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El tardío vuelo de la avucasta

Al buen decir no llaman Sancho

Dimas Mas
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaSantiago de Compostela

No se me escapa que voy sin mucho orden ni concierto, un poco al modo de los saltamontes; de aquí para allá, sin respetar siquiera la cronología real. Pero igual da. No trato de llegar a buen puerto desde ningún otro. Navego, y las corrientes del recuerdo me llevan por donde a ellas les place.

Ya creo haber dicho que yo era dulce como un pan de Cádiz, soso como una infusión de acelgas y virtuoso como un eunuco beato, por eso a nadie debe extrañar que para mí fuera un problema académico, al principio, lo que para la mayoría era parte rutinaria de su aprendizaje vital.

En modo alguno pretendo singularizarme, pero escogidos debemos ser los pocos que a la edad de veinte años no han tenido en sus labios —lingüísticamente, se entiende— más que un pito o un pajarito, dichos, además, de higos a brevas. Ante polla siempre, escandalizado, me persignaba frente al procaz, sin mover ni un músculo y con la fe del exorcista. De huevos y coños ha estado siempre tan llena la atmósfera coloquial que lo verdaderamente difícil era conciliar esos sonidos con su referente real; pero si por un casual cedía y me avenía a la conciliación —la del coño, obviamente—, no sólo me persignaba como arriba dejo indicado, sino que me revestía con la dalmática purificadora de aquella bellísima jaculatoria a la Virgen del Tímpano: «Guarda, Señora magnífica, inmaculados mis oídos para el nombre de tu Hijo; presérvalos, munífica Madre, de infernales vocablos impuros.»

Exigencia de mi propósito mortificador fue conseguir una cierta desenvoltura coloquial que me permitiera no añadir a mi aspecto físico un modo de hablar aún más chocante, si cabía, que aquél.

Nunca he sido metódico, a pesar de las oportunidades de que he disfrutado para adquirir esa sana virtud; y perdí la poca parte de ella de que dispusiera cuando decidí emprender las investigaciones lingüísticas cuya culminación habría de ser la adquisición de un vocabulario apropiado y suficiente para hacer frente a mis piadosas necesidades.

Comencé por el Diccionario de la Real Academia, seguí por la Enciclopedia Espasa y a partir de ahí hube de reconsiderar serenamente el rumbo de la investigación, a tenor de los ridículos y parvos resultados obtenidos. Es obvio que hablo de un tiempo en que aún Camilo José Cela no había dado a luz su secreta colección, que de tantas fatigas me hubiera aliviado.

Estudiante como fui de la Lengua, nunca tuve en poco ni mucho la literatura profana, tenebroso extravío de los ocios, de ahí que tampoco la lectura de ciertas obras salaces me fuera, por mi ignorancia de ellas, provechosa.

Los caminos bibliográficos así cegados, ¿hacia dónde debía dirigir mis esfuerzos? El mundo de los hombres proveyó y pude, en consecuencia, alcanzar mi meta: origen que fue, podría decirse, de mis futuros engolfamientos, arrobos y transportes.

No quiero ponerme a buscarlo, pero entre tanto papel como he removido para rescatar cuantas notas me sirvieran a la hora de redactar estos fragmentos biográficos, debe haber un grueso cuaderno en octavo con cubierta de tela a imitación de la piel. En ese cuaderno de campo urbano han de figurar los resultados de todas las averiguaciones que, durante dos meses, me ocuparon plenamente.

La vanidad académica —tan necia, fatua, absurda, mediocre y patética como la del mejor banderillero mongol— no fue estímulo suficiente para inducirme a ordenar aquel material y redactar un trabajo de auténtica investigación, muy lejos de los habituales refritos tostones que se nos obligaba a consultar en la Facultad, cuando no, como era habitual, a memorizar.

