronteras, pequeños, redondos o alargados a veces de inverosímil forma. Nos señalaba uno pequeño y decía que se encontraba en lo que se llama Flandes, o sea entre Bélgica y Holanda. Se extendía en consideraciones sobre un imperio que llamaba Sacro Romano, pero que decía era alemán.

Pronto buscábamos la forma de volver a la Duquesa, su marido injusto y cruel y la celda donde la encerraron con su hijo.

Nos maravillaba su dicción clara, sonora, con esas eses y esos sonidos limpios, cultos a nuestros oídos, que tienen los castellanos viejos. Era agradable oírlo narrar como si la acción fuese cierta, como si la estuviésemos viendo, como en una película, aquellas historias de antiguos reyes o de heroicas mujeres, o de santos y santas, mártires por su fe.

Muchas veces lo interrumpíamos para preguntarle cosas que eran marginales a la acción leída, pero que a nosotras nos parecían trascendentales o al menos dignas de nuestra curiosidad. Así, dejado el libro, se extendía sobre cuestiones o explicaciones, o descripciones que nos maravillaban. Eran mundos insospechados a los que nunca tendríamos acceso, pero que él, con su habilidad y su cultura, tan amplia, tan insospechadamente variada, tenía la virtud de traernos hasta nuestra humilde casa.

A veces, también, por algún comentario hecho por nosotras, que creíamos procedente o interesante, notábamos de golpe cómo su cara cambiaba y su voz se cortaba, se truncaba matizando o endureciendo su tono. Era apenas un instante, pero veíamos un comienzo de ira o enojo, que sobreponía para de inmediato tratar de explicarnos, lentamente y como un maestro lo hace a un niño, el error del que partíamos o que creíamos. Si la cuestión era claramente una memez salida de alguna de nuestras cabezas, la pasaba por alto con condescendencia, pero sin tratar siquiera de aclararla.

Con mi padre sostenía variadas conversaciones polémicas las más de las veces, sentados los dos al sol, en el corral, o en la mesa camilla del cuarto de estar.

Disputaban de lo divino y de lo humano con la constancia que da a los hombres el creerse en posesión de la verdad plena. Porque mi padre, en cuestión de sabiduría, no cedía un palmo de terreno ante nadie y el muchacho, por no herir ni imponer, y consciente de su posición en la casa, procedía con sumo tacto y delicadeza, pero procurando hacerle cambiar de opinión. Ocasionalmente subían el tono de voz, sobre todo mi padre, y tenían que dejarlo o intervenía yo para cambiarles el tercio. Un día estaban los dos sentados en el coral, como era su costumbre haciendo buena orilla,2 uno al lado del otro, leyendo, resguardados del ligero viento contra la pared. Un sol suave los calentaba tenuemente en la tardeinvernal.

Yo lavaba en la pila.

Mi padre dejó el libro, se quitó la gorra, se rascó la cabeza, sacó la petaca y se lió un cigarrillo. No le ofrecía al muchacho porque sabía que no fumaba. Suspiró sonoramente.

Se dirigió a Leonardo.

—Estos carlistas siempre han sido unos pendencieros.

—¿Qué? —se sorprendió el otro, dejando el libro a su vez.

—Que los carlistas siempre han sido unos pendencieros y revoltosos.

—¿Por qué lo dice usted?

—Es que estoy leyendo Los Episodios Nacionales de Galdós y sigo su historia... ¿En tu tierra había carlistas?

—Sí, desde luego, pero con la fuerza y el número de los del norte, no. Donde estaban más organizados y contaban con más apoyo siempre fue en las Provincias Vascas.

—Es que los vascos siempre van a su aire. La prueba la tienes ahora, andamos a la gresca con media España, necesitamos todos los recursos, todos los hombres y ellos dicen que no salen de su tierra, que es lo único que defenderán. ¿Tú crees que eso es legal?

—Legal o leal, no sé, pero suicida sí que lo es. El norte es muy apetecible. Tiene los recursos mineros e industriales que a los nacionalistas les faltan. Harán, pues, todo lo posible por concentrarse en esa zona. Si los vascos cedieran parte de sus recursos a otras zonas, se podrían establecer o reforzar otros frentes, con lo que se distraerían fuerzas del enemigo que ahora se dirigen a esa parte. Aliviarían la presión en su mismo territorio.

