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Speedy se vuelve majareta

Peter Miller
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLondres

Speedy Barron llevaba una eternidad trabajando en la recogida de basura, y la verdad es que le encantaba. O sea, que le gustaba de verdad, era como una vocación. Apenas hablaba de otra cosa porque apenas pensaba en otra cosa. Si se hablaba de fútbol, él conseguía arrastrar la conversación a la recogida de basura dentro y fuera de los estadios. Más bien, lo que en realidad hacía era entrar reculando en la conversación, como entraba con su camión de basura en las calles y callejones sin salida que formaban su recorrido. Y no lo hacía con mucha delicadeza: se le aceleraba el habla, las palabras le salían de la boca de forma mecánica, casi podía oírse el piiii, piiii que avisaba de la marcha atrás y verse la luz ámbar intermitente. A sus amigos, a los pocos que tenía, todo esto les traía sin cuidado y no le tomaban muy en serio, pero Speedy se mostraba ajeno estando como estaba tan absorto en refulgentes imágenes de cubos y bolsas de basura, contenedores industriales y, en los mejores momentos, vastas ensenadas que se extendían más allá de lo que la vista podía alcanzar. Speedy disfrutaba con el contacto humano que le proporcionaba su trabajo, sobretodo cuando la gente acudía a él con problemas sobre desperdicios, o le pedían consejo para desbaratar los planes de los gatos que hurgaban en los deshechos, o querían saber cómo ingeniárselas para sacar el máximo partido de una bolsa de basura. Pero lo que de verdad adoraba era el final de la jornada, cuando iba al vertedero a descargar el camión e inhalaba el hedor en el aire de la misma manera que otros llenan los pulmones con la brisa del mar el primer día de vacaciones. Se hinchaba orgulloso ante tanta basura cuidadosamente amontonada que formaba un monumento a lo indeseado.

A medida que pasaban los años, y gracias a la incorporación de los contenedores con ruedas, Speedy batió todos los récords de recogida de basura del municipio. Su ya de por sí gran trasero comenzó a crecer. El culo de su buzo naranja empezó a separarse de su cuerpo adoptando la forma de un pico de pelícano, pero hacia atrás. Si uno se acercaba a él, lo cual hacía cada vez menos gente, se podía oír un quejido que armonizaba con un zumbido y un rechinar, como si se estuviera machacando algo. Quienes lo oían daban por sentado que se trataba de algún problema de indigestión, que le repetía algo que había comido, pero ahí estaba él, dando caladas a su pipa y sonriendo complacido, perdido sin duda en algún ensueño sobre deshechos. Nunca se quejaba ni mostraba insatisfacción. Creo que su mujer estaba ya harta, sin embargo, porque Speedy había empezado a fumar su pipa al fondo del jardín. Allí es donde lo veían los niños cuando jugaban al fútbol, pues el jardín de la casa llegaba justo hasta el borde del campo. Los partidos estaban condimentados con una buena dosis de gansadas y los chavales celebraban los goles columpiándose en los postes de la portería e imitando con ruidos a los monos. Lo cual era también obligado para los porteros, siempre y cuando la acción tuviera lugar lejos de su portería. Speedy les observaba en silencio y cuando los niños se dirigían a él a gritos, les saludaba con la mano a modo de agradecimiento, cosa que para ellos era más un reto que un auténtico saludo. Pero cuando esto no ocurría, Speedy se limitaba a estar consigo mismo. La mayoría de los hombres de los pueblos se comportan de esta manera por lo que a nadie le parecía raro. A los que hablaban con los niños, como los profesores o el cura, se les miraba con suspicacia. Speedy no es que fuera así, pero tenía sus manías. Cuando el balón traspasaba su valla, lo que ocurría a menudo, él no lo devolvía de inmediato sino que alguien tenía que venir a pedirlo amablemente después de tener que dar todo un rodeo a la casa para llegar hasta la puerta. Él llamaba a esto forja de la personalidad, ante lo que los chavales quedaban perplejos. Dentro de la casa siempre olía a comida y carbón y como nadie quería ir nunca, lo hacían por turnos. Hoy le tocaba a Tim. A regañadientes, se acercó a la casa después de pasar por las vallas de madera que parecían estar formando una de esas estructuras en las que los niños juegan en los parques, y después de cruzar las barras de metal donde los críos se sentaban a veces a charlar, a balancearse o a hacer torpes ejercicios de gimnasia hasta que el tipo que vivía enfrente las untó con grasa para poder disfrutar de paz y tranquilidad. Obviamente, esta paz y tranquilidad no le fueron suficientes porque al final acabó yéndose a Kuala Lumpur con una señorita malaisia, hecho con el que consiguió batir el récord de actividades exóticas del pueblo que hasta entonces estaba ostentado por un viaje a Francia que había organizado el Top Pub.