Mi primera fuente documental —la más accesible, y cuya caudal yo sospechaba asaz poderoso, si no inagotable— fueron los urinarios públicos. Comencé, lógicamente, por los de la Facultad. No eran más limpios ni sucios que muchos otros que después conocí, pero sí bastante más aburridos. Decidídamente, el estro de los pintaparedes parecía corresponder a seres estreñidos, a juzgar por la zafiedad y violencia de las representaciones, tanto icónicas como escritas. Mi suerte fue que, debido a las pintadas de carácter político —casi la mitad del total— solían repintar los retretes a menudo. Aun así, no saqué mucho provecho de aquellos cuartuchos malolientes, y pronto dejé de frecuentarlos.

¿En claro? «La meto en papo y en popa. El rabo del antifaz», y un número de teléfono. «Cepillo felpudos. Toñón.» Poca cosa, ya digo. Me impresionó, no obstante, una pintada singular: «¡Guardáos los truños, porculeanos judíos! ¡Mañana gran capa al rojo! ¡Viva la picha una, grande, libre y española!» Bajo la pintada se veía la representación de la picha ensalzada. Figuraba un mástil, notablemente grueso, en la parte superior del cual ondeaba la enseña nacional. Muy deprimente.

Los conceptos de España oficial y España real los he conocido no hace mucho tiempo; pero la realidad, la diferencia entre ambas, la conocí cuando, en aquel tiempo, anduve yo de urinario en urinario, siempre a la caza de los vocablos prohibidos o reprimidos.

En esos andares, muy a menudo subterráneos, no sólo cacé palabras, sino, todo sea dicho —que no para otra cosa que para decirlo todo estoy escribiendo yo esto—, curiosos ejemplares de la fauna urbana, algunos de los cuales me ayudaron tanto como las paredes y las puertas de los servicios del más barato, cochambroso, cutre y sórdido cine de barrio, del chino, claro.

Después de localizarlos, yo me había confeccionado un circuito de urinarios que recorría metódicamente. Más llamativo que las inscripciones resultó la constatación de que muchos de ellos tenían, por así decirlo, clientela asidua.

En algunos de los cines de doble sesión conocí —sí, también bíblicamente, aunque en versión nefanda— a quienes no veían más allá de media hora de película del total de tres del pase doble; o de seis, que algunos echaban la tarde a la espera del palomo, cándido o maleado, al que sacarle una gayola, un sifón o, muy raramente, un polvo de gallo. Es un nuevo brinco de saltamontes, que no daré, porque me apartaría mucho del curso de las investigaciones de las que estoy escribiendo. Pero volveremos al cine, hemos de volver, y no sólo a la fila de los mancos.

Mi circuito lo componían los urinarios de la calle, el de una estación subterránea de trenes de cercanías, los de tres cines de barrio, el de un restaurante de comidas baratas en un polígono industrial, el de una academia de bachillerato donde se había empleado la única amistad que hice durante la carrera, y el ya mencionado de la Facultad. De todos ellos el más productivo fue, sin duda, el de la estación de ferrocarril, aunque los recuerdos más vivos, y vividos, sean quizás los de los del cine y de la calle.

Benedicto Varela y yo nos conocimos, por aquellos días, en los urinarios de la Plaza M. Si digo de él, yo, que era una persona de raro físico puede pensarse que se me parecería; pero no, era muy distinto. Para empezar era bastante más bajo que yo, mucho más gordo, casi totalmente calvo, exceptuando ciestos restos de lacios aladares que se unían con la cortinilla de la nuca; usaba lentes de un grosor inverosímil; y sus labios negroides, casi retorcidos hacia el exterior, como si se los hubieran cosido a la nariz y al mentón, dominaban el rostro con tal señorío que forzaban al interlocutor a cebar la mirada en ellos, como esperando, quizás, una aparición, cualquiera, al modo de las de las chisteras de los prestidigitadores, o al más trágico del de las lenguas de los ahorcados. Más largo de piernas que de tronco, parecía de continuo andar escondido en el pantalón. Contribuía a dar esa impresión su costumbre de subírselos casi hasta a una cuarta del pecho, por lo que la bragueta se le situaba a la altura del ombligo y el paquete, indefectiblemente, se le escurría por una de las perneras, con el consiguiente bailoteo.