—Pero como son unos separatistas, no harán nada por los demás. Fíjate, nosotros recibimos evacuados3 que se retiran de los pueblos del frente; ellos mandan a sus hijos en barcos a otros países extranjeros. No quieren nada con nosotros. Han sido en realidad la causa de esta guerra.

—No hay que ser así, Jacinto. Lo que pasa es que los andaluces, en cuanto oís hablar de otras formas de gobierno, ya habláis de separatismo.

—¿Qué me invento yo? ¿Entonces todo esto del carlismo es un invento? —se acaloraba mi padre.

—No, claro que no. Pero ahora los carlistas están en el bando sublevado.

—Más a mi favor... —replicaba terco.

—¿Pero no ha dicho usted que son los otros vascos los que tienen la culpa? —respondía el otro con cierta impaciencia.

—¡Si es que son todos iguales y por eso se están peleando entre ellos mismos!

—¡Venga Jacinto, qué forma de plantear las cosas!

—Tú eres muy joven y no entiendes de estas cosas...

—¿Qué hay que entender? —ahora era el joven quien se picaba.

—Que todo tiene que ver con los curas —lo sorprendía mi padre.

—¿Cómo? —el colmo de la sorpresa se pintaba en el rostro de Leonardo.

—Como lo oyes. Los curas vascos y los curas navarros no se pueden ver porque no quieren repartirse lo que sacan de engañar a sus gentes...

—¡Jacinto, venga ya!

—... Y echan a los carlistas, a los gudaris esos y a todo el mundo, a pelear. Mientras, ellos se lían con sus mujeres.

—¡Esto no se puede oír! – hizo ademán de levantarse.

—¡Padre, deja ya de decir sandeces! ¿No ves que el muchacho era casi cura? —intervine para apaciguarlos.

Se miraron un instante.

Cada uno volvió a su libro sin decir más nada.

Con la estancia de Leonardo parecía haber entrado en la casa el ángel de la paz.

Empezando por mi padre y terminando en la pequeña de las hermanas, todos recibíamos consuelo, ayudas o algunas palabras amables y cariñosas de él. Poco a poco se iba metiendo en nuestro corazón, haciéndose imprescindible. Empezó a ayudarme en las labores de la casa, en lo que podía. Sacaba agua del pozo, arreglaba su habitación, se metía en la cocina, cuidaba de las gallinas... Me ahorraba cualquier esfuerzo, aunque yo protestase por ello.

Se preocupó de mi madre. Todos los días entraba al cuarto a charlar con ella. La pobre mujer empezó otra vez a vivir: una lucecita de esperanza se le encendió. La convenció de que tomase el sol; para ello la cogía por las mañanas y la bajaba al corral, situándola entre la casa y el pozo, apañándole una silla y unos cajones que le sirviesen de hamaca. Allí se quedaba hasta casi el mediodía en que la volvía a subir a su cuarto. Luego, al atardecer, volvía a entrar un ratito.

Sus palabras fluían suaves, procurando un consuelo real; no infundiendo falsas esperanzas, más dañinas que la desesperanza misma. Ante mi padre mantenía una actitud de respeto, conciliada con la firmeza a la hora de evitarle malos modos. Aguantaba sus baladronadas, su palabrería excesiva, porque sabía que era pura salva. Pero atajaba sus accesos de ira, sus injusticias descaradas, sus incontrolados excesos. Había conseguido crear entre ellos dos una atmósfera sutilmente filial, llegando mi padre a ver en él al hijo varón que nunca tuvo. Contribuía a su contento el pan que el forastero había traído a casa.

Con nosotras se mantenía comedido, algo cortado cuando tenía que tratarnos individualmente. Al menos así lo apreciaba yo en lo que a mí correspondía. Alegre y abierto si estábamos juntas, permitiéndose alguna inocente broma, como hermano a sus hermanas, incluso levemente crítico si de vestidos o salidas a la calle se trataba.

Efectivamente yo notaba algo en él cuando mis hermanas hablaban de sus proyectos para un domingo, de los muchachos que algunas veces parecían interesados por ellas; cuando se ponían un vestido de día festivo. No sabía cómo interpretarlo: si como reacciones normales a su condición de eclesiástico o como indicios de ciertos celos, solapados celos. Y si era lo último, no me atrevía a distinguir si eran de hermano o de enamorado. No me atrevía ni a pensarlo. No quería pensarlo. Porque entonces los celos eran los míos.

