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El tardío vuelo de la avucasta

La première

Dimas Mas
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La palabra cine despertará, en el común de las gentes, ecos visuales de imágenes tan dispares como los tórridos besos de Ava Gardner, la maliciosa sonrisa de Cary Grant, el cuchillo homicida empuñado por un psicótico Anthony Perkins o la angustiosa espera de un Gary Cooper impasible; pero en mi caso no guardo memoria sino de un espacio oscuro perfumado por la incisiva mezcla de dos fragancias irreconciliables: la seminal y el ozonopino. Un espacio en el que se percibía nítidamente el estremecimiento de los cuerpos apremiados por el deseo. Un espacio, en fin, que fue el camino al que salí, por primera vez, buscando en él la ventura y los laureles de mis pasos honrosos.

Supongo que en mi elección debió de influir sobremanera aquella amenaza homilética: «El cine es un estupefaciente. Y está teniendo la virtud trágica de corromper la conciencia de nuestro pueblo.» ¿Dónde estaba, con todo el daño? «El daño que el cine hace a los solteros es, entre otras cosas, por enseñar una enorme facilidad para llegar al beso pasional, que es el primer paso para una serie de pecados.»

Desde que me inicié en la actividad cinegético-cinéfila, siempre me pregunté si los predicadores intuían —tan sensibles todos ellos para olfatear el husmo pecaminoso— que lo dañino del cine estaba, quizás, del lado de acá de la pantalla: en los novios ardientes que luchaban a abrazo partido; en la fila de lanceros a los que la pajillera pasaba revista controlando que no quedara polvo alguno en las bruñidas puntas marciales; en el pedófilo al que le sudaba la mano con que, al calculador desgaire, rozaba los inocentes muslos que apenas cubrían los pantalones y las falditas; o en quien, como yo mismo...

Ese beso pasional, escupido desde el púlpito con mueca de demonio con gárgola, fue lo que yo busqué en mi primera aventura. Como simplemente el imaginar mis labios rozando otros labios ya conseguía excitarme, llegué al cine caliente como el fogón de un tren de vapor.

Era una sala de doble sesión, ubicada en el corazón del barrio chino. Íntima como un corral de vecinos: los unos asomados a las vidas de los otros; e impersonal como la sala de espera de un dentista: cada uno aislado en su dolor. No era yo el único que batía el terreno tras de la caza. Adelantarse a la competencia para cobrar una pieza, sin saber si sería alible, o borde como el fruto del acebuche, requería unas habilidades que sólo adquirí tras muchos fracasos: tardes y tardes de volverme a casa con el morral de mis piadosos galardones vacío.

Entré en la sala con el primer pase ya empezado, lo que obligaba a perder casi media hora hasta que los ojos se acostumbraban a la luz opalina que despedía la pantalla y poder, entonces, comenzar el ojeo. Enseguida distinguí la inconfundible fila de la pajillera y pasé a concentrarme en las butacas de hileras más avanzadas. La linterna del acomodador resultó ser una inestimable ayuda para localizar a las piezas en el ordenado laberinto. Pronto comenzaron los paseos de quienes recorrían los laterales, de espaldas al foco de luz, para jugar con ventaja sobre los timoratos que escrutábamos las nucas y los perfiles desde nuestras butacas.

¿El mayor revés? Acercarse a una rica hembra, encontrarse con su bolso —¡mala espina!—:

—¿Está ocupado?

—Sí.

Un sí afilado como la espina atragantada, y acabar sentado a la humillante distancia de la butaquita por medio. Con el tiempo supe que no había que tomar aquella prudente actitud como una negativa absoluta. Hay muchísimas mujeres que prefieren elegir a ser elegidas. Sólo la conversación, en esos casos, lograba que se alzara la barrera fronteriza cuando, mareada la perdiz, se disparaba con tino, haciendo ademán de levantarse «¿No te importa si...?»

¿Situación violenta? Coincidir con un rival a la entrada de una fila y saber que si cedes el paso se sentará exactamente donde tú deseabas hacerlo. Su llegada, mi propia llegada a veces, provoca, en el arador de mares, siempre la misma respuesta desabrida, masticada con indignación: «¡Joder, no habrá más sitios!», «¡No te digo lo que hay!» o la paradójica, y entre despectivos chasquidos de lengua, casi inaudible —no fuera que la criada saliera respondona—: «¡Anda que no hay salíos en el mundo!»

Nada de lo anterior sucedió tal cual aquella tarde de estreno. Y ahora sé, además, que fui yo la presa. La mujer que se sentó junto a mí no me fue traída por el acomodador, luego debió de venir desde las filas del fondo de la sala tras advertir mis continuos gestos de búsqueda. Apenas se sentó, dejó a sus pies una bolsa y apoyó su cuerpo sobre el brazo más alejado del sillón, dejándome libre el que compartíamos, de lo que deduje que podía haberse instalado allí porque se le hubiera puesto delante algún altiricón. Después, un desagradable olor a mugre, a goma húmeda y sucia, me llegó de pronto a la nariz, como una bofetada de amoníaco. Yo me giré hacia la fila de atrás para indagar sobre la procedencia de aquel olor, pues alguien acababa de sentarse muy cerca de nosotros. Viniera o no de esa persona, a ella le adjudiqué la más que notable incuria higiénica; del mismo modo que a mí me la adjudicó quien, desde la fila de delante, se giró hacia la mía para después volverse y comentar a su acompañante: «¡Pero qué hostias come la gente, coño!» Yo, ni caso. La recién llegada, lo mismo.

