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El tardío vuelo de la avucasta

Al final, una misiva

Dimas Mas
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaSantiago de Compostela

Apreciado señor:

Por supuesto que no tengo inconveniente ninguno en acceder a su petición. Es más, me complace, y al tiempo envanece, aunque no sé si sabré estar a la altura de las circunstancias, el hecho de que confíe en mí hasta el punto de utilizar la presente como una especie de epílogo, de broche final, a las incompletas memorias de mi padrastro que puse a su disposición para que, ya de su propiedad, lo organizara usted todo y le diera la forma literaria que juzgara más pertinente. Procuraré, no obstante, atenerme a sus indicaciones y cumplir escuetamente aquello a lo que, aceptando su proposición, me comprometo.

En principio no tengo nada que objetar a la descripción que hace mi padrastro de mis propósitos seductores: así fueron, en verdad. Con todo, él calla, y no sé por qué, el consentimiento —e incluso el placer, diría yo— con que, desde el primer momento, los toleraba. No creo que deba explicar ahora el porqué o los porqués de aquellos propósitos. Sería tanto como contar mi propia vida, que no es lo convenido. Las razones —¡si las hay!— por las que, a lo largo de mi vida, me he sentido atraída por este o aquel hombre no se dejan reducir a un común denominador: cada caso es distinto, singular. Mi padrastro aventura algunas hipótesis, no todas tan desatinadas como a primera lectura pueden parecer, pero ninguna de ellas lo bastante convincente como para confirmar, sin más, que sea la definitiva.

Para cumplir satisfactoriamente su petición, no encuentro otro camino mejor que retomar el hilo donde lo dejó mi padrastro, es decir, en esos puntos suspensivos donde estaba la cosa después de mi inoportuna regla. Y en aquellos puntos siguieron varios días más, con el mismo plan de vida, esto es, mi acoso y su ambigua defensa. Todavía recuerdo, de aquella guerra permanente, y para que se entienda qué quiero decir con «ambigua defensa», una de sus más dulces batallas.

Estábamos los tres en el sofá, frente al televisor, viendo una película más lenta y pesada que la digestión de una fabada. Aprovechando la costumbre habitual de mi madre: quedarse como un tronco, así se retransmitiera una misa solemne desde el Vaticano, atraje hasta mi entrepierna la mano de Antonio y, guiándola yo, comencé a masturbarme con ella, pues él la dejó tan muerta como viva parecía su atención a la escasísima acción que podía seguirse en la pantalla. Primero sobre el finísimo pantalón del esquijama, y después por dentro de él. En ese momento en que sus dedos se humedecieron al contacto con mi sexo excitado revivieron, como —y disculpe la irreverente comparación— si los hubiese mojado en una pila de agua bendita y milagrosa, aunque su atención siguiera imperturbablemente fija en el pase de diapositivas, que no otra cosa parecía la peliculita en cuestión. Pero sus dedos, ¡ay sus dedos!, ¡qué habilidades de prestímano! A mí, además, aquello de tener a mi madre al otro lado de mi padrastro mientras los dedos de éste me daban un repaso que me estaba dejando para que me montara un caballo, era algo que me calentaba lo que no se puede ni imaginar. La actitud de Antonio, su inconmovible frialdad —¡yo ya casi licuada!—, me causó tanta admiración como despecho. ¿Pues qué, acaso estaba acariciando a una gatita de angora! ¡Una pantera africana estaba yo hecha! Y de buena gana me lo hubiera devorado en aquel mismo sofá si mi madre no hubiera estado donde estaba y como estaba: atravesada carabina marmota. Me atreví a mezclar los dedos de mi mano con los de la suya y así, de consuno, avivamos mi placer hasta que llegué al orgasmo, ahogando los gemidos que apenas podía contener. Digo me atreví porque no son pocos los hombres a los que parece repugnarles que una mujer se toque mientras la tocan, como si ello menoscabara su virilidad, o poco menos. A Antonio, por el contrario, no sólo no parecía importarle, sino estimularle, a juzgar por cómo me guiaba él mi propia mano. Recuerdo también que tuve la impresión de que mi madre, muy discretamente, nos vigilaba; tragándose con rabia, supuse, las ganas de intervenir, desbaratar nuestra entente cordial y armar un escandaloso numerito de celos, dignidad herida, rijosa perversión y otras zarandajas que, paradójicamente, si tenemos presente qué vida se ha dado la muy viva, tanto ahora le cuadran en la beaturrona estampa que de sí y sobre sí misma ha dibujado. Decía que se tragó con rabia las ganas, y eso era evidente en la rojísima irritación de ojos con que fingió despertarse de su «trasposición», pues ella nunca quería reconocer que se dormía. Se quedaba, insistía, «meramente traspuesta». Supongo que esa negativa se debe a la resistencia a envejecer, ya que esas cabezadas suelen ser propias de la gente de edad avanzada o de jóvenes trasnochadores...