El continuo trato había sembrado en mí una emoción nueva, desconocida. Contenida y nebulosa al principio, yo la notaba crecer en mí sin poder reprimirla, pero sin desearla. Luchaba con ella porque la creía malsana o inadecuada, inoportuna. Me fijaba en los mínimos detalles. Le seguía, disimuladamente, en sus acciones. Sus subidas o bajadas al corral, sus trabajos en el gallinero. La forma de limpiar los platos o de encender el fogón o preparar una ensaladilla. Sus estancias en la habitación, mirando por la ventana hacia los tejados de enfrente, ensimismado.

A veces coincidía que tenía que pasar cuando él se lavaba o afeitaba. Aunque procuraba que fuese cuando ya habíamos abandonado la parte alta, no podía evitar que yo tuviese que subir a arreglar algo en los dormitorios o a atender a mi madre, incluso porque necesitaba él una toalla. Procuraba tener al menos una camiseta puesta, pero con el calor era fácil que paraasearse mejor se la quitara. Verle así, con el torso desnudo, me producía viva desazón, una excitación inexplicable que no podía reprimir y que me incitaba a buscar la ocasión para volver a verlo.

No quería admitir que estaba camino de enamorarme.

Como sabíamos que había otros seminaristas en la calle, Leonardo expresó su interés en contactar, en verlos a menudo.

No nos gustaba exponernos a alguna sorpresa desagradable e intentábamos convencerlo de lo peligroso que eso podía ser; pero él insistía. Al fin hubimos de arbitrar la forma de llevarlo a la otra casa cercana, donde se encontraba su compañero Blas Sobrino. Así, al anochecer y entre sombras, se escurría acompañado por alguna de nosotras hasta la casa vecina, donde siempre estaban previamente avisados.

Yo procuraba cuando podía, que eran las menos de las veces, ir con él. En aquel trayecto corto me encontraba sin embargo como en éxtasis, donde el tiempo no contaba. Agarrada a su brazo, como dos enamorados, notando la proximidad de su cuerpo, su contacto caliente, marchando a su compás ligero, jadeante, se sumergían mis sentidos en un gozo intenso, inabarcable. Al miedo inicial de las primeras salidas siguió la excitación de lo prohibido y luego la alegría de contar con su compañía, que me hacía olvidarlo todo.

En el domicilio de la familia Camacho, Blas Sobrino era bien tratado.

Esta familia era muy conservadora, tradicionalmente practicante de la religión, más bien y en realidad beatos. Estaban en el punto de mira de los exaltados, pero sus enemigos aún los respetaban porque uno de sus parientes era un jerarca socialista provincial. Ellos lo sabían y procuraban en efecto dar pocos pasos en falso, por su seguridad y la del primo. Estaba en el Gobierno Civil y ejercía de secretario del Gobernador. Y desde este puesto podía proteger a sus parientes.

El muchacho había sido muy buen estudiante. Entabló amistades con alumnos y profesores importantes. Proveniente de los sectores católicos, sin embargo, había ido girando hacia posiciones progresistas, dentro de su catolicismo socialmente comprometido. Terminó Derecho yopositó a secretaría de ayuntamiento; pero los acontecimientos políticos lo arrastraron. Sus servicios, buenos servicios, se los reclamaron sus antiguos profesores, ahora con ocupaciones administrativas y de gobierno. Servía sobre todo para moderar y aliviar los excesos que a diario sucedían.

Cuando les propusieron albergar a uno de los que habían maltratado, sus creencias se sobrepusieron a sus prudencias. La familia Camacho, pese a los tiempos, podía considerarse afortunada pues, como eran pequeños agricultores, lograban abastecerse de lo esencial, sin escasez.

Mi familia tenía más de una deuda con ellos, debido a su generosidad.

En el cuarto de estar, juntos los dos seminaristas con los hijos y los padres y alguna de nosotras, si no las tres, la tertulia era casi siempre animada. Blas era un demonio, alegre sobremanera, ocurrente hasta lo inaudito. Se nos antojaba imposible que un sujeto de su clase pudiera haberse metido a cura. Y la verdad es que hacía méritos para no aclararlo. Salvo el respeto que mantenía hacia los dueños de la casa, Blas Sobrino no encontraba nada digno de esa consideración, ni los mismos profesores del seminario, a los que caricaturizaba de tal manera que nos desternillábamos todos, el que más Leonardo, pues admitía entre sollozos que era “clavado” a tal o cual de ellos. Muy a su pesar, el matrimonio Camacho había también de participar en tales jolgorios.

