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La noche sobre Europa

El ataque

Capítulo II

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Tadia, mi antiguo compañero de estudios y de deportes, se alegró con mi visita. Pero su felicidad se debía principalmente a todo lo que me estaba contando.

—En la montaña Ravna Gora —dijo, eufórico—, el general Draza Mihailovich y un grupo de sus oficiales juraron seguir la lucha contra los ocupantes hasta echarlos de nuestra tierra.

Era cierto, se había alistado gente de todas las condiciones sociales: maestros, campesinos, médicos, estudiantes. Y pronto comenzaron los contraataques al invasor. Del exterior llegaron elogios de Churchill, Eisenhower, De Gaulle, y luego armas y pertrechos de ayuda a nuestra resistencia.

—Tal vez haya una esperanza —contesté—, aunque será una lucha desigual.

—Agravada por la consigna nazi —apuntó Tadia— de matar cincuenta serbios por cada soldado alemán y cien por cada oficial.

—Esta mañana —dije—, la señora que nos provee verduras cultivadas en su huerta me contó que los alemanes aparecieron de pronto y rodearon su aldea con tanques.

—Debe de haber sido horrible —Tadia frunció los ojos.

—Y la mujer agregó que no entendían las palabras, pero sabían que esos gestos eran de muerte. «¡Los hombres afuera! ¡Tu marido! ¿Dónde está?» Lo cierto es que rodearon la aldea, sacaron a los hombres necesarios y, a la vista de sus familias, los fusilaron sin titubear.

—Malditos...

—Pero eso no es todo —continué—. Sabiendo lo que sucedía en otras partes, la mujer me contó que esa misma noche le ordenó a su hijo: «Bajo tu plato hay un dinero, tómalo y vete por el sendero del corral. No vayas por el puente. Cerca de la granja de nuestro amigo Drashko, te espera un bote para cruzar el río. Luego tendrás que seguir solo. Que Dios te proteja.» La pobre sentía cómo él la miraba. Vio cómo el hijo tragaba unos bocados y se levantaba pasándose la mano por el pelo, como si fuera una caricia que le dejaba a la madre. Se calzó la chaqueta y salió a la noche. Ella ya no tendría a quien ver morir. Me confesó que, aunque golpearan a su puerta, no abriría. Esperaría sentada. Ya no le quedaban varones.

—Qué desgarro —comentó con rabia.

Una mezcla de sentimientos me aturdía: orgullo por la resistencia y miedo ante el invasor. Tadia me dijo que él sentía lo mismo.

Al rato nos despedimos con un abrazo. En ese momento un amigo era un confesor, un apoyo. Nunca se sabía cuándo sería el próximo encuentro.

El 22 de junio de 1941 —en momentos en que Stalin enviaba un tren de carga con provisiones para Hitler, sobre la base del pacto que ambos habían firmado en 1939—, Alemania atacó a la Unión Soviética. Dos grandes asesinos se enfrentaban.

Recién cuando la patria ideológica, la URSS, fue atacada, se formó la resistencia de Tito, discípulo preferido de Stalin. Esa resistencia no tuvo piedad con los serbios. Empezaron por quemar las municipalidades de cada pueblo para borrar los archivos de sus habitantes, empeñados en aniquilar a sus propios compatriotas, enemigos ideológicos, provocando así el caos. Los alemanes ya no sabían bien contra quiénes luchaban; a causa de ese desorden, amenazaron repartir el territorio: la parte norte de Serbia se la adjudicarían al ejército húngaro; la del sur, Macedonia, a las fuerzas armadas de Bulgaria; y la parte central, a las fuerzas del caudillo fascista Ante Pavelich. O sea, el plan nazi consistía en desmembrar el país y regalárselo a sus socios. Ese proyecto diabólico reavivó la vieja angustia de desaparecer: no era la primera vez que se quería borrar del mapa a Serbia. Una alternativa se propuso para evitar que dividieran el país, y era que los mismos serbios se organizaran y lo ordenaran bajo la ocupación. Se reunieron profesionales, intelectuales, campesinos y los ex soldados del victorioso general Nedich de la Primera Guerra Mundial; todos aunados para salvar a Serbia de la demolición que proponían los alemanes. Se le pidió a Nedich que, con su ascendiente, formase un gobierno que atenuara las represalias nazis. En un momento tan dramático para el país, el general se hizo cargo de la situación (para luego ser matado por los rojos, que lo acusaron de colaboracionista: lo tiraron por una ventana), y evitó que el territorio se repartiera entre los chacales socios de la svástica. A pesar de que el general había batallado contra los alemanes en el sur, gracias al respeto que inspiraba, fue autorizado a formar un «gobierno», sin dejar de ser un ilustre prisionero en su propio domicilio. Tanto Nedich como Mihailovich tuvieron los mismos objetivos: combatir el flagelo de Tito y detener el caos en el país, a pesar de que habían perdido la guerra con los alemanes en quince días. Mihailovich soñaba con liberar Serbia. Era una situación compleja, y todos los esfuerzos se encaminaban a salvar a la población, tan amenazada por varios flancos; y también a detener las matanzas: Ante Pavelich adornaba su escritorio con una canasta repleta de ojos serbios, en tanto que los húngaros abrían boquetes en la helada superficie del Danubio para arrojar en ellos a ancianos y niños.

