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Las vacaciones de Terés

Capítulo XII

Ana María Martín Herrera
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Las experiencias de los días siguientes son de esas que no puedo recordar con exactitud. Hombres que me pidieron insultos y algún azote y otros que parecía que venían de safari. Lo mismo tuve que disfrazarme de princesa de las tinieblas, con velos negros y brazaletes de tachuelas, que llenarme de cuerdas como si fuera un animal reducido. En fin, fueron horas tediosas que, por otra parte, no merece la pena que me esfuerce en revivirlas. Cada hora que pasaba me hacía desear con más vehemencia el momento de verme fuera de aquel lugar y eso se traducía en falta de profesionalidad, de capacidad de seducción. A esos clientes ni se les ocurrió la idea de repetir, mi actitud se había vuelto resueltamente fría.

Yo notaba que el trato de Mánol se iba haciendo cada vez más distante y en su mirada se había asentado una abierta hostilidad. Varias veces me reprochó que mi comportamiento con los clientes ya no era el adecuado.

—Eso no es verdad, Mánol —porfiaba yo—, sigo siendo la misma a pesar de que quiero marcharme.

—No mientas, Terés —contestaba él resentido—. Me estás haciendo trampas.

—¿Por qué dices eso? —le preguntaba yo.

Estaba segura de que los clientes no se detenían a informarle de mi comportamiento una vez que acababa su sesión. Sin embargo, lo que Mánol decía era cierto. Cómo no iba a serlo; resultaba imposible que yo me entregara como en los primeros tiempos porque, para mí, el juego había terminado y no podía mostrar interés, ni esforzarme en agradar a los tipos porque ya no encontraba halagador que hubieran pagado por mí, incluso algunos me parecían auténticos gilipollas y, además, unos mal educados y, sobre todo, por mucho que yo les atrajera, a mí, no me gustaban. Empezaba a sentirme en una cárcel por mucho que intentara tranquilizarme a mí misma repitiéndome que, a fin de cuentas, yo era la única responsable de haberme dejado engullir por aquel mundo.

Pero me intrigaba la seguridad que tenía Mánol, pues, era cierto que mi actitud con los clientes se había enfriado. Simplemente lo supone, me dije, y quiere hacerme creer que controla hasta los mínimos detalles.

El caso es que uno de esos días, al terminar de comer, Mánol me agarró repentinamente del cuello, su mano me recordó la garra de una gallina rabiosa, y, preso de un ataque de ira, me dijo que quería verme como al principio y que si no me gustaba mi trabajo que lo hubiera pensado antes. Me llamó idiota y engreída y añadió, gritando como un loco, que él no consentía que ninguna guarra le tomara el pelo.

—Ten cuidado conmigo —dijo empujándome—. Las listas como tú aparecen secas en los vertederos.

Estaba segura de que sólo se trataba de una amenaza. Pero eso no impidió que de pronto yo tomara conciencia de que nadie sabía en qué lugar me encontraba ni lo que estaba haciendo. Ni mi familia, ni mis compañeros, ni por supuesto Charli, tenían la más remota idea de dónde localizarme durante aquel mes de agosto. Y lo peor de todo era que Mánol estaba al tanto, yo le había confiado mis circunstancias a lo largo de nuestras charlas. Caí en la cuenta de que si yo aparecía muerta en cualquier sitio lejano, a nadie se le ocurriría buscar la explicación en ese tugurio de la calle del Alivio, jamás se sabría la causa. Ese pensamiento me angustiaba más a medida que comprendía que vivir no era algo tan difícil como me había resultado hasta entonces. Mis deseos de verme libre y de andar por el mundo como una mujer con dignidad se mezclaban con la desazón que me producía haber llegado hasta el punto en el que estaba.

Cuando me encontré en la alcoba, instintivamente comencé a buscar mi teléfono móvil dentro del bolso. Lo compré porque me convenció Charli, pero apenas lo había usado. Si me gustaba llevarlo era, tal vez, porque en aquellos años todavía me parecía un signo de mujer entendida. Sin embargo, en esta ocasión, su utilidad práctica se antepuso a cualquier otra. Revolví durante un rato dentro de mi bolso. Estaba segura de haberlo guardado allí, igual que otras cosas. El móvil no estaba. Vacié el bolso sobre la alfombra con violencia, dominada por un ataque de rabia y lo único que apareció, revuelto con las otras cosas, fue el cargador. Ya no tenía duda, Mánol me lo había arrebatado, seguramente, el mismo día que llegué. No me había dado cuenta antes porque no lo había necesitado. Entonces, recordé los libros que también eché en el bolso antes de salir de mi casa. Tampoco estaban. Eso sí que era un robo sin sentido, pero lo relacioné con la afición de Mánol a poseer libros y no me extrañó.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónFebrero 2005
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