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La falsa María

Matilde y Wanda

Andrés Urrutia
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Matilde caminaba lentamente por el amplio parque que se descubre al finalizar la calle Florida. Era su segundo día en Buenos Aires y sólo quería caminar, detenerse en algún café con mesas en la acera y disfrutar el colorido y la calidez del día, que se presentaba con un cielo azul carente de nubes.

Durante su último viaje tenía el cabello largo y ahora no podía evitar mirarse reflejada en las vidrieras cada vez que atravesaba una tienda. Llevar el cabello tan corto en Montevideo para sus encuentros con Carmen le llegó hasta parecer risueño. Ahora, lejos de aquello, no se gustaba a sí misma. Extrañaba la larga cabellera que le daba un aspecto más femenino, menos varonil, quizás hasta menos siniestro. Se sentó en un banco del parque a la sombra de un árbol añoso y de enorme copa y pensó en esa palabra: siniestro. No era el corte de cabello lo que le llevó a ese adjetivo sino lo que ese corte significaba. No era el cambio en la apariencia sino lo que estaba llevando a cabo. Pero por otra parte no podía dejarlo. Le vino a la memoria una frase de Sacher Masoch que siempre le había provocado una morbosa atracción. «Confieso que soy cruel, ya que el simple sonido de la palabra me produce placer.» Estaba escrita en La Venus de las pieles, y la recordaba porque a menudo había sido cruel. Lo había sido desde muy joven, ya en la secundaria y antes de convertirse en una prostituta. Su belleza hacía que todos los jóvenes la pretendieran y disfrutaba despreciándolos, haciendo que se humillaran por ella. Le gustaba ver llorar a aquellos que abandonaba, los imaginaba arrastrándose ante ella y eso le provocaba una sensación extraña, agradable, excitante.

Se había enamorado una sola vez, a los dieciocho años, de un compañero de estudios. Pero lo dejó porque le pareció demasiado débil, demasiado lírico. Sí, lírico, ésa era la palabra adecuada. Él no era digno de la Matilde soberbia, dura, diabólicamente hermosa y fría. El nacimiento de su carácter ahora estaba perdido en los remotos años de aquella otra vida. ¿Había sido una postura deliberadamente adoptada para sobresalir, para ser única, o en realidad era su verdadera personalidad? Goethe decía que las personalidades no nacen solas, que se construyen. Ahora se preguntaba hasta qué punto ella no había ido edificando lenta y constantemente esa personalidad.

Después todo ocurrió demasiado rápido. Tuvo que dejar sus estudios de medicina cuando murieron sus padres en un accidente de tránsito. Deambuló por varios trabajos hasta que comenzó con su actual vida. Era como si todo su pasado estuviera desfilando ante sus ojos a gran velocidad. La amiga que la convenció para dedicarse a la prostitución por contactos, el primer cliente, la habituación a esa vida y por fin la sensación de que no le desagradaba tanto lo que hacía. Y no le desagradaba porque ello le servía para continuar edificando esa personalidad que se había dado. Le gustaba aparecer como poderosa y soberbia frente a sus clientes y poco a poco se fue dando cuenta de que a la mayoría de ellos esa postura los excitaba, que despertaba en ellos fantasías ocultas y entonces eso retroalimentaba las raíces más profundas de su personalidad. Esa sensación se acentuó luego de cortarse el cabello. A sus clientes regulares les agradó mucho el cambio. Ahora a la soberbia y a cierta estudiada dosis de desprecio que Matilde ponía en el trato con ellos, se le sumaba un aspecto extrañamente andrógino. Era como si ella poco a poco se virilizara y sus clientes fueran feminizándose. Indudablemente disfrutaba con ese sadismo refinado que era el principal motivo del éxito económico en la profesión que había elegido.

De repente un estruendoso coro de bocinas provenientes de un atascamiento en el tráfico la sacó de sus pensamientos y la devolvió al parque. Inmediatamente desvió el pensamiento de sus recuerdos y comenzó a imaginar cómo habrían pasado Wanda y Carmen aquellas dos semanas que ya llevaba de ausencia. Y no pensó en eso porque el siguiente fuera el día fijado para su regreso, sino por verdadera curiosidad. ¿Qué se habrían escrito? ¿Qué se habrían confesado? ¿Qué habrían programado? Por vez primera se sintió ajena a la relación, aunque sabía que era una parte inescindible de ella. Tomás, ella y Carmen eran como una especie de trinidad, pero una trinidad diabólica. Ahora ella, una parte esencial de esatríada , había estado al margen de todo, y ello, más que curiosidad, le provocaba envidia, añoranza, celos. Pero enseguida se dijo que en una trinidad no se puede prescindir de ninguno de los miembros. Ese pensamiento la tranquilizó. ¡Qué extraña idea, ésa, la de una trinidad!

Tomó entonces su celular y telefoneó a Tomás. La voz de él apareció inmediatamente. Lo hizo siguiendo un impulso, y ese mismo impulso lo seguiría repitiendo, una y otra vez, como si estuviera encerrada en un círculo, como si todo siempre volviera a empezar.

—¿Cómo estás pasando? —le preguntó él luego del saludo introductorio.

—Me he aburrido bastante. ¿Y Wanda y Carmen como pasaron?

—Muy bien. Nos ama. Y Wanda también a ella.

