https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Novelas Narrativas globales
18/18
AnteriorÍndice

Las vacaciones de Terés

Epílogo

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaMadrid

No presenté denuncia alguna. Si la prostitución hubiera sido legal, la hubiera presentado contra Mánol sin ningún género de dudas por haberme mentido en cuanto a las condiciones de seguridad y por haberme coaccionado con violencia.

Tampoco me detuve a observar mi casa tan añorada en los últimos días. Ni siquiera me cambié de ropa. Puse unas cuantas camisetas en la bolsa que solía usar para ir a la piscina, volví a cerrar la puerta con llave y saqué el coche del garaje. Sólo deseaba estar a la hora de comer en la casa de mis padres. Era como si, una vez allí, pudiera empezar a vivir de nuevo. Arrancar otra vez eligiendo el camino correcto. Nunca sabrá aquel muchacho sevillano el efecto que me causó aquella frase «tu madre que te quiere» que él escribió simplemente para hacer más creíble el mensaje.

A mi madre le conté que, puesto que me quedaban días de vacaciones, tras haber sufrido el desgraciado contratiempo con esos delincuentes, tuve un deseo repentino de ir a verla. Ella sonrió con los ojos enrojecidos. La historia del atraco se la creyeron tanto los amigos como los compañeros y, por supuesto, también se la creyó mi familia. Lo que no dije fue que se tratara de colombianos, aseguré que los que me habían pegado tenían pinta de pijos. A fin de cuentas los pijos siempre están a salvo de sospechas. A todo el mundo le extrañó que no hubiera puesto una denuncia. Yo no me molesté en dar explicaciones. Algunos quisieron saber detalles pero contesté enérgica que prefería no recordarlo y me dejaron tranquila. No faltó quien insinuó que yo era muy inconsciente y que debía tener más cuidado y fijarme por dónde paseaba.

Tuve una bronca con mis compañeros el mismo día que me reincorporé al trabajo. Los acusé de asignarme los cometidos más aburridos y de acaparar para ellos los asuntos que servían de lucimiento. Ellos se debieron de figurar que mi cambio de humor era la secuela que había quedado en mi carácter tras el desgraciado suceso. Pero ya no di marcha atrás. A partir de entonces las tareas se repartieron equitativamente y mis ideas sobre ciertos temas acabaron por llegar al director.

Charli me visitó a mediados de septiembre. Las cosas no le habían ido bien con la pija Eugenia, incluso regresaron de las vacaciones antes de lo previsto. Dijo cariacontecido que me había llamado varias veces a final de agosto sin localizarme. Él no imaginaba que yo estuviera pasando los últimos días con mis padres. No paraba de lamentar a cada rato lo que me había sucedido. Charli quería que hiciéramos las paces y se adivinaba por su actitud que estaba seguro de lograrlo. Me lo pidió con la voz temblorosa. Yo por más que lo miraba con su camisa polo de marca, su cinturón de trencilla de cuero y sus mocasines lustrosos no entendía cómo aquel mamarracho había conseguido enamorarme tiempo atrás.

—Ya no te quiero, Charli —le dije en el mismo tono que lo hubiera hecho una Carmen de Merimé—. He llegado a la conclusión de que tú y yo no tenemos mucho en común.

Charli no daba crédito a lo que oía.

—No digas tonterías —se atrevió a contestarme.

—No quiero seguir contigo, eres muy autoritario y no tienes sentido del humor —le aclaré cada vez más enervada—. Además, no me gusta como me tratas, me fastidia que no me dejes hablar y estoy harta de que te hagas el listo delante de la gente.

—Patri —tartamudeó—, no sabes lo que estás diciendo.

—Ya estamos —contesté con tal crispación que le hice dar un paso atrás—. Pero tú sí lo sabes, ¿verdad? Tú sí sabes lo que yo diría de saber decirlo, ¿verdad? ¿A que sí? ¿A que tú sí lo sabes?

—Cálmate, Patri...

—¡Fuera! ¡Fuera, idiota, fuera! —seguí gritando mientras le empujaba hacia la puerta, la abría y volvía a cerrarla a su espalda.

No he vuelto a hablar con él. En una ocasión con motivo de un viaje volví a verlo, estuvimos a punto de cruzarnos por la calle pero él se cambió de acera.

Después de aquella discusión, mi abogado arregló los asuntos y Charli me pagó la parte correspondiente del piso que habíamos comprado a medias. En noviembre me propusieron un ascenso y un traslado a Barcelona que acepté encantada. Los cinco años siguientes puede decirse que los pasé entregada a mi trabajo sin preocuparme de nada más y me aclimaté sin problemas a mi nuevo destino. Tras el primer ascenso vino otro. Tomé la costumbre de reservar siempre unos días de vacaciones para pasarlos junto a mis padres y, por lo demás, me acostumbré a salir de vacaciones por Europa con unas compañeras de trabajo. Me acordaba del sevillano cada vez que atravesaba la puerta de una catedral. Las horas que pasaba por las tardes intentando arrancar sonidos armoniosos del arpa me hacían olvidar cualquier contratiempo, cualquier situación fastidiosa que se hubiera producido a lo largo del día. A raíz de mis clases de solfeo hice un grupo de amigos singular. Cada uno tenía una edad y una condición pero la pasión por la música nos unía y nos hacía sentirnos camaradas y así fue como entre algunos de nosotros surgió una amistad verdadera. A los dos años volvieron a proponerme otro ascenso en el trabajo. No puedo decir que mi estado de ánimo estuviera exultante pero me sentía a gusto. Los éxitos profesionales me halagaban y, por otra parte, a pesar de que yo sabía que nunca conseguiría ser una experta tocando el arpa, mis adelantos musicales me producían una alegría diferente de cualquier otra.