Con la aparición de la resistencia de Tito hubo otro frente más de lucha. El pacto de amistad firmado en agosto de 1939 entre representantes de Hitler y Stalin (Ribbentrop y Molotov), hizo que el partido comunista yugoslavo fuera insólito simpatizante, por carácter transitivo, de la Alemania nazi. Su postura política: criticar a los aliados y elogiar al eje. Los mismos compañeros que iban a la facultad de Derecho con los cordones de los zapatos sin atar, fingiendo el desaliño de estudiantes pobres, lo decían. Por eso no se sintieron motivados a rebelarse contra el ocupante sino recién el 22 de junio, cuando Hitler y Stalin terminaron su imposible idilio.

Gracias al acuerdo con el general Nedich para formar un «gobierno», las escuelas primarias y secundarias reabrieron sus cursos. Así, Bob continuó sus estudios en el liceo. En cambio, la universidad permaneció cerrada: los alemanes no querían que los jóvenes, idealistas y arriesgados, crearan problemas.

Una falsa tranquilidad sobrevolaba nuestras vidas por aquellos días.

Una tarde vino a casa mi amiga Victoria, que asistía al liceo como mi hermano y los chicos de su edad. Consternada, me contó que el día anterior había descubierto algo inusual en la calle: una larga fila de gente que llevaba el brazalete amarillo con la estrella de David. Se detuvo, y entre los rostros ensombrecidos reconoció a una compañera que ese día había faltado a clase. Estaba con sus padres, silenciosa y triste, como si se le hubiera apagado la belleza.

Cuando se acercó a preguntarle por qué estaban ahí, Victoria se enteró de que la consigna había sido no llevar valijas, sólo la llave de la vivienda. Un vago temor se le incrustó en el pecho. Un oficial alemán la alejó. Victoria se dio cuenta de que su amiga era judía, porque esa fila era para ellos. Con premura caminó hasta su casa.

—Mamá, acabo de ver a mi compañera de banco, y estaba en una fila con un brazalete amarillo. Los padres también. Todos muy tristes. Quise saber qué hacían ahí, pero un oficial alemán me echó. ¿Qué pasa, mamá?

—Debe de tratarse de un censo, hijita. Pero es mejor no preguntar. Nosotros no fuimos citados.

—¡Es que eran judíos, mamá! Yo no lo sabía. ¿Por qué fueron citados?

—No sé más que lo que te dije, y es mejor que no preguntes. Ya no sabemos quién es quién.

No volvió a ver a su amiga. Días más tarde la vivienda fue ocupada por oficiales alemanes. Las casas quedaron con su moblaje, sus enseres, sus vestimentas, listas para recibirlos. Muda de pánico, la población no osaba indagar. El silencio era cómplice de la barbarie cuando nadie imaginaba la monstruosa realidad. Sólo rumores. ¿Quién podía esconder a un judío sin correr peligro bajo la ocupación? Cuando Hitler había ocupado Checoslovaquia, en 1938, muchos emigraron a nuestro país y a Hungría. Nosotros albergamos a unos apellidados Burman, quienes tenían dos hijos —a Benjamín, el menor, le enseñé a jugar al fútbol en el patio trasero de casa, y pasábamos tardes alegres a pesar de la situación—. Sus padres previeron lo que vendría, y antes del bombardeo alemán toda la familia huyó a Grecia, en donde todavía estaban los ingleses. Nunca más supimos de ellos, aunque espero que seamos un buen recuerdo en sus vidas cada vez que Benjamín toque una pelota.