Después de aquella noche, mi madre redobló su ya estrechísima vigilancia. Tardó, pues, en presentárseme una oportunidad como la de aquella mañana en el cuarto de baño. Entre tanto, la salud de Antonio dio un sorprendente bajonazo. Comenzó todo con unas palideces muy llamativas y acabó como acabó, que luego se dirá. Ni siquiera le apetecía ya salir a pasear: él, que daba paseos de cinco y ocho quilómetros, y a un paso que a mí me era imposible seguirle. Empezó a hacerse el remolón a la hora de comer, y no había manera de que se acabara nada. Que estaba enfermo lo confirmaba la súbita repugnancia que sintió hacia la fruta, cuando pocos meses antes la devoraba, a cualquier hora. Le dio por la leche, y casi seguía una monodieta. «Previene contra las intoxicaciones», me dijo cierto día, después de que yo insistiera mucho en conocer sus razones, y no añadió nada más.

Mi madre, desde que lo vio así, le urgió para que fuera al médico, pero él se negaba. Reconocía que no se encontraba bien —¡hasta ahí hubieran podido llegar las cosas!—; pero no había manera de disuadirle de su convencimiento: «un malestar pasajero». ¿Y qué no es pasajero?, solía decir yo, más para zaherirlo que con ánimo de enzarzarme en polémicas pseudofilosóficas que no son mi fuerte, desde luego.

Pocos días antes de su muerte, como si la hubiese olfateado, dedicó una mañana completa a ordenar los papeles de su despacho. Lo supimos porque nos alarmó, tanto a mi madre como a mí, el humo que se filtraba por la rendija inferior de la puerta. Entramos en tromba y allí estaba él, sereno y plácido, controlando la incineración de no supimos qué inconfesables o comprometedoras confesiones. En cualquier caso, y después de su muerte, gracias a mí se salvó esa carpeta en la que se contenía su biografía y que yo le envié. Mi madre, así que le echó un vistazo a algunas notas y borradores se escandalizó tanto que se propuso continuar la labor incineradora que había emprendido quien fue su marido.

—¿Me podéis dejar solo, por favor? —nos dijo inmediatamente, sin alterarse lo más mínimo por nuestra impetuosa entrada.

Le obedecimos sin rechistar: tiene demasiado de solemne e imponente la soledad en que una persona se dispone a bien morir tras ajustar los balances de su existencia, como para inmiscuirse en esas cuentas íntimas, por más derechos que, para ello, quieran arrogarse los intrusos.

Vinieron unos días, después de aquél, en que pareció mejorar algo. Había recuperado un poco de color y, aunque más cortos, reanudó sus paseos. Eso sí, seguía comiendo muy mal. Se volvió goloso. El chocolate a la taza, que le sentaba como el azafrán a los loros, se convirtió en su cena predilecta, y en nuestro insomnio..., porque luego era una tortura oírle pasear pasillo arriba, pasillo abajo, quejándose de los retortijones como un condenado.

Yo había abandonado mi asedio, dadas las circunstancias; pero lo sorprendente fue que, entonces, animado por esa mejoría transitoria, tomó él la iniciativa. A mí me dio, y no sé por qué extraña ventolera, por hacerme la estrecha; pero él no se dejó engañar. Sabía, como yo, que en cuanto nos encontráramos con la circunstancia favorable de la ausencia de mi madre, del encontronazo iban a saltar más que chispas...

No tardó en llegar. Antonio había pasado muy mala noche por culpa de unas asfixias, primero, y luego por una hemorragia nasal muy trabajosa de atajar, según me contó mi madre cuando salía, apenas dieron las siete, camino de la primera misa para volver cuanto antes y acompañar a su marido a la consulta del médico. Bueno, en realidad a llevarlo, de grado o por fuerza, porque él...

Me crucé con ella en el pasillo, cuando iba a liberarme de la horrible presión de una vejiga llenísima: siempre que ceno escarola me ocurre lo mismo. Iba a volverme ya para mi cuarto cuando decidí acercarme a la habitación de mi padrastro: estaba vacía. Fui al salón: vacío también. Al despacho: cerrado. A la cocina: nadie. No entendía nada de nada. Volví a mi cuarto y allí lo encontré: dentro de mi cama, arropado, las manos sobre el embozo, como un niño feliz dispuesto a jugar con la madre que viene a arrancarlo de las sábanas un día de fiesta.

Recuerdo que me impresionaron mucho los dos algodones con los que se tapaba las fosas nasales: desde donde yo lo miraba, tenía un sí sabía qué de muerto fresco. Conseguí escaparme de la viscosa red de aquella aprensión y me acerqué a él muy lentamente, desnudándome con los mejores gestos de cabaretera de lujo que pude recordar e imitar. Retiré la sábana con un teatral voilà! y lo descubrí a mis ojos en una extraña mezcla de palidez y excitación que no se me olvidará nunca. Él, de por sí, ya era delgado; pero con sus dietas caprichosas se había quedado en pura nada: la piel y los huesos; como si hubiera querido evitarle a la muerte el trabajo de consumirle la carne. Por otra parte, mantenía una erección la mar de vistosa: su miembro coloradote y robusto traía a la memoria, sólo por el color, las pollas de los perros y los monos, o la lengua de los gatos.