Tim fue corriendo por el camino, cruzó la verja y apareció ante el jardín, a cuatro o cinco zancadas de la puerta de cristal esmerilado que quedaba a un nivel mucho más bajo. Las casas se habían construido entre calles, por lo que ésta estaba un poco fuera de su sitio, no en una calle propiamente dicha, sino más bien apartada de lo poco que acontecía en Wensfordby. Tim llamó a la puerta y esperó. Nadie abría. Llamó al timbre y usó el llamador varias veces, en la penumbra. A lo mejor la mujer de Speedy había salido. Tim se dio por vencido después de unos minutos, más tiempo del que hubiera podido ser normal, y a brincos, volvió por el camino de entrada a la casa hasta llegar al campo de fútbol. El resto de los chicos parecía aterrorizado. La luz del crepúsculo empezaba a acercarse como si fuera un gruñido en la garganta de un perro guardián. Todavía no habían recuperado el balón, sus rostros bravucones habían desaparecido y su semblante delataba una derrota. Le contaron a Tim que Speedy acababa de ir marcha atrás hasta la fila de zanahorias donde se había quedado atrapado el balón. Que se quedó de pie allí, chupando su pipa y con una sonrisa bonachona todo el rato. Que de su estómago parecía salir un ruido metálico al que siguió un machacar de engranajes, un estruendo y un fuerte cataplán. Que todavía sonriendo, Speedy caminó hacia adelante. El balón había desaparecido. Que parecía satisfecho y que su cara era la misma que tenía cuando llegaba a casa después de trabajar. Los pájaros empezaron otra vez a cantar, lo que hizo que todos se dieran ligera cuenta de que antes habían parado. Ahora los chicos resumían sus chillidos y parloteos discutidores mientras Speedy se encaminaba a la puerta trasera donde Tim, sorprendido, se dio cuenta de que la mujer de Speedy le había estado esperando con el ceño fruncido envuelta en el vestido floreado de costumbre. Daba la sensación de que los floripondios sobre la pechera y la tripa empezaban a cerrarse preparándose para la noche. La luz de las farolas parpadeaba y contaminaba la escena con un débil brillo naranja. Al principio, Tim creyó que sus amigos estaban de broma, pero el balón no aparecía por ninguna parte y el miedo, que casi se podía tocar, era contagioso y crecía. Sabían que sus madres les iban a zurrar por inventarse cuentos y a nadie se le pasó por la cabeza confiarse a su padre, por lo que decidieron mantener el secreto.

La mujer de Speedy había empezado a notar que pasaba algo raro cuando las visitas de su marido al baño iban acompañadas de un estallido violento, como si las cañerías estuvieran poseídas. Speedy salió del cuarto de baño avergonzado y fue a sentarse a la cocina en vez de poner la tele para ver Midlands Today, que es lo que solía hacer. La señora Barron tuvo que verlo sola, a pesar de que para ella no tenía sentido verlo sin poder comentarlo con nadie, sólo eran un montón de noticias aburridas sin ninguna importancia. Así que fue a sentarse con su marido en la cocina. Como él no decía nada, ella se levantó otra vez y fue hacia el fregadero.

—¿Quieres un té? —preguntó.

—Sí cariño, por favor, me encantaría —contestó él, con la mirada fija en los objetos sobre el marco de la ventana: el lavavajillas, un trapo, un erizo de cerámica con traje de época... y detrás, las copas de los árboles, las nubes cada vez más oscuras.

La señora Barron se mantuvo ocupada ordenando la ya ordenada cocina hasta que el agua empezó a hervir. Apagó el hervidor antes de que se apagara automáticamente. Ella pensaba que los fabricantes estaban compinchados con los del suministro eléctrico porque los hervidores siempre tardaban mucho en apagarse y era un gasto inútil de electricidad. Cogió una tetera para hacer el té, aunque Speedy normalmente lo hacía directamente en la taza.

—¿Qué pasa? —dijo mientras le plantaba la taza delante de sus narices.

—¿Qué? —preguntó Speedy.

—Tú sabrás.

—¿Cómo que yo sabré? No soy adivino.

—A mí no me engañas, listo. Algo te pasa. ¿Andas bien de las tripas? —preguntó la señora Barron.

—No me puedo quejar —dijo Speedy—. Acabo de ir al váter.

—Ya lo sé, ya. Todos los vecinos los saben. ¡Las tuberías han armado un estruendo que parecía que iban a reventar!

—¿Las tuberías de quién?

—Nuestras tuberías, por el amor de Dios.

—Ah.

—Pero no eran las tuberías, ¿a que no? Los radiadores están bien, y si las tuberías arman ese jaleo, los radiadores se unen a ellas. Así que debes de haber sido tú, Speedy.

—¡No digas tonterías!

—Cuéntamelo. Soy tu mujer y para eso están las mujeres, para que se les cuenten las cosas. Llora tus penas y deja las ajenas.