El General Nedich organizó el «Servicio de trabajo» para ocupar a la juventud y ordenar el caos en que había caído el país. Después que el ejército yugoslavo perdió la guerra, Alemania dividió el territorio esloveno en dos: la parte norte para ellos y la sur para Italia. En el territorio croata se estableció el régimen fascista de Ante Pavelich, a quien los alemanes le encargaron el territorio serbio de Bosnia–Herzegovina; ahí tuvo lugar la masacre de un millón de compatriotas. La zona de Montenegro la ocupó el régimen de Mussolini. El norte de Serbia fue dado a las tropas húngaras, y el sur lo tomaron los búlgaros. La parte central fue ocupada por el ejército alemán. El «Servicio de trabajo» era una convocatoria para emplear a todos los jóvenes de esta zona en tareas para la comunidad: limpiar las plazas y las calles, reconstruir los parques. De este modo evitaban que los alemanes nos reclutaran para trabajar en las minas o en las fábricas. En las horas libres participábamos en actividades deportivas bajo la tutela de instructores. Yo hice el curso y fui uno de ellos. Nos distribuyeron en doce distritos para enseñar deportes en todo el país. A mí me destinaron a Nis, la tierra de mis ancestros. De allí había venido mi padre para estudiar ingeniería en Belgrado, allí quedaba mi abuela y algunos familiares. En ese pueblo estuve protegido durante dos años. Aunque separado, estaba en mi tierra.

Antes de partir para Nis, mamá hizo gestiones para ubicar el dinero de Tata y encontrar las maquinarias de la empresa constructora de caminos que él fundó cuando se recibió de ingeniero. Debimos comparecer ante un tribunal que le otorgó un poder para usar el escaso dinero a su nombre. Sobre los bancos también habían caído bombas. Recuperar las máquinas y herramientas fue más difícil: estaban diseminadas en las afueras de la ciudad, a lo largo de caminos sin terminar —como la ruta intercontinental, por ejemplo—. Los alemanes se apropiaban de toda herramienta de hierro, y era penado no declarar su posesión. A pesar del peligro, concerté con un capataz amigo ir al sur de Belgrado para traer lo que encontráramos.

Fuimos en tren. Durante el viaje hablamos casi en secreto con otros pasajeros del único tema que nos preocupaba: ¿por qué nuestro ejército había resistido solamente quince días?

—¿Sabes qué pasó, muchacho? —me dijo un compañero de asiento que llevaba un traje raído y demasiado grande para él—. Acobardado, el regente Pablo firmó el pacto de no agresión. Y a los alemanes les importa un bledo lo que firman, más cuando los oficiales yugoslavos se sublevaron: querían pelear, no transar. Entonces aumentó la ira de Hitler, quien terminó por arrasarnos.

—¡Pero si no teníamos las armas necesarias para luchar! —dijo otro más joven, con una herida en la frente—. Los tanques alemanes son imbatibles; y la Luftwaffe, devastadora.

—El regente hizo lo que pudo —contestó el capataz—. Otros países firmaron, y Hitler no los atacó. Miren Bulgaria: dejó pasar a las tropas alemanas para atacar el sur de nuestro país e invadir Grecia.

—Y eso —dije— nos cerró la única salida que teníamos hacia el sur. Lanzaron el primer ataque de paracaidistas sobre Creta, el primero en la historia, para echar a los ingleses.

—Y lo peor, muchacho, es que los oficiales croatas de nuestro ejército se sumaron a los alemanes. Ser serbio es una desgracia —dijo el primer hombre con énfasis—. Estás solo como un paria. Con ellos somos como hermanos: hablamos la misma lengua, vivimos mezclados, nos casamos... Y, en cuanto pueden, nos venden.

—Pero... —repliqué bajando la voz—. ¿Dónde está el heroísmo de defender a la patria?

