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Las vacaciones de Terés

Capítulo II

Ana María Martín Herrera
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La calle del Alivio era corta y estrecha. Tardé en llegar, estaba muy alejada de mi casa. Yo conocía ese barrio porque, a veces, Charli se empeñaba en ir de tapas por aquellos sitios. Sumergida en la noche de verano, moviéndome con paso seguro, disfrazada con aquel provocador atuendo, sentía que ya era esa otra persona que interiormente tanto había deseado ser.

Casi en el centro de la calle estaba el local. Desde la esquina se adivinaba su puerta en forma de arco. Según me acercaba iba distinguiendo los cuarterones de cristal, que no permitían ver a su través, enmarcados en aquella madera pintada de color granate. El pomo era de latón. Me resultó elegante y sugestiva aquella entrada. La encontré digna de recibirme. Cuando me dispuse a pasar comprobé que la puerta estaba cerrada. Un timbre a mi derecha invitaba a llamar y eso hice. Abrió una mujer morena de edad indefinida, vestida con un escotadísimo traje de noche, que me sonrió intrigada. Esto va bien, pensé.

Me sorprendió la reducida dimensión del local, yo lo había imaginado más grande. Las paredes estaban tapizadas con terciopelo de color fresa y en el centro había una gran lámpara de lágrimas de cristal en la que apenas brillaban media docena de luces. El lugar quedaba en penumbra. A la izquierda se veía una lujosa barra de latón y, esparcidas holgadamente, se distribuían cinco o seis mesas de madera rodeadas de sillones que estaban tapizados igual que las paredes. En aquel momento solamente estaba ocupada una de las mesas. Había tres hombres sentados que se quedaron en silencio mirándome de soslayo mientras la mujer que me había recibido volvía a acomodarse entre ellos.

Segura —nunca me había sentido así—, me dirigí a la barra. Tras ella había otra mujer con el pelo muy corto, teñido de rubio platino. Todo era tan sugerente como yo lo había imaginado. La rubia platino me preguntó sin mirarme lo que iba a tomar.

—¿Dónde puedo localizar al dueño o al encargado de esto? —dije intentando que mi voz sonara suelta.

—¿Para qué? —preguntó la rubia platino clavándome una mirada precavida.

—Estoy buscando trabajo —contesté.

—¿De camarera?

La pregunta me desconcertó.

—No, no —dije titubeando.

—Entonces, ¿de qué?

—Pues de... de puta —respondí recuperando la confianza en mí misma.

La rubia me miró y se rascó la mejilla sin cerrar la boca.

—¡Mánol! —gritó de pronto.

Uno de los hombres que estaban sentados a la mesa se acercó con lentitud. Sonaba, no demasiado fuerte, la canción de «Amado mío».

Mánol era corpulento y tenía una buena tripa. Le calculé cuarenta años. Llevaba una camisa de seda azul desabrochada casi hasta el ombligo. De su cuello colgaba una cadena de oro cuyos eslabones, de un grosor ostentoso, se enredaban en el apretado vello negro de su pecho. Era feo, con mucha carne en la cara, su gesto me resultó muy hostil en aquel momento.

—La señora —dijo la rubia platino con la típica suficiencia que gastan las bobaliconas protegidas—, que está buscando «clientes».

—Y eso ¿qué nos importa a nosotros? —contestó Mánol. Luego se dirigió a mí—: ¿Quién te envía?

—Nadie —contesté intimidada.

—Vamos a ver, Mari, ¿tú, qué es lo que quieres?

—Necesito dinero —mentí.

Después de intercambiar una mirada con la rubia, volvió a dirigirse a mí.

—Vamos a sentarnos tú y yo para charlar un rato —me dijo.

Me condujo a una mesa que yo no había visto antes porque estaba tras la columna, oculta por un biombo de madera. Cuando iba a sentarme, Mánol me arrebató el bolso. Yo no supe qué hacer. Entonces, con movimientos rápidos me palpó las caderas y la cintura. Después metió las manos en mis axilas y antes de que yo pudiera reaccionar me había examinado la entrepierna. Protesté indecisa y él chistó con los dientes apretados. De un empujón me obligó a sentarme. Debí de quedarme sin aliento.