Cuando me acerqué a la fila de los inodoros verticales, Benedicto ocupó el contiguo. Yo miraba hacia el frente y advertí enseguida su movimiento. Con el más absoluto de los descaros me miraba el pizarrín por encima del murete que aísla —es un decir— unos recipientes de otros; tan absoluto era el encaramiento, que su cabeza estaba casi completamente dentro de mi receptáculo, ignorando cualquier mínima noción de prudencia.

—¿Y qué puedo perder? ¿Esta cara? Cuando la levanto, o me la levantan, al zarandearme, y me la ven, a nadie le quedan ganas de partírmela. Alguna que otra vez me han escupido, o han metido la mano en la taza y me la han restregado por la cara; pero por lo general me dan un empujón y se van con sus pollitas divinas a poner los huevos de pascua por ahí.

Eso me lo dijo días después, cuando le di la oportunidad de sincerarse. Mi compasión por él era tan grande como mi caridad, por eso ni siquiera le afeé su inocente blasfemia.

—¿Te gusta? —procuré suavizar mi reconvención cuando, aquel día en que nos conocimos, llamé su atención con un redoble de falangetas sobre su calva.

—¿Que si me gusta? —alzó su rostro hacia mí, me contempló durante unos segundos, chascó la lengua y volvió a dirigir sus ojos hacia mi verga— ¡Vamos, que te hacía un francés que no dejabas de recitar a Verlaine durante una semana!

Su desazón fue tan grande como la ignorancia literaria con que yo recibí su respuesta. Nunca he sabido francés, pero en cierto modo porque su experta mamada así lo requirió, y también porque su humilde vanidad quedara satisfecha, evité correrme merced a la recitación del excelso Confiteor Deo omnipotenti.

Fue Benedicto —Peneadicto bromeaba él que habría de ser su verdadero nombre— quien me mostró cierto día una realidad no tan espantosa como a primnera lectura pueda parecer, aunque a mí, cuando la contemplé, se me espeluzara el cabello y tuviera un acceso de vómito que no pude controlar.

Mientras hacíamos tiempo hasta que llegara algún adicto a tan singular placer, Benedicto colaboraba, con verdadero entusiasmo, a que las hojas de mi cuaderno se llenaran de esas expresiones tan comunes, incluso entre mocosos, como marginadas por los estamentos académicos. Su entusiasmo le llevó a realizar sus propias averiguaciones, cuyos resultados acabaron sorprendiéndole. Dar por el jebe y hacerse una parpichuela, por ejemplo, eran sus últimos descubrimientos.

—Ahí viene uno, Antonio, ¿estás listo?

—Cuando tú digas.

—Deja que entre.

Detrás del sujeto, tan discreto como una tibia en un osario, entré yo. Me acerqué a una de las tazas, lejos de él, y descargué con inefable placer el litro de agua que llevaba reteniendo desde la comida. Sacudí del zupo la última gotita, enfundé, me subí la cremallera y me fui, no sólo satisfecho, sino con cara de estarlo. El sujeto seguía en su sitio cuando yo crucé la puerta que daba al vestíbulo. Esperé unos segundos y después la abrí sigilosamente: antes de que las tazas se descargaran automáticamente, el individuo se había acercado hata la mía y estaba recogiendo en sus palmas, y luego bebiéndosela, la espumilla de mis orines. Mi asco apenas contenido hizo que él volviera su rostro hacia mí: tenía las narices, la boca y el mentón completamente empapados de hocicar en el charco blanquecinoamarillento de las palmas. De repente apretó a correr, pasó por delante de mí, empujando violentamente la puerta y desapareció. Yo aún seguía allí, preso de violentas arcadas, cuando Benedicto me rescató y me llevó a la Plaza.