—¿Y con qué la vas a defender? —dijo el capataz—. ¿Con las manos, con palabras? No tenemos el poder de las armas, así que lo mejor es quedarse en casa y ¡chito!

—Ustedes se olvidan del búlgaro Dimitrov —dijo el primer hombre, a quien le hacían señas para que hablara más bajo.

—¿Dimitrov?

—El secretario del partido comunista búlgaro. En Sofía, hace apenas seis años, dijo en un congreso que «Para dominar la península balcánica hay que atomizar al pueblo serbio y a la iglesia ortodoxa». Y eso ya se empezó a cumplir; peor va a ser si llegan los tanques rusos detrás de Tito, que está recibiendo instrucciones de Stalin. Dejen pasar un poco de tiempo, y van a ver cómo él cumple esa orden de la Internacional Socialista, que de socialista no tiene nada. Ya no se puede creer en las palabras.

—¿Cómo creer? —agregó con rabia el joven de la herida en la frente—. Por defender nuestro suelo las potencias nos tildaron de bárbaros y apoyaron a los musulmanes, quienes nos ocuparon quinientos años.

—Y más tarde —dije—, los poderosos del mundo seguramente los matarán en otras tierras por otros intereses. La historia tiene estas incongruencias.

Se hizo un silencio espeso y nos quedamos mirando por la ventanilla. Creo que todos nos sentimos devastados por fuerzas superiores, y nuestro heroísmo quedó otra vez pisoteado. Pareciera que nuestro destino era el de ser siempre rehenes de ambiciones ajenas. Al mismo tiempo, tantas invasiones aumentaban el amor por la tierra donde nacimos. Molestaba la presencia de un pueblo que se defendía, al que debían segmentar para que perdiera fuerza. Detrás de todo sufrimiento personal se escondía la tragedia de todo un pueblo. El tiempo diría hasta dónde iba a llegar.

La pequeña estación. El capataz y yo bajamos del tren. El pueblo se esparcía apenas alumbrado entre faroles débiles y ventanas cubiertas. Fuimos en sentido contrario, sobre un camino que él conocía. Con su linterna iba aclarando, hasta encontrar una casilla metida en la sombra, un pequeño galpón para las herramientas que había usado un mes antes. Me dejó esperando en la negrura mientras fue a buscar el camión de un amigo cruzando la ruta en construcción, una de las varias que había construido mi padre en tiempos de paz.

En la oscuridad, el simple gruñir de un gato o el aleteo de un pájaro disparaban mi miedo. Era como si no hubiese dónde apoyarse: se me ocurrió que estaba dentro de una carretilla invertida sin poder asirme; y me parecía también que el país estaba como una carretilla puesta al revés. Todo se derrumbaba.

Cuando el capataz regresó, alumbró el galpón y subimos las herramientas, que cubrió con una lona. Tomamos por calles laterales, esquivando las avenidas. Fue una noche de suerte: ninguna patrulla nos detuvo. Entramos el camión en el garaje de casa y bajamos las herramientas al sótano.

Mamá ya tenía suficiente para ir vendiendo cada mes. Así, también fueron desapareciendo alfombras y vajilla. La casa se fue desnudando poco a poco. Mi madre empezó a envejecer, entretejida de años y tristeza, y yo a hacerme hombre.

Luego de completar el curso de instructor de deportes, partí para Nis: lejos de mamá y de mi hermano Bob, al menos no había salido del país.

En plena guerra mundial, tres totalitarismos oprimían a sus respectivos pueblos y esperaban el momento de expandir su dominio sobre otros países: el comunismo, el fascismo y el nazismo. Yo no podía plegarme a ninguno de los tres. Veía ante mí un panorama feroz: cada uno de ellos hambriento de poder, tragando geografía, tierra y hombres, como bestias apocalípticas. Al no abrazar ningún postulado extranjero y totalitario, yo sentía la ansiedad de una lucha que no había buscado, pero a la que no me podía sustraer. Aprendí que ningún sometimiento trae la felicidad. Nadie puede vivir encadenado a una doctrina política, al precio de su libertad. Perder mi derecho a pensar y a expresarme era una esclavitud inimaginable.