Las experiencias de aquel mes de agosto quedaron arrinconadas en algún oscuro lugar de mi memoria en muy pocos días. No quise pensar en ellas. Yo sabía que alguna vez tendría que detenerme a recordar con sinceridad todo aquello, sobre todo, los pensamientos y las sensaciones que me habían invadido en aquel lugar, pero me daba pereza. Sabía que mi estabilidad se removería profundamente y no quería que nada alterara la plácida rutina que había alcanzado. Por si alguien descubría aquellas monstruosas vacaciones y me preguntaba, en mi mente elaboré un esquema con el que podía explicar lo que me había sucedido si es que alguna vez lo necesitaba. El esquema era éste: el abandono de Charli me sumió en una locura, la soledad y el calor me llevaron a una especie de depresión que me enajenó y en lugar de suicidarme, decidí que me mataran otros, por eso acudí a aquel lugar.

Aquella interpretación fue un montaje «psico-poético» que me sirvió mientras me empeñé en evitar las honduras de mis auténticos sentimientos. Qué duda cabe de que cuando afronté los recuerdos con honradez, aquella explicación se reveló casi engañosa porque las cosas fueron sencillamente como las he contado aquí. Sola y loca estaba ya, pues, de no ser así, jamás me hubiera dejado conquistar por un hombre tan egocéntrico como Charli, y el inclemente calor de Madrid no tuvo culpa alguna. Nadie la tuvo. La verdad fue que aquella tendencia masoquista que hasta entonces había constituido un soterrado componente de mi personalidad, se dejó ver en toda su plenitud. Y eso me permitió enfrentarme a ella y en consecuencia colocarla en su sitio. En ese sitio que existe en la imaginación para los cuentos y las películas. En el íntimo desván de las fantasías y de las leyendas de piratas y sirenas.

Tuvieron que pasar cinco agostos más para que el ciclo que se abrió en mi historia aquel verano, se cerrara por completo al entender las cosas en su totalidad. Fue unos meses después de cumplir los treinta. Un lunes por la mañana mis colegas y yo decidimos hacer un descanso y subir a la planta quinta a tomarnos un café de la máquina. Al salir del ascensor con la cabeza vuelta hacia uno de los compañeros que me iba hablando, me estrellé contra Vicente, que se disponía a entrar. El vaso de café que yo sujetaba en la mano se volcó por completo sobre su chaqueta y, además de quemarle y hacerle daño, salpicó su camisa.

Sin duda, había sido culpa mía. Vicente debía de estar tan tranquilo, llevaba el traje tan limpio y tan planchado, su aspecto debió ser tan pulcro un instante antes de que la fatalidad le hiciera cruzarse conmigo, que me paralizó la vergüenza por haberle ensuciado y molestado así. No me acudían las palabras para disculparme. Entonces lo miré. Él también se había quedado mudo pero no a causa del accidente. Me miraba con un gesto indefinido, seguramente mi confusión lo conmovía. Ya me había fijado antes en él, era de mi edad, algo más bajo que yo y no me habían pasado desapercibidos sus ojos, parecían sonreír siempre.

—No tiene importancia, Patricia —me dijo.

Sabía mi nombre. Yo averigüé el suyo después.

—Lo siento, lo siento mucho —dije mientras él se quitaba la chaqueta.

Regresé a la máquina, Vicente me convenció para que fuéramos a sacar otro café. Él echó las monedas.

—¿Cómo lo quieres, Patricia?

—Muy dulce.

Mientras él apretaba el botón y sacaba el vasito de la boca de la máquina me fijé en sus muñecas. Sus manos eran seductoras. Tanto que de buena gana le hubiera levantado las mangas de la camisa para ver sus brazos.

Tal vez, me dije, podría contarle todo a este hombre, no era tan disparatado pretender que alguien como él lo comprendiera. Me gustaría, pensé, llorar un rato protegida en sus brazos con un lamento sin estridencias, una queja que terminara por limpiar mi corazón del recuerdo de aquellas angustias que me llevaron a maltratarme con tanta dureza aquel mes de agosto.

FIN
18/18
AnteriorÍndice
Tabla de información relacionada
Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
Por la misma autora RSS
Fecha de publicaciónJunio 2005
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n201-18
Opiniones de los lectores RSS
Su opinión
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)