—Es afición universal —trató Benedicto de sacarme de mi estupor—. En parís, por ejemplo, les llaman les mangeurs du blanc...

—Suena poético, la verdad. ¿Y aquí?

—No creo que la costumbre sea tan conocida entre nosotros como para haber sido bautizada. Pero ya has compropbado que sí tiene practicantes. Te advierto, por si te sirve de consuelo, que yo reaccioné como tú la primera vez. Ahora me parece de lo más normal.

—¿Has estado en París?

—No. Aunque sí con un parisino —hizo una pausa, se limpió los vidrios de los lentes y continuó—.Yo poco sé, la verdad. Pero nada que se me diga de los hombres, o de las mujeres, que déjalas ir también, me sorprenderá jamás: eso he aprendido.

—¿En los urinarios?

—En cualquier sitio.

—Sí, claro.

A medida que mi amistad con Benedicto fue haciéndose más sólida, mi compasión inicial se trocó en profunda admiración y sentido respeto. Como en la celebérrima novela española, el proceso de influencia recíproca que sufrimos nos permitió hacer compatibles nuestras personalidades y beneficiarnos de consuno. Gracias a mí comprendió Benedicto la fecunda y severa sensualidad de la ascética; y gracias a él comprendí yo la barroca espiritualidad de la sexualidad. Desde mi punto de vista estoy convencido de haber ganado un alma para el Señor. Él, desde el suyo, de haberme apartado de el Altísimo. Y es que el piadoso designio último que me movía a hacer acopio de tan lascivos saberes nunca se lo revelé. Siempre he llevado ese silencio en mi conciencia como una carga. Me libero de ella ahora, con la bella esperanza de que tú, amigo fraternal, si aún vives y llegas algún día a leer estas páginas, sepas perdonar la deslealtad que en modo alguno merecías.

Cuando hice notar a Benedicto que todas sus aportaciones lingüísticas: gallarda, pera, sacar el pus, refanfinflarse, darse el filete, hacer una gaseosa, lavado de cabeza, dar por retambufa, enguilar, etc., sólo se centraban en dos actos: la masturbación y la sodomización, me encontré con un breve relato autobiográfico que, por razones obvias, no me resultó, en ciertos pasajes, ajeno.

—Tú eres la persona idónea para comprenderlo, Antonio, porque, aunque en distinta medida, los dos estamos marcados por el mismo estigma: la fealdad. El mundo, amigo mío, no se divide en ricos y pobres, reaccionarios y revolucionarios, blancos y negros o ateos y creyentes, entre otras muchas divisiones que podrían hacerse. El mundo se divide, créeme, en bellos y feos. Así de claro. Esa es la suprema división, la división original. El corolario es evidente: el bello triunfa y el feo fracasa. Medita sobre esto: ¿A Caín nos lo representan tan malencarado y horripilante porque era un asesino, o fue un asesino porque era así de nacimiento? Y si eso sirve para la vida en general, e incluso para la Historia Sagrada, ¡cuánto más no habrá de servir para explicar la vida sexual de los hombres! La mía, por ejemplo. No sé si a ti te ocurrió lo mismo, pero prácticamente desde párvulos mi marginación ha sido tan constante como la invariabilidad de esta figura grotesca a la que sólo he llegado a soportar tarde y mal. Aliado único que fui de mí mismo, puesto que amigo me ha costado mucho llegar a serlo, ¿con quién crees que podía yo tontear cuando los calostros comenzaban a calentárseme en los huevos y el calvo sacaba la cabeza de continuo con ganas de que se la lustrasen? ¡Pues con esta pija de mi alma, y con nadie más! Esta, Antonio —y se echaba la mano a la morterá, agarrándosela con los dedos bien abiertos, gesto inequívoco de a quien le gustaría tener más de lo que tiene—; esta zumaca ha sido mi única novia, mi única querida, mi única amante y, también, mi única confidente: ¡pues no tenemos gastada saliva el uno con el otro ni na! ¡Y la de fatigas por las que le he hecho pasar! Para empezar y no acabar de contar, vaya... Vamos, que si yo tuviera más luces y mejor vista, que con estos ojos las letras me bailan como negratas brasileiras en carnaval, no me dejaba morir sin acabar mi manual sobre las mil y una manera de tirar de veta. Que de los tratos con esta minga pasara a querer tenerlos con mingas ajenas no necesita explicación. Inclusó intenté tenerlos con alguna almeja que otra, pero fue imposible: pegaba unos gatillazos de órdago. Y es que hasta a las candongas se les ponía esa cara del asco que te echa para atrás. Entre julas es distinto, qué hostia; nosotros no tenemos tantos remilgos: una verga es una verga, la lleve quien la lleve; que tampoco te la vas a llevar al altar, ¿o no?