Otras veces la situación era triste, pues se comentaban los sucesos locales o externos, las noticias cada vez peores de asesinatos, persecuciones, encarcelamientos. A la angustia de la situación ajena se unía entonces, en los muchachos, la angustia por la situación en sus casas, en sus pueblos, la de sus familias y seres queridos, de los que no tenían noticias. La melancolía invadía sus rostros jóvenes, ensombreciendo sus miradas, surcando sus frentes de incógnitas.

Entonces les preguntábamos por sus tierras, por sus recuerdos. Y ellos se animaban como si volviesen allí, al contarnos y describirnos sus lugares.

Decía Leonardo que procedía de Castilla la Vieja, de la provincia segoviana. No tanto se paraba a describirnos su casa o su aldea, insignificante y fea comparada con la ciudad donde se encontraba, como en descubrirnos sus planos campos, terrosos, secos, de los de pan llevar, que se extendían a lo lejos hasta que la vista se cansaba. Nos llevaba por aquellos páramos hacia las riberas del Duero, ya en Valladolid, a sus agradables tardes pescando en sus arroyos o en el mismo río. A coger cangrejos, negros y grandes que si te atrapan con sus pinzas no te sueltan, salvo que se las arranques. Incluía entonces una receta de cangrejo con salsa picante que, aseguraba, le salía muy bien a su madre; pero lamentaba no poder hacerla aquí donde no había de estos animales. Entonces le proponíamos hacerla con cangrejos de mar, cuando hubiese ocasión; pero excluía tal oportunidad por considerarla inadecuada, vamos, que no eran la misma cosa.

Marchábamos con él hacia la mismísima Segovia con su Alcázar enorme, de ensueño, “de cuento de hadas” nos decía, siempre a punto para protagonizar o albergar una nueva historia de caballeros, damas, soldados, asaltos, traiciones y heroicos hechos. Como en los cuentos de Las mil y una noches, una fábula daba origen a otra más interesante, prolongando así el placer de la audiencia, el gozo común de la compañía. Del Alcázar pasábamos a la Catedral, tan antigua, con su gótico evocador y medieval; a las calles estrechas como en el pueblo, explicaba; a los innumerables conventos e iglesias fundados por nobles señores casi como aquí. Subíamos por las arcadas del Acueducto, obra singular no igualada, del que nos relataba mil anécdotas e historias increíbles, como la de su construcción en una sola noche por el Diablo.

Nuestra imaginación veía, por sus ojos, todos aquellos paisajes queridos para él, añorados. Y aprendíamos a amarlos y a quererlos también.

Por su parte, Sobrino nos contaba con desparpajo que él había nacido dentro de una artesa.4 Y se partía el pecho diciendo que le creyeron un cochinillo. Así que, decía, todo lo que venía del cerdo tenía que ser muy bueno, porque lo habían confundido con este animal. Su infancia había transcurrido en un pueblo de Córdoba, en la casa de un lagar. Contaba y no paraba anécdotas de su niñez, cada vez más disparatadas. A veces, los pobres dueños de la vivienda nos suplicaban que bajásemos las voces, que se estarían oyendo y llamaríamos la atención.

De su afición al vino culpaba la tal proximidad al lagar y por tanto la constante influencia que sin quererlo había tenido. ¿Cómo no, si lo destetaron con vino de montilla...? Para no perder la virtud, o el vicio, se había decidido meter a cura aquí nos miraba con picardía, observando de reojo al matrimonio Camacho, que se ponía blanco. Su padre, maestro reputado de la bodega, fue requerido en la Rioja y allí traspusieron todos. Exponía los contrastados paisajes, ambientes, gentes... como algo que le causó viva impresión; pero añadía que las viñas seguían siendo verdes y dando uvas igualito que en el sur. También se acostumbró a estos caldos, algo bastos y duros de estómago, pero más densos y pastosos en la boca. Y ahí entraba en la disquisición, para nosotros superflua, de las diferencias entre unos vinos y otros, entre sus cualidades y virtudes, entre las formas de crianza y conservación. Incluso entre las maneras de beberlos y de las comidas a las que eran apropiados. No cabía duda de que era un experto.