Regla áurea de conducta, para una situación como la mía, era ignorar a la vecina, fijar la atención en la pantalla y aparentar que, absorbidos por la vida plana y luminosa de las imágenes, cualesquiera de nuestros movimientos de aproximación eran tan casuales como haber coincidido, hijos nuestros pasos del azar, en las butacas donde nos sentábamos. Lógicamente, una convencional impostura dominaba nuestras reacciones frente a los mensajes de la pantalla: reíamos las gracias con infantil alborozo, y nos estremecían los terrores como a un cabritillo el barruntar la proximidad asesina del lobo. Todo ello, y durante un larguísimo rato, sin mirar hacia el lado, salvo algún rápido reconocimiento del soslayo.

Cuando ella se reacomodó en la butaca e hizo valer su derecho a ocupar una parte del apoyo compartido, yo corrí mi brazo hacia adelante para dejarle sitio. Milímetro a milímetro, después, fui llevando mi brazo hacia el primer contacto; roce del que dependía, según ella reaccionara, el éxito o el fracaso de la aventura, aunque no siempre: ¡cuántas veces la más encendida de las indignaciones no ha sido sino el desconcertante prólogo a la más ardiente entrega! Se encontraron, finalmente, nuestros brazos sin que ella retirara el suyo con el casto pánico que, en otras ocasiones, me fue dado conocer. La sangre me batía salvajemente en las sienes. Todo yo estaba electrizado, tenso como frente a un barbero presa del baile de san Vito. Incapaz de modificar el levísimo roce de nuestros brazos, me desentendí de él y realicé idéntica operación con la pierna. No había yo, sin embargo, sino movido la punta del pie en dirección al suyo, cuando un nuevo reacomodo, antes de que mi talón se moviese para que se rozasen nuestras pantorrillas, terminó de provocarme una erección tal que mi verga sobrepasó el elástico del calzoncillo: vencido su cuerpo hacia mí, nuestro contacto era tan íntimo como nunca antes lo había tenido con una mujer: su muslo contra el mío; nuestros hombros superpuestos; mi brazo, sostén de su pecho; su brazo... ¡ay, su brazo...! La mano de aquel brazo traspasó la abolida frontera y descendió por mi cuerpo hasta posarse sobre la cara interior de mi muslo, tan cerca de la artillería que debió de percibir, sin duda, el culatazo de sus estremecimientos: un querer salir de su prisión los obuses antes de que se consumiera la mecha... Yo la rodeé con mi brazo y ella se acercó aún más a mí, como si se acogiera a un sagrado. Su otra mano llevó la mía —¡tan torpe!— hasta la solapa de su blusa, por debajo de la cual la continuó guiando hasta que yo sostuve en el hueco de mi palma su pecho pequeño, del que me sorprendió su duro y punzante pezón, así como no encontrar el obstáculo del ceñido sostén. Trenzados en aquel abrazo íntimo, en aquella comunión de deseos insatisfechos, le giré el rostro hacia mí y busqué, mudo y ciego, su boca, su beso, ¡su beso pasional! Dulcemente olvidé mis labios sobre los suyos mientras mi verga, sabiamente gobernada por su mano, se agitaba con espasmos de posesa; volví mi atención a su boca, porque sus labios habían forzado la torpe y fría cerradura que yo había dejado en ellos: su lengua tibia había conseguido abrirse paso hasta el corazón de mi silencio, donde jugó nerviosa como un potrillo hasta que yo comencé a chupar de ella, con avideces de recién nacido, antes de ceder la mía y sentir, enajenado, cómo se perdía en su boca haladora. Lengua y verga al borde de desprenderse de mí, comencé la denodada lucha para hacer recular al denso y blanco enemigo. La mujer me había llevado la otra mano hasta sus piernas y tuve entonces que luchar triplemente, pues mi mano bajo su falda trepó hasta donde, ¡también sin lencería!, conocí la más violenta de las humedades. ¡Estaba desesperado!... Fero, fers, ferre, tuli, latum... La de Zamora por su cimborrio; la de León por sus vidrieras; la de Santiago... ¡toda! Me retiré de ella y quedé repantigado sobre la butaca, derramado, saboreando mi tan secretísima como trabajosa victoria, incomprensible para quien ahora gobernaba un timón roto...

Destrozado quedé yo, sin embargo, cuando, encendidas las luces del primer descanso, muy formales ya cada uno en su butaca, conocí a mi apasionada compañera. Lo de menos era que no fuera en modo alguno agraciada —¿quién era yo para arrojar la primera piedra?—, que sus uñas renegridas pretendieran recomponer grotescamente el inexistente peinado de unas greñas apelmazadas; que los cambios de tono de su piel se debieran a la roña; o que pudiera, por fin, certificar el origen del penetrante olor a mugre... Lo de más fue la temerosa sonrisa de sierva que enmarcó su pregunta:

—¿Me darás algo, verdad; aunque no te hayas descargao?

¿Sería yo capaz de borrar con mi indignación de conquistador burlado su taimada generosidad; de salirle con una fresca y hacer un mutis aristocrático?

¡Siempre, para mi vergüenza, llevaré sobre la conciencia, las dos palabras que me libraron, sin embargo, de caer en la vileza ya decidida, en el horror impío del que, efectivamente, era capaz!

—Tengo hambre.

Dijo, con la misma mueca de víctima.

La ayudé, claro, pero ella estuvo a punto de apartarme definitivamente, ¡nada más comenzar!, de mi devota caballería.

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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónOctubre 2006
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