Frente a un altar, precisamente, presidido por la imagen del crucificado, fue donde Benedicto justificó un ateísmo resentido del que, si llegué a apartarlo, podría tener como uno de mis más legítimos orgullos.

—¡Qué daño irreparable ha causado a los hombres esa imaginería cristiana, Antonio! ¡Cuantísimas generaciones de mujeres educadas en esa religión tuya, y alguna vez espero que me digas cómo concilias tú la devoción y el libertinaje; cuantísimas, ya te digo, sean devotas o no, han tenido como primer modelo de hombre a ese Dios atlético! —yo hice ademán de taparme los oídos para no escuchar semejante blasfemia en la casa del Señor, pero Benedicto me retuvo el brazo—. Escúchame, Antonio. Tú sabes que no quiero ofenderte, y estoy seguro de que a tu Dios tampoco le ofenden estas palabras. Si él hizo al hombre, ¿dejará de conocer nuestra retorcida naturaleza? Piénsalo por un momento y verás que no es ningún desatino: generaciones y generaciones para las que el primer hombre desnudo que han visto sus ojos ha sido su Dios. Fíjate en esa imagen, sin ir más lejos. Ni un gramo de grasa, todo es músculo, puro nervio: bien proporcionado, de pecho amplio y firme, abdominales de ensueño, piernas esbeltas, de músculos torneados y alargados; bíceps largos y ahusados; dorsales caudales; hombros como terrazas; un cuello soberbio... ¡Divino!, no te digo que no; pero griego, un atleta: el sueño imposible de cientos de miles de mujeres. Y después de ese modelo, las reales mozas han de lidiar con servidores como yo, como tú, como tantísimos que no serán ni la sombra de la sombra de la sombra del modelo —yo me levanté y le ayudé a levantarse, queriendo indicarle que no estábamos en el marco adecuado para sus blasfemos bizantinismos. Camino de la salida, se resistía a abandonar el uso de la palabra—. Sin embargo, a nosotros, fíjate qué es lo que nos ofrecen: unas vírgenes más tapadas que un beduino. Y si en algún cuadro aparece su representación lactante, escena de por sí más que morcilladora, lo más que ves es una sandía blanca con un pezoncico tal que te extraña que el mamoncete esté tan rollizo, si se tiene en cuenta lo que habrá de sudar el pobre para sacar una gota de la esférica despensa. Nunca se me ha ocurrido pensar de qué habrá más, si de monjas o de monjes; pero yo apostaría por los conventos femeninos. Y mientras que yo apostaría a ciegas, ellas escogen porque ven. No te escandalices, Antonio, ¿o acaso cuando el cimbel se alborota no señala hacia lo alto? Y después, que los caminos para llegar a tu Dios son infinitos, ¿o no?

¿Qué podía yo argüir contra un axioma que era la piedra ancillar de mi piadoso plan de vida?

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Fecha de publicaciónAgosto 2006
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