En Italia, Mussolini se proponía revivir el Imperio Romano, lo que equivalía a ver flamear la bandera fascista en mi país. El Duce codiciaba la costa de Dalmacia (¡El latino Diocleciano la había ennoblecido naciendo allí!). Las noticias de Alemania mostraban que Hitler arrasaría con todo lo que se opusiera a su demencia pangermánica: ya había iniciado una siniestra persecución en su país y en Europa cautiva, y los judíos desaparecían. Hitler repitió la liturgia de la persuasión con un público poseído y devoto. Varios años antes, el 30 de enero de 1933, él había dicho al entrar en la Cancillería: «Ninguna potencia del mundo podrá sacarme vivo de aquí.» Fue un gran comediante, paranoico y obsesivo: en su ávida ferocidad, disponiendo del aparato de la propaganda, creó el mito de su omnipotencia. En cuanto a la Unión Soviética, las informaciones eran también pavorosas: por orden expresa de Stalin, quienes no aceptaban el Nuevo Orden eran perseguidos y ejecutados en las estepas de Siberia. Stalin arrió como ganado a los alemanes del Volga, intelectuales o campesinos, a quienes dejaba indefensos en el frío y el hambre. En nombre de la clase trabajadora y campesina, la dictadura del proletariado arrasó con la clase trabajadora y campesina. Pero el pueblo ruso, el campesino ruso, recibió a los soldados germánicos con los símbolos tradicionales de amistad: pan, trigo, sal y flores, creían que los liberarían del despotismo. En Kiev se rindieron sin luchar cuatrocientos mil soldados del Ejército Rojo. Entonces Stalin, tras la sorpresa, buscó en el arcón de las tradiciones rusas las más importantes que él mismo había segado: abrió las iglesias —dejaron de ser depósitos—, restituyó las condecoraciones de Suvorov, de Kutusov y de otros héroes de la época zarista, y se cantaron viejas canciones, guardadas en la memoria de la gente. Buscó a la madre Rusia en el corazón de cada ruso y la encontró. Además, el clima estuvo de su parte: los dos meses que le llevó a Hitler maniatar a Yugoslavia, propició su derrota en el este; había comenzado tarde, y el frío no lo perdonó. ¿Alguien en la mesa de negociaciones tendría en cuenta este hecho? ¿Habría gratitud para el pueblo serbio, que ayudó a la derrota del nazismo en ese frente? El Ejército Rojo rodeó a los alemanes, que estaban sin combustible, atascados después de un asedio de dos años. Sin el calzado adecuado, los soldados alemanes morían congelados y hambrientos. Hitler olvidó la experiencia de Napoleón. Mussolini le había advertido que Rusia tiene tres grandes generales: el general Nieve, el general Barro y el general Distancia. Pero no lo escuchó. Entonces los tanques soviéticos avanzaron, salieron de su frontera y permanecieron años en cada lugar que pisaban. Así, Europa del Este quedó bajo el dominio comunista, y los aliados regalaron a Stalin cien millones de personas.

A pesar de mi juventud comprendí que cuando un hombre se entroniza en el poder y es amo de vida y muerte, la división entre el bien y el mal deja de existir. El problema de conciencia y la culpa no funcionan. La crueldad se justifica en los objetivos superiores, siempre más allá del hombre común. Ya no sabía si el mal era sólo ausencia del bien. Ahora creo que es una fuerza oscura amasada en la marmita de los primeros tiempos del hombre; aún persiste, agazapada, esperando asomar en cualquier momento, como una serpiente dormida que cada tanto bosteza y sólo ella sabe cuándo volverá a tener hambre. Por eso la KGB, policía secreta soviética, al igual que la Gestapo, era un poder dentro del poder, que avasallaba vidas humanas como cosas sin valor. En los países bajo su dominio, la gente moría, delataba o mataba por miedo. En la Unión Soviética levantaron una estatua a un niño que había delatado a sus padres. Los pasillos de las viviendas comunes eran lugares de peligro: bastaba una voz más alta, una queja, para ser enemigo del pueblo. Yo no quería vivir así.