—He estado toda la noche soñando contigo —me dijo.

—¿Ah, sí? —coqueteé con la media distancia pava de la adolescencia, tan lejana ya—. ¿Pero con qué de mí...? —me subí, insoportable, a la peana de las diosas adorables.

—¡Con todo de ti!

—Eso se lo dirás a todas... —quise ser graciosa, teniendo yo menos que un luchador de sumo bailando El lago de los cisnes.

—Aquí no hay decir que valga...

Y le di la razón mientras él me cogía un pezón entre sus labios y me atraía, con los dientes tibiamente marcados sobre la areola, hacia sí, hacia sobre sí, para que lo cabalgara, lo que hice apenas abrí el compás de las piernas sobre su vientre y mi sexo chorreado engulló su ardiente torreón de homenaje. Él respiraba con dificultad, con cierto desasosiego que no se compadecía con la templanza medida de sus caricias. Yo le hice mi famosa —para mis íntimos, claro...— vuelta de tuerca: sin que se me escurriera fuera del jardín cerrado para muchos..., y cargando el peso del cuerpo sobre los brazos extendidos, giré sobre el eje de su polvazo, desplazando oportunamente mis apoyos, hasta quedar de espaldas a él, bien aposentadas las nalgas sobre su vientre; un doble movimiento, después: vencerle el miembro contra su inclinación natural, y sacudir las nalgas como un cedazo o un flan servido por un camarero desquiciado, consiguió el estimulante efecto deseado: irguió la espalda y se me agarró de los pechos, magreándolos salvajemente mientras a través de pequeños saltos sobre sus nalgas escuálidas buscaba henderme con su lanza hasta el velo del paladar, a juzgar por las sacudidas. Ni sé cómo lo hizo, ni de dónde sacó las fuerzas para hacerlo, pero con un enérgico y mimoso movimiento consiguió ponerme debajo de él y, cambiando el jardín por la angosta senda, abrirse paso furioso por entre mis lunas llenas gemelas. Con la mano del brazo que me había quedado bajo el cuerpo al ser volteada contra las sábanas, me agarré yo, a mi vez, a sus huevos y los arrastraba, cuanto el escroto daba de sí, para acariciarme con ellos, sin conseguirlo más que levemente, mi vulva. Alcé, también levemente, la grupa a fin de facilitarle la labor, y enseguida se me agarró crispadamente de las caderas para evitar que sus embestidas me desplazaran. Oía un tumulto de jadeos y supremos esfuerzos a los que sólo les vi la cara de insólito, por angustioso, sol poniente cuando, escapándome —así como suena, literalmente— de su recta fijación, me giré hacia arriba y le rogué, con mi gracia desgraciada:

—¡Córrete donde Dios manda...! ¡Y conmigo!

—¡Dios no lo manda, Dios no lo manda!

Comenzó a gritar, congestionado, al tiempo que cambiaba, sin inmutarse, una por otra vía de acceso a lo húmedo y profundo de mi deseo. Las venas de las sienes y la carótida se le inflamaron con volúmenes que me asustaron. Tenía los ojos cerrados y apretadísimos los párpados, como si en vez de joderme a mí lo hiciera, sin vaselina, a una vieja seca y estrecha...

—¡A Dios, a Dios...!

Gritó horriblemente, sin poder acabar la frase, con los mismísimos estertores de la muerte, cuando se corrió dentro de mí antes de caérseme encima con el atroz desmayo con que abate la muerte a sus víctimas. Pude, sí, amortiguar la caída, poniendo mis manos en su pecho, pero la cabeza inerte se venció contra mí y me golpeó en pleno rostro, golpe que me abrió una pequeña brecha en la ceja izquierda.

Reaccioné bien, dentro de lo que cabe en una situación como ésa. Quiero decir que no me puse histérica, ni intenté quitármelo de encima, como si se tratara de un violador leproso o algo así. Lloré, eso es verdad, pero en calma; lánguidamente, diría.

Enseguida comprendí que se imponía la necesidad de volver a vestirlo, costara lo que costara, y disponerlo todo para que, a ojos de mi madre, todo pasara por que la muerte le había sobrevenido, sin más, en su propio lecho. Llevarlo arrastras hasta su alcoba fue lo más duro, penoso y patético. Estoy convencida de que la hernia de la que me operaron hace un año se me originó aquella mañana. La idea de que mi madre pudiera entrar de repente y me viera arrastrando el cadáver por el pasillo me llenaba de escalofríos. Afortunadamente no ocurrió así y pude, ¡ni sé cómo!, acostarlo de nuevo en su propia cama, donde mi madre lo encontró.

El resto ya forma parte de los hábitos necrológicos tradicionales. Y en cuanto a mí, añadiré que Antonio me dejó embarazada y tuve que abortar en Londres. La verdad es que con una madre soltera en la familia ya había bastante.

Afectuosamente,

Esperanza Rijo
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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónEnero 2007
Colección RSSNarrativas globales
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