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Las vacaciones de Terés

Capítulo VII

Ana María Martín Herrera
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Una de esas noches llegó un tipo de cuarenta y tantos años. Ése por fin me ató a los barrotes de la cama. Ensayó varias maneras de colocarme y ninguna parecía satisfacerle. Decidió atarme las manos a la parte más alta del cabecero, con las muñecas juntas y los brazos levantados casi cubriéndome la cara. Por supuesto, me separó las piernas y también me ató por los tobillos. No puedo decir que me dejara marcas pero me agarraba del vello del pubis con mucha fuerza y le gustaba tirar mientras me follaba. Me hacía daño. Tiraba y me metía la polla. De pronto, se levantó y me dijo que él había pagado para estar con una mujer, no con una muñeca.

Yo no entendía por qué me decía aquello.

—¿Qué es lo que usted quiere? —le pregunté como una idiota.

—Que disfrutes, que me demuestres placer. Para esto, como comprenderás, bastaba cualquier mujer.

Mientras hablaba encendía un cigarro y fumaba.

De pronto me lo arrimó a la cara.

—Oye —me dijo—, no soy de los que disfrutan jodiéndole el palmito a una tía, pero si no te enrollas te hago una putada. ¿Vale?

¡Vamos si me enrollé! Ni la puta con más oficio del mundo hubiera demostrado mayor concupiscencia con aquel imbécil.

Siguió tirando cuanto quiso del vello de mi pubis y yo estremeciéndome y gimiendo para darle gusto mientras me metía y me sacaba aquella polla corta y regordeta.

No pude tomar aquello a mal porque tras ese comportamiento yo adivinaba en ese hombre más inseguridad aún de la que yo padecía. La única diferencia es, me dije, que él ha traspasado una barrera, ha admitido que no sirve para nadie y por eso impone por la fuerza lo que sueña. Qué otra cosa va a hacer, si ha pagado. Sin embargo, pensé convencida, yo todavía espero encontrarme con alguien que me aprecie sin que eso me cueste dinero. No he olvidado aquella reflexión.

Esa experiencia en la que había estado atada y que a la vez se me había hecho tediosa, me llevó a pensar con detenimiento en Mánol. Comprendí que era un verdadero maestro excitando mi fantasía. Sabía decir las cosas de tal forma que conseguía el efecto que deseaba. Él pronunciaba la palabra «atada» y mi cuerpo reaccionaba a su voz, se excitaba y hasta llegaba al orgasmo. Pero a la hora de la verdad, estar así, a merced de un tipo cualquiera, resultaba ridículo y además peligroso.

Los encuentros que estoy narrando son los que recuerdo claramente. No podría enumerarlos todos porque las imágenes de muchos de aquellos hombres se entremezclan en mi cabeza. En mi memoria han quedado muchos detalles sueltos, inconexos unos de otros, que no me permiten reconstruir en orden la mayoría de las escenas que tuvieron lugar durante aquellas sesiones. Lo que sí recuerdo es que no todos los clientes se comportaban de forma agresiva aun cuando casi todos dejaron claro con su actitud que eran superiores a mí. Algunos, incluso me explicaron con modales correctos lo que esperaban de la sesión. Cuando lo hicieron yo me esforcé mucho más en darles gusto y creo que se fueron satisfechos. Varios me obligaron a arrodillarme y besarles las manos. Muchos exigían que les hiciera una mamada arrodillada y unos cuantos se orinaron encima de mí mientras otros me pidieron que me desahogara sobre su cara. Lo más frecuente era que Mánol me ayudara a vestirme con cordeles para recibirlos. Quiero decir que yo debía tener enrollados por el cuello, la cintura, los muslos, los brazos y hasta por los tobillos, cordeles de algodón. Se ve que a muchos les excitaba esa indumentaria. A mí no me importaba, me resultaba divertida aquella parafernalia y entonces no me detenía a buscar explicaciones. Hoy, al recordarlo, comprendo que, así disfrazada, la imagen que yo ofrecía era la de una esclava. Esos cordeles llevaban a muchos a imaginar por un rato que habían comprado una hembra salvaje. Eso era lo que debían de soñar los que disfrutaban viéndome de esa guisa. En varias ocasiones Mánol me advirtió de que no debía articular palabra. En fin, se trataba de poseer a una hembra animalizada y sometida.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónOctubre 2004
Colección RSSNarrativas globales
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