En Nis, la vida diurna parecía normal, una cotidianidad similar a otros tiempos: yo me levantaba a las siete, apenas salía el sol, desayunaba las sabrosas tortas con que me agasajaba mi abuela, y partía para el centro de deportes, en donde daba clases de fútbol y tenis a veinticinco chicos de entre cinco y diez años. Después, al volver a casa, pasado el mediodía, almorzaba con familiares que nos visitaban, leía lo que encontraba en la biblioteca: algún libro que había dejado mi padre. También solía invitar a amigos antes del anochecer, sometidos a los límites horarios de la ocupación; la hora del desierto, la llamaba yo, cuando todos debíamos estar en las casas, confinados. Las ventanas oscurecidas, las puertas cerradas, nadie por las calles... sólo el taconear de las patrullas alemanas en su recorrido por la ciudad. Y el silencio. Y la muerte derramada sobre los techos que albergaban familias, seres que habían conocido otra forma de vida y de pronto quedaron atrapados. Cada casa era la propia cárcel.

Por eso yo me sentía escondido, culpable de estar sano, culpable de vivir. En dos años, apenas tuve noticias de mi madre y mi hermano. Bob continuaba estudiando en el liceo; y mamá, tejiendo, vendiendo algo de sus pertenencias. El martirio cotidiano para subsistir. Sólo los muy jóvenes sufrían menos, al tener poca conciencia de la situación; pero quien se asomara a la realidad comprendía lo que era vivir en un país ocupado, después de haber sufrido por siglos el dominio turco. Y yo estaba ahí, en Nis.

Una noche, sin saber por qué, me puse a recordar cuando Bob nació. Yo tenía cuatro años. Vivíamos en la estancia de esta abuela, que enviudó joven; y tal vez por eso tenía el carácter acostumbrado al mando, pero se dulcificaba con nosotros cuando nos enseñaba a montar o nos preparaba baklava. Siempre asociaré el dulzor de ese postre con su rostro típicamente eslavo, de nariz pequeña y redonda, de mejillas salientes, y toda su figura opulenta. Solía usar en la cabeza un pañuelo oscuro del que colgaban moneditas de oro que fulguraban al sol. Aún conservo algunas como testimonio de ese tiempo. Qué poco queda a veces de tantas pertenencias, cómo se enlazan los objetos a los días, para luego convertirse en breves testigos del pasado. En los dos años que viví en su casa, en Nis, mi abuela ya no era la misma. La había amansado nuestra triste historia, la sumisión al poderoso que todo controlaba. No usaba el pañuelo con moneditas, no preparaba baklava, porque llevaba mucho azúcar y escaseaba, ni tenía la fortaleza de otros años. La piel se le había arrugado, pero fue capaz de recibir los besos de la despedida.

A veces me sentía culpable: vivir como instructor en deportes, que en un principio me pareció la salvación, era, a mi modo de ver, una cobardía. Comer los dulces de mi abuela para refrescarme la infancia, alguna visita a un tío envejecido, los recuerdos dando vueltas en mi frente me fueron hiriendo. Hasta que decidí unirme a la resistencia de Draza Mihailovich. Ésa fue la verdadera elección de mi vida.

Un día besé a mi abuela, presintiendo los dos que sería la última vez. Entre lloros quiso retenerme, y sólo le dejé, sobre su piel cuarteada, mis besos. Tan poco para tanto amor. Abandoné la vieja casona en que vivió mi padre y que ella seguiría cuidando hasta que tuviera fuerzas. Volví a Belgrado para despedirme también.

En Belgrado ya no estaban los escombros: quedaban las ruinas, los huecos mordidos de la guerra. Y pensar que Belgrado significa Ciudad Blanca, porque el invierno la cubre de nieve y cantan los cencerros de los trineos como si anunciaran siempre la Navidad. Es un sonido elemental para mí, una música pegada a la infancia. Y ahora se repetía en un temprano invierno. En compañía de esos recuerdos, la nieve que cae es siempre aquélla.

Al llegar a casa, después del sonoro timbre que provocó corridas por las escaleras, nos abrazamos después de dos años de ausencia. Subimos al primer piso, lugar que ahora habitábamos desde que teníamos en la planta baja al «inquilino» alemán.

Milka, también contenta de verme, preparó el té. Mientras puso la mesa y nos acercamos, charlamos de cómo se encontraba la abuela, los tíos y la vieja ciudad de donde había venido Tata. Yo no sabía cómo empezar a darle la noticia.

—Mamá —dije por fin—, he vuelto porque tomé una decisión.