A nosotros, aparte de la curiosidad por el tema, nos era indiferente, pues los vinos de aquí son de tipo manchego, blancos generalmente y de los que elaboran los propios agricultores en sus casas, que se beben a todas horas y no pasan de ser mostos del año. Los mismos dueños cosechan la uva, prensan y elaboran ese mosto, conservándolo en tinajas,5 situadas en el fresco fondo de las cantinas.6 En el otoño, hasta Navidad, se expende este jugo en las propias casas donde se ha almacenado, que señalan tal venta poniendo unas pámpanas7 en el quicio de la puerta de la calle. Para que conociesen estos vinos, determinamos llevarlos un día a la casa de un agricultor que vendía. Queríamos que vieran las cantinas con sus tinajas de barro, grandes, hincadas en el suelo y tapadas con capachetas.8 Los paisanos solían sacar de ellas jarras o llenar tarros de cristal y luego, sentados en sillas de enea, en el portal de la casa trasegaban el líquido, reforzándose con algún pedazo de pan con tocino, morcilla o queso. Se pasaban los anocheceres platicando y vaciando los tarros. El precio era irrisorio.

Mi padre se encargó de ello. Los condujo por calles poco transitadas y les enseñó el templo del vino, donde él recalaba a menudo, cuando era temporada. El casero era un agricultor ya viejo, de toda la vida en el campo al cuidado de sus pocas olivas,9 que no podía abandonar el trabajo porque no sabía ni quería hacer otra cosa. Había nacido en casa de campesinos y campesino moriría él y, si Dios era como debiera ser, campesinos terminarían su vida los hijos. Esto es lo que más le dolía porque, de cuatro varones y una hembra que tenía, dos de ellos y la hermana vivían del campo, pero los otros dos no quisieron saber nada de eso. Uno se fue a América y no sabían nada de él; el otro quedó en el pueblo, pero de camarero en el casino. Y no se lo perdonaba.

Aumentar las tierras, tener más cuerdas10 de trigo, de viña, de olivar, era aumentar la vida, labrársela para el futuro. No comprendía otro punto de vista. Vivía el viejo con su mujer, muy añosa también ella y con su yerno e hija. Dentro de su cerrado círculo, era feliz. Se alegró de tener cerca a los muchachos, de enseñarles y hablarles de sus campos, de sus cosechas. Ellos, sobre todo Leonardo, encontraron muchas similitudes entre aquel hombre y los campesinos de sus tierras. Variaban algunos nombres de los aperos, de las labores, de los vientos y de las aguas; pero en el fondo todo era sencillamente igual. La lucha del hombre contra la Madre Tierra para sacarle un fruto a veces escaso.

Volvieron algo tristes y meditabundos, tal vez por lo que habían bebido, tal vez por el asalto de los recuerdos surgidos al calor de la charla, al calor del ocasional hogar.

Las familias que se encontraban en la llamada zona fascista por unos, zona nacional por otros.

Algo seguíamos sobre estas zonas, sobre el avance de la guerra, porque no sólo nos informábamos por los periódicos y la propaganda republicana, sino también, en la casa de los Camacho, podíamos a veces oír por la radio al general Queipo, el borracho le decían los de aquí, que desde Sevilla nos lanzaba agudas proclamas, arengas y amenazas. Esto era como un secreto militar, pues al que pillaran en tal escucha lo encarcelaban. Las radios estaban teóricamente decomisadas.

El tema de la guerra nos era muy penoso, ¡a quién no!... Se empezó a rumorear que a los chicos del seminario los iban a movilizar rápidamente para que engrosaran las filas del Ejército Republicano, o Ejército Popular como gustaba a algunos que se dijese. Debido a las circunstancias, sabíamos que, si esto se cumplía, no quedarían en retaguardia pues serían llevados sin remedio a las primeras líneas. Y temblábamos conjuntamente al imaginar tal posibilidad.

—¿Qué harías si te enrolaran en el Ejército? —le pregunté un día a Leonardo, con la voz algo acongojada, pero que intentaba disimular.

—No tendría más remedio que ir. Si me niego, entonces sí que me fusilan, lo sabes.

—¿Pero serías capaz de luchar por tus enemigos?

—Yo no lucharía por mis enemigos, lucharía por salvarme. De todas formas y en el momento justo y oportuno me pasaría al otro bando —dijo con seguridad—. Pero no tienes que preocuparte, ¿no ves que no me han llamado todavía? —y sonreía.

Y sabíamos los dos que todo eso sucedería.

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Fecha de publicaciónEnero 2008
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