A continuación, desparramó sobre la mesa todo lo que había en mi bolso. Allí cayeron de golpe y en desorden el monedero, la barra de labios, las llaves, los clínex, el móvil recién comprado, la cartera, la agenda, el paquete de chicles, papeles, recibos y hasta el cepillo de dientes que solía llevar. Examinó detenidamente mi carnet de identidad.

—Tienes veinticinco años —murmuró.

No me acudían las palabras. Debí de mirarlo entre asustada y molesta.

—No lo tomes a mal —me dijo—, no estoy acostumbrado a que venga la gente dando por supuesto que yo puedo colocar a las chicas.

Entonces comprendí que Mánol tenía razón y que yo había demostrado mi ignorancia comportándome de una forma tan desenvuelta. No debía haberme ofrecido con esa naturalidad pero ya no era posible dar marcha atrás para repetir la escena.

—Oye —me preguntó—, ¿tú has trabajado alguna vez en esto?

—La verdad es que no —dije avergonzada. Estaba segura de que resultaría mejor confesarle la verdad.

—No me dirás ahora que eres virgen.

—No, no. Eso no.

—¿Por qué has venido aquí?

—No sé decirte, por intuición seguramente. Pero si me he equivocado te pido disculpas, me marcho y ya está.

En aquel instante estaba tan abochornada que de buena gana hubiera escapado corriendo.

—Tranquila —Mánol sonrió y por primera vez su gesto fue amable—, lo primero que necesito para ayudarte es que me digas qué es lo que quieres.

Entonces le conté que estaba en apuros económicos, que disponía del mes de agosto, que yo no tenía prejuicios hipócritas y que había pensado que la prostitución era una forma de conseguir dinero sin hacerle daño a nadie. Estuvimos charlando, incluso, bromeando. A lo largo de aquel rato se disipó la primera impresión de hombre agresivo que me había dado Mánol. Conforme íbamos hablando, él mostraba una personalidad diferente que en algunos momentos llegó a ser encantadora. Me confesó con cierta modestia que su verdadera pasión era coleccionar libros, que tenía muchos a pesar de que no disponía de tiempo para leerlos. Recuerdo también que, por ciertos comentarios que hizo refiriéndose a los perros abandonados, tuve la sensación de que, a pesar de su oficio, Mánol era un hombre sensible. Adivinaba mis ideas antes de que yo las formulara y con una sonrisa comprensiva y una mirada dulce me interrumpía para decir, justamente, lo que yo estaba pensando. Enseguida me recuperé de la sensación de ser una imbécil que me había dejado mi resbalón inicial y empecé a sentirme tan a gusto que le conté con sinceridad los detalles que me preocupaban. Le dije que mi familia era de Palencia pero que yo trabajaba en Madrid. Que había roto con mi novio. Que no quería que nadie supiera lo que iba a hacer ni en lo que iba a emplear mis vacaciones, que necesitaba ocultarme en agosto.

La rubia platino nos trajo cerveza.

Después de escucharme, Mánol me dijo que yo le había caído bien y que estaba dispuesto a echarme una mano. Que con suerte podría enviarme dos o tres buenos clientes por noche. Él pondría el local y se encargaría de todo.

—Quizá resultes demasiado alta para algunos tíos, pero estás buena. Eres una tía bonita, Mari. Puedo darte ocho mil por sesión —me dijo.

Yo pensé que si lo aceptaba sin discutir, volvería a hacer el papel de una inexperta. Si me ofrece ocho mil es porque él piensa quedarse con el doble, supuse. Decidí hacerle una demostración de carácter y, de paso, convencerle de que necesitaba el dinero para que no tuviera dudas de que eso era lo que me había llevado hasta allí.

—Es poco lo que me ofreces, Mánol —dije contundente.

—Tienes razón, Mari, pero no encontrarás quien te dé más.

—Pues yo estoy segura de que valgo casi el doble.

—No dudarías de mi honradez si me conocieras —su tono se hizo sentido.

—¡Oh no, Mánol! No lo interpretes así. Yo no dudo de ti. Lo que ocurre es que es mucho lo que se le puede dar a un hombre y parece que una misma no se da a valer si acepta trabajar por tan poco —contesté con la intención de contrarrestar mi suficiencia anterior.

Tuve la sensación de que a Mánol le brillaban los ojos imperceptiblemente. Carraspeó.