—¿De qué se trata, querido? —me respondió con su dulzura habitual.

—Voy a formar parte de la resistencia de Mihailovich.

—¡Gastón! —dijo Bob, y Milka dejó de preparar la mesa para mirarme.

—Pero es una locura inútil —me clavó los ojos y se encrespó su voz—: ¡lleva dos años, y todavía están los alemanes! ¿Qué va a hacer él, si ni el propio ejército pudo defender el país?

—Lo que hace toda resistencia —continué, y me di cuenta de que todos alrededor habían desaparecido discretamente.

—Sí: boicotear camiones, romper puentes —empezó a caminar nerviosa y a mesar su cabello—. Eso no alcanza para salvarnos de la ocupación. No tenemos armas, no tenemos fuerza.

—Sí, mamá: fuerza es lo que sobra. Debemos defender nuestra patria, nuestra bandera.

—Eso es puro idealismo juvenil, Gastón. ¿Tienes idea de a qué te expones? Ni sabes cargar un arma. Eres un deportista, un estudiante, un idealista. ¿O no sabes que los idealistas son los primeros que caen? Porque están alimentados de sueños. ¡No saben nada, nada!

—Mamá —dije con arrogancia—, todo lo que sé lo aprendí de ustedes. Y, si es así, entonces Tata también estaba equivocado.

—Por supuesto que lo estaba. ¿Por qué no escapó cuando lo buscó su hermano Mihailo? ¿Por qué se quedó como cordero solidario? ¡Porque era el capitán!

—Tal vez lo obligaban su sentido de la responsabilidad, su honestidad... Pero mamá, me duele verte así.

—Sí, ya sé que me dejo llevar por el dolor. Sucede que la incertidumbre es mortal: ¿cuándo volverá la calma? Creo que ese día está lejos. Hoy todo es ruptura, ausencia y muerte. Y gente que no vuelve jamás. Que un día parte, y ya nunca más entra por la puerta que lo vio salir. ¿Y lo mismo quieres tú hacer ahora? En estos años debemos aferrarnos a lo que nos queda, Gastón. Ya no podemos ser más heroicos.

—Sí, mamá, hay muchos hombres luchando por nosotros en este mismo momento. Mientras tú me quieres atar, otros se arriesgan por el suelo que nos sostiene, por nuestra tierra.

—Nuestra tierra ya está entregada. Nada volverá a ser lo que era. Cayó una niebla sobre nuestras vidas, y será más oscura aún si te vas.

—Es que no puedo vivir enterrado como si ya nada me importase. Tengo que hacer algo.

—Lo que tú tienes que hacer es reflexionar. Piensa qué pasará después.

—Si pudiera prever tanto, mamá...

—Eres un desbordado, un impulsivo. Y crees que eso va a ayudar a echar a los nazis de aquí. No quiero un héroe inútil.

Se sentó. Vi que su espalda empezaba a encorvarse, que el agobio se le escurría por el cuerpo como una nueva piel, que los ojos ya no tenían un azul luminoso sino opaco. La besé fuerte y, aunque me doliera, solté su mano prendida a mi camisa. Bob lloraba en un rincón. Lo abracé: él y mamá quedaban solos en la enorme casa. A veces Vera, la novia de Bob, les hacía compañía.

Miré otra vez la tarjeta sobre la mesita, aquel mensaje que Tata había enviado desde el campo de prisioneros de guerra.

«Queridos míos: saben que los extraño y los amo desde cualquier lugar, ahora es Onsnabrück. No se preocupen por mí: estoy bien y los recuerdo cada día. Louis.»

¿Cómo sería «estar bien» hacinándose en barracas repletas, con una magra comida y rodeado de alambres de púa? Supuse que, como prisionero, papá había tenido que pasar por la censura para enviar esa tarjeta. Con qué ansiedad habría esperado la autorización. Era la primera noticia que nos llegaba después de dos años.

Cuánto lo había llorado mamá, sin saber si vivía. Esa tarjeta le devolvió la tranquilidad que yo ahora le quitaba. Para ella era como caminar en círculos, siempre en la añoranza.

Mientras, yo iniciaba mi propio combate. Partí hacia las montañas.

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Fecha de publicaciónSeptiembre 2006
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