—¿Estás loco? Cómo se te ocurrió decirle tal cosa. Jamás se lo dije —exclamó ella casi enfurecida. Era como si estuviera buscando cualquier detonante para discutir con Tomás, para reprocharle, porque en verdad lo que sentía era el germen de la disputa, como si ella y Tomás estuvieran poco a poco convirtiéndose en dos rivales, en dos perros cazadores peleando por su presa. Casi imperceptiblemente ésa era la sensación que venía creciendo dentro de ella. Pero ¿es posible que existan disputas entre los miembros de una trinidad? Hay que imaginar a Dios disputando con Jesús por María Magdalena. Pero María Magdalena no integra la Santísima Trinidad, pero no es ésa la única trinidad imaginable. Es posible imaginarla con María. ¿Pero con qué María? Puede también una falsa María integrar una falsa trinidad.

—Lo sé, me lo comentó. Quedó encantada —contestó Tomás haciendo caso omiso del tono de reproche con que Matilde le había hablado.

—Eres un monstruo, Tomás. ¿Te has puesto a pensar que estás jugando con un ser humano? —insistió Matilde. Pero al mismo tiempo ella sabía que estaba haciendo lo mismo. Si no, ¿qué era toda esa colección de historias que utilizaba para avivar el fuego, para exaltar la imaginación de su amante?

—¿Acaso tú no has jugado con los seres humanos?

—Era muy joven entonces, y además era distinto —obviamente Tomás se refería a la historia de aquel antiguo novio, de quien Matilde le había contado en un momento de debilidad. Es que Tomás era bastante más que un cliente regular, ejercía sobre ella una extraña fascinación, como si hubiera en él una fuerza oculta aún por revelarse.

—¿Sabes qué hizo? —dijo Tomás con la evidente intención de desviar la conversación—. Estuvo leyendo acerca de la Condesa Bathory, parece que un susurro tuyo la obsesionó.

Matilde hizo un silencio y culminó abruptamente la conversación:

—Hablaremos cuando regrese —y cerró el celular.

Se levantó y echó a caminar nuevamente sin rumbo. Mientras recorría el parque hacia la avenida Libertador revivió sus encuentros con Carmen. La caminata por la rambla de Montevideo una tarde de jueves, lenta y pausada, riendo de sus anécdotas, como si fueran dos grandes amigas. Carmen llevaba puesto un vestido tipo campesina, celeste con leves líneas blancas, que cubría sus piernas hasta la mitad, por debajo de las rodillas y dejaba desnudos sus hombros. Hasta ese entonces, ella, la puta Matilde, no había reparado en lo hermoso que puede ser el cuerpo de una mujer mirado a través de los ojos de otra. Hasta ese momento jamás había mirado el cuerpo de otra mujer con la misma excitación con que podía mirar el cuerpo de un hombre. El viento a veces levantaba la larga y negra cabellera de Carmen, pero ninguna de las dos se animaba a tomarse de la mano aun cuando ambas lo deseaban. En determinado momento Carmen se separó de ella y volvió con un helado que obsequió a Wanda. Se la veía feliz, todo lo feliz que se ve a una persona cuando descubre el primer amor. Matilde pensó que sólo una niña obsequiaría un helado.

La historia de Carmen era sencilla y lineal. Tres hombres pasaron por su vida pero siempre se sintió atraída por las mujeres. Había en ella el clásico conflicto entre la sexualidad convencional y el propio deseo. Matilde sabía que, a partir de Wanda, Carmen estaba renunciando definitivamente a los hombres. Por lo demás, tenía un trabajo tranquilo dando clases de literatura en un liceo y cierta ambición literaria.

En Punta del Este le había permitido leer el único cuento que había publicado en una revista underground. Se lo enseñó casi con vergüenza, pero el habérselo enseñado tenía, indudablemente, un poderoso significado. Todo lo que escribimos en cierta medida revela lo que somos, es parte de nosotros mismos, a veces la parte más profunda, la más oculta, en ocasiones la más terrible. Y esas cosas se enseñan al ser amado sólo cuando se confía profundamente en él. El cuento trataba de una pasión contenida, era breve y escrito con soltura y en primera persona, como quien escribe de lo que ha vivido y nada necesita inventar. Era la historia de una mujer que se enamora de un hombre casado. Hasta ahí la apariencia, porque lejos de ser esa mujer y ese hombre los protagonistas, el personaje central no tarda en aparecer. Es un personaje este que no aparece en el cuento, que no tiene diálogos ni descripción. Es precisamente la esposa, la otra mujer para esa otra mujer que es la que escribe el cuento. Con esa otra mujer la escritora comienza a vivir una obsesión casi enfermiza de odio y sumisión, aunque nunca llegan a verse. «La otra mujer», así se llamaba el cuento, es una presencia psíquica viviente para Ana, la protagonista y escritora. Empieza a depender de ella, y termina admitiendo y perpetuando la relación adúltera, su papel de amante, aun a sabiendas de que siempre vivirá torturada por aquella presencia.

A Matilde siempre le pareció que había algo escondido en el relato, que en realidad lo que Ana quería no era tener a su amante hombre sino vivir la presencia de la esposa como una realidad, regocijándose con el fantasma que le hacía sufrir. Que lo que en verdad y sin saberlo deseaba era sentirse sometida de modo permanente a esa presencia. No pudo evitar asociar el cuento con las historias que Carmen le pedía que le contara, cual si fuera una niña a la espera de su premio. En realidad, el cuento «La otra mujer» era mucho más sutil que la galería de relatos sadomasoquistas de Matilde, pero tenía inevitablemente algo en común con ellos.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónEnero 2008
Colección RSSNarrativas globales
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