—Estás hablando con inteligencia y te voy a ser sincero. La verdad es que ya que te metes en esto y teniendo esa cara tan guapa podrías sacar mucho más. Verás, Mari, hay clientes que tienen la imaginación calenturienta y, a cambio de que les dejen hacer alguna tontería, son capaces de desprenderse de cantidades más decentes.

Lo entendí bien desde el primer momento pero confieso que me dio miedo. A pesar de su encanto y de que había en aquel hombre una chispa de algo indefinido que me inspiraba afecto, lo cierto es que nunca llegué a fiarme de él por completo, aunque yo misma me esforzara en creer lo contrario.

—¿Qué clase de tonterías serían ésas? —pregunté aparentando indiferencia.

—Hay hombres a los que les gusta atar a las mujeres para follarlas y otros que se excitan insultando. En fin, hay de todo. Es corriente, por ejemplo, que algunos te pidan que los azotes para empalmarse.

—¡Dios mío! —no pude contener la exclamación.

—Aquí no puedes venir con remilgos, ¿eh? Además, te conviene mentalizarte y respetar a cada cual con sus manías, ésta es la ley de oro para trabajar aquí.

—Y aceptando esas tonterías, ¿cuánto más ganaría en cada sesión?

Esta vez los ojos de Mánol refulgieron claramente.

—¡Uy, Mari! Así te llevarías más. No sé decirte porque yo para el dinero soy un desastre; lo mismo lo gano que me lo quitan. Con decirte que una vez pagué una enciclopedia dos veces... Además, si hablamos de trabajos especiales ya no existen las tarifas fijas. Pero hay diferencia. Desde luego, compensa. Lo más importante es que las sesiones especiales resultan algo más largas y más cansadas, por esa razón sólo harías una por noche. Ganarías mucho y al final trabajarías menos y te divertirías más.

—¿De verdad merece la pena?

—Mira, a mí lo que me gusta es ofrecer a mis clientes una mujer y un lugar para que se encuentren a solas con ella, y se comporten de la forma que les apetezca. Mi idea es que hay cosas que no se le pueden hacer a una novia o a una mujer corriente pero no por eso hay que renunciar. Yo, a mis clientes, les ofrezco discreción para que se relajen y ambiente para que actúen como les venga en gana. Ellos son los únicos testigos de sí mismos porque, eso sí, la chica que yo les proporciono no cuenta para nada y ellos saben que pueden fiarse. Claro, como comprenderás eso hay que pagarlo. Pero no sabría decir cuánto, al final, todo dependerá de lo que quiera hacerte cada uno. También te digo otra cosa: yo tengo mis normas. Esto no es un burdel, antes de que pasen contigo yo tengo que saber más o menos lo que pretenden. Según eso, y según las ganas que tengan de la tía, así les cobro. Y, desde luego, si veo que el tipo es un malaje no lo admito. Conmigo las chicas no corren riesgos.

Las palabras de Mánol y su tono sincero me iban persuadiendo.

—Con alguien cubriéndote las espaldas, no debe resultar difícil trabajar de esa manera —le dije cándidamente.

—De todas formas, yo tendría que comprobar si vales —contestó Mánol dudoso.

—¿Cómo si valgo?

—Hay que tener seguridad en lo que se hace. Por supuesto, ya te digo que nadie te haría daño, con una marca que te dejaran se las tendrían que ver conmigo. Pero este trabajo es como todos y existen momentos agradables y otros que no lo son tanto.

Yo creí cuanto dijo. Supuse que sus palabras eran verdaderas y, sobre todo, me complacía pensar que se preocuparía de mí como aseguraba.

—En realidad, sólo se trata de saber jugar —siguió hablando Mánol—, pero, claro, hay que tener cualidades para hacerlo bien y, la verdad, te veo un poco ñoña. No te molestes, Mari —añadió cabizbajo—, ya me irás conociendo, a mí me gusta hablar con sinceridad.

—Pues comprueba si valgo —le desafié.

Más que nada, en aquel momento, deseaba agradarle y convencerle de que no existían motivos para que estuviera reticente.

No dudó. Inmediatamente se levantó y me dijo que lo siguiera y yo fui tras él con una excitación parecida a la que podría dar deslizarse por una pendiente dentro de un coche sin frenos.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónJunio 2004
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