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Las vacaciones de Terés

Capítulo VI

Ana María Martín Herrera
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La noche siguiente resultó más aburrida. Llegó un tipo calvo y delgado de unos cuarenta años que me hizo darme en la cara un maquillaje que él mismo traía y que era de un color muy claro. Luego me hizo peinarme con un moño bajo y vestirme con una camisón blanco muy amplio que también traía guardado en su portafolios. A continuación, me mandó tenderme en la cama boca arriba y juntar las manos. Me dijo que cerrara los ojos y que no hablara ni me moviera. Dios mío, pensé, éste quiere que me haga la muerta. Y así era. Después pasó su brazo bajo mis hombros y me sacó de la cama con sumo cuidado. Me dejó en el suelo. Se le oía musitar sonidos ininteligibles, tal vez estaba rezando. Después, aquel maniático se divirtió arrastrándome de los pies por toda la habitación. Cierto que lo hacía sin violencia pero yo me sentía muy molesta. Abrí ligeramente los ojos y vi que se había desnudado completamente. De pronto se detuvo y, tembloroso como quien hace un sacrilegio, me levantó el camisón hasta las caderas dejando al aire mi sexo. Cogió la almohada y la acopló doblada bajo mis nalgas de forma que mi pelvis se elevó. Me abrió las piernas hasta el límite de lo posible. Luego me soltó el moño y extendió mi pelo cuidadosamente. Hizo una cosa muy extraña, se frotó los pies con él, lo pisó. Tuve la sensación de que le agradaba sentir su roce suave en las plantas. Cuando se cansó de hacer aquello se arrodilló entre mis piernas y me penetró indeciso, como si le diera miedo hacerlo. Seguía musitando algo que no se entendía. Poco a poco sus empujones se hicieron violentos y llegaron a sacudirme con rabia. Gritó al correrse y sus manos se crisparon sobre mi cara. Temí que se atreviera a arañarme pero no lo hizo. Se quedó reposando sobre mí como un saco de tierra. Yo estaba deseando que se largara, aquel rato se me hizo eterno. Al fin se levantó y todavía estuvo desnudo, sentado en el sillón, mirándome durante mucho tiempo. De pronto dijo:

—Hemos terminado. Levántese y quítese el camisón.

Obedecí rápidamente mientras él me miraba. Nunca supe si a aquel hombre le gustaba imaginar que follaba con una muerta o con una resucitada porque de pronto, cuando me vio de pie y desnuda, se abalanzó sobre mí, me tiró sobre la cama y volvió a penetrarme con más furor aún que antes.

Aquella experiencia no me dejó buen sabor. Cierto que me había tratado sin violencia, pero en este caso tuve la sospecha de que le hubiera dado igual hacérselo a cualquier otra y eso no me gustó.

Habían transcurrido los primeros días y yo no me encontraba mal. Incluso pensé en anotar cada una de aquellas experiencias. No lo hice porque ni para eso tenía energía. Lo que sí recuerdo es que yo en ningún momento tuve la intención de dedicarme a aquel negocio más tiempo del que correspondía al mes de agosto. Mánol me hablaba como si yo estuviera empezando a conocer los secretos de mi futura profesión. Yo no le contradecía pero siempre estuve segura de que, finalizadas mis vacaciones, me marcharía de allí para siempre. A la vez, la excitación ante la incertidumbre de lo que podría suceder cada noche no me dejaba pensar absolutamente en nada. Todas las emociones desoladoras que se habían instalado en mi mente los días que precedieron a mi llegada al tugurio Doñana, se habían disuelto en el vértigo que me producía saber que me había atrevido a hacer aquello.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónOctubre 2004
Colección RSSNarrativas globales
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