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La cita

Ariel León
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Dos minutos antes ella había logrado desviar no menos de tres cabezas orientadas repentinamente hacia la puerta mientras entraba en el café. Después de buscarlo unos segundos con la mirada se había sentado inundando de distinción el discreto rincón señalado por la mano del camarero, y había pedido un trago para no soportar sola el calor agobiante de la tarde con unas maneras que, francamente, hubieran podido provocar la admiración de algunos comensales distraídos. Dos minutos más tarde llegó él, y si no fuera por las carcajadas bulliciosas que llegaron desde el fondo justo cuando la puerta se abrió, a nadie se le hubiera ocurrido dejarlo entrar, colgar el saco y sentarse frente a ella, sin antes dedicarle una discreta mirada de admiración. Alzó la mano y pidió un trago. Con un giro del brazo que intentaba acomodar el cuerpo buscando el mejor reposo de la espalda, la joven esperó las disculpas por la tardanza para comenzar cuanto antes la conversación, y exigió dos cuadros de hielo para insinuarle que entendía iniciar el diálogo sólo después de esa primera cortesía. Apenas un minuto le bastó para descubrir, no sin un ligero estupor, las intenciones contrarias de su vecino; él no consideraba ese ligero retraso un pretexto suficiente para abrir una cita tan esperada emborronando perdones, también tenía calor y pidió un poco de hielo, por favor. El tiempo que duró esa señera demostración fue percibido por la joven como una primera y ligerísima humillación, pero la arrogancia no logró arrancarle una sola palabra durante los minutos siguientes. A él no le costó mucho adivinar el motivo de ese silencio caprichoso y prolongado, pero no dijo nada. No se dejaría arrastrar por el prejuicio que olfateaba bajo esa posición de fuerza, y era mejor demostrárselo desde el principio. Prefirió callar por el momento ante esa testarudez bastante común en las mujeres cuando deciden lanzarse en los primeros encuentros, aunque esto no le impidió reconocer el encanto de los perfiles que imantaba hacia su mesa la curiosidad masculina reunida en el interior del café. Cruzó una pierna con un movimiento liviano dejando asomar, como un animal tranquilo y orgulloso que responde inmediatamente a la menor orden dictada por el amo, la calidad imperiosa de sus zapatos. Ella no se dejó intimidar por esa maniobra repentina, tomó la cartera y sacó del interior un cigarrillo para acompañar un cóctel, por favor, sin alcohol, todo con la mayor serenidad; una serenidad que no lograba atenuar ni de lejos la entereza apuesta de su vecino. A él no se le escapó el gesto, y es posible que alcanzara a ver en el maquillaje la satisfacción ligera de esa primera respuesta impalpable, pero simuló ignorar esa simple estrategia. Desvió la atención hacia las paredes del café y agradeció encontrarse consigo mismo pidiendo otro zumo en el espejo que colgaba en uno de los costados. Un minuto después la joven apagó el cigarrillo para dejarse mirar sin pausa por todo un segundo; sí, ella también imantaba la indiscreción de varios vecinos. Él se lo calló, habría sido una imprudencia (una imprudencia que no hubiera logrado perdonarse ni en los insomnios más largos) entablar el diálogo estimulando con loas aquel orgullo empecinado. Ella se vio obligada a reconocer la presencia impalpable de esa resolución y se sorprendió a sí misma indagando por las razones de su rival, pero se recuperó pronto de esa incipiente y peligrosa docilidad. Le haría reconocer frente a quién estaba; terminó el trago y alzó una de sus piernas con un movimiento perfecto que cumplió en el aire el dibujo patente de su decisión. Él se quedó inmune ante aquel gesto de ocasión, a esas alturas ya no lo sorprendían ese tipo de reacciones, y se limitó a sacar su encendedor para contestar adecuadamente aquel reto sin eficacia. La antigua curiosidad que respiraba en el entorno se había convertido en una admiración solapada cuando ella, girando el pulso, miró la aguja próxima a los quince minutos de espera que pestañeaban costosamente en el interior de ese pequeño regalo de cumpleaños. Ese gesto sólo logró en su vecino un movimiento banal orientado a ajustarse debidamente su corbata. En los minutos siguientes él se revisaba un botón de la camisa y ella, adivinando en ese juego un antiguo ardid para principiantes, respiraba tranquila y cambiaba de posición. Por un momento pareció que ella comenzaría a hablar (él irguió su cuerpo ligeramente para hacer frente al trofeo del triunfo) pero sólo enderezó un mechón de pelo en la cara que deformaba ligeramente las maniobras del peluquero. Ella lo vio esbozar un ademán con la mano, algo que se prolongó en el rostro como el anuncio de la primera palabra, pero ambos movimientos pertenecían al mismo error de cálculo, y la sospecha se disolvió en el aire como la espiral de sus bocanadas. Durante todo el tiempo él se había mostrado paciente frente a la resistencia acampada en el otro borde de la mesa, aun cuando la joven contaba con un temple, sino mayor, al menos equivalente al de su rival. Ella se vio obligada a aceptar en el hueco profundo y mudo de su conciencia los atractivos de su vecino. Sin embargo no era menos atractiva, y a él no le molestó aceptarlo con un silencio pleno. Justo unos segundos después, sin esperárselo, el humo del cigarro le trajo una idea total y desesperadamente oportuna. Agradeció al cielo la ocurrencia de esa lección para castigar definitivamente aquel orgullo masculino, pero no pudo evitarlo. A pesar de haber enterrado inmediatamente la voz interior de esa iniciativa en lo más hondo de su profundo ser, él había recogido al vuelo sus intenciones y era evidente que no le iba a permitir esa satisfacción; con el mismo gesto brusco bajó la pierna y se levantó de la silla para ganar tiempo, decidido a someter a la misma derrota de sus inventos aquella maquinación femenina. Ella ya estaba de pie y colgándose rápidamente el bolso al hombro para marcharse. Ambos pagaron al mismo tiempo dejando dos gruesas propinas que se disputaban la mesa y se dirigieron con paso veloz hacia la salida.

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Copyright ©Ariel León, 2006
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Fecha de publicaciónAgosto 2006
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