La expresión de Speedy se tornó lúgubre. Ya había oscurecido y ella encendió la luz, que estuvo parpadeando más de lo normal. Todo parecía una de esas películas de Frankenstein, una película triste con un monstruo triste.

—No te enfades si te lo cuento —murmuró Speedy a su taza de té.

—No me voy a enfadar —dijo ella mientras trataba de adecentar un mantel imaginario.

—Y tampoco te rías.

—No me voy a reír. No me voy a reír. Te lo prometo.

Speedy hizo una pausa, como cuando iba en el camión de basura y estaba a punto de salir de una calle tranquila para entrar en una llena de tráfico. Miró a la izquierda, miró a la derecha. Después miró de frente, a su mujer.

—Creo que me estoy convirtiendo en un camión de basura.

Ella soltó una carcajada. Una risa impetuosa y larga. Pero al ver que Speedy estaba muy serio, se enjugó las lágrimas.

—Lo siento.

—Eso espero. Pues sí que son buenas tus promesas —dijo él, derrotado.

Al ver que había herido sus sentimientos, se recompuso rápidamente. Habló con delicadeza y dijo:

—Te he dicho que lo siento. Ahora cuéntame qué es eso del camión de basura.

Derek no se levantó cuando Speedy entró en su despacho. Conocía a Speedy desde que empezara a trabajar para el ayuntamiento, y eso fue hace más años de los que se molestaba en recordar. Entonces, Speedy ya tenía un nombre dentro del mundo de las basuras. Habían tratado muchos asuntos juntos, y nunca hubo rencores. Y sin embargo, Derek se mostró inquieto cuando Speedy entró en la habitación haciendo ruido. Parecía que llevara puesta una armadura.

—¿Todo bien, Speedy? —preguntó, fingiendo despreocupación.

—Tirando, Derek, tirando.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Derek, voy a ser franco contigo. Tengo un problema importante. No es bueno andarse con rodeos, así que lo voy a soltar. De nada sirve hacerte perder el tiempo y que lo pierda yo con un gran y largo preámbulo, ¿no? No, eso sería hacer el tonto, diré directamente lo que tengo que decir y así habré terminado. Creo que eso es lo mejor, ¿no te parece?

—Sí, Speedy, sí. Brevedad, yo es lo que siempre digo —dijo Derek.

—Bueno, verás...

—Continúa.

—Es sobre el trabajo. He venido a ti porque no quería entrometerme con el patrón y soltárselo así sin más. Seguro que tú me entiendes.

—Seguro que sí, pero para eso tendrás que contarme el problema —dijo Derek alisándose la corbata y con la mirada puesta en su barrigón.

—Vale, lo voy a soltar sin más.

—Sí, hazlo, por favor. Soy un hombre muy ocupado, como estoy seguro de que te habrás dado cuenta.

—No, no lo eres.

—Vale, es cierto. Pero no importa, dime de qué se trata, sé un buen chico.

—Creo que me estoy convirtiendo en un camión de basura.

—Ja, ja, Speedy, muy bueno. —Intentó darle un puñetazo de broma en el hombro, pero eso le habría obligado a levantarse de su silla giratoria—. Venga, cuál es el verdadero problema.

—No, es verdad. Me estoy convirtiendo en un camión de basura. Es raro, pero es verdad. Voy retrocediendo hacia las cosas, y desaparecen. Hay un ruido como de trituración que sale de mi trasero. Asusta a los chicos. El otro día me hice con su balón. Ya sé que algunas veces me lo he quedado hasta el día siguiente para darles una lección, pero mi culo nunca se lo ha comido antes.

—Empieza por el principio, Speedy.

—¡Ése es el principio!

—Así que retrocediste y el balón desapareció, ¿no?

—Sí, la parienta me estaba mirando, pero el balón estaba entre las verduras y ella no vio lo que pasó realmente.

—Esto es muy raro, Speedy, muy raro.

—Menos mal que no he ido al patrón, ¿no?

—Joder, en eso tienes razón.

—Se habría vuelto loco.

—Te habría echado a patadas.

—Sí, el patrón no es de los que se toman las cosas con calma, ¿a que no?

—Cuando has entrado retumbabas bastante. ¿Eso es normal?

—Sí, me temo que sí.

—Se nota mucho —dijo Derek.

Speedy miró al suelo. Lo tuvo que hacer inclinándose hacia un lado porque su tripa no le dejaba ver.

—También puedo sentir el óxido en mis articulaciones —dijo tímidamente.

—Bueno, te estás pasando un poco, Speedy —Derek se mordió el labio y frunció el ceño—. ¿Cuánto tiempo falta para que te jubiles?

—Uf, por lo menos diez años, Derek. Además, no es eso lo que quiero decir. Quiero decir óxido de verdad. Me cuesta moverme. A punto del agarrotamiento. A falta de lubricante. Y no estoy haciendo juegos de palabras.

—Bien. Mecanizado paulatino.

—Convirtiéndome en un camión de basura.

—Sí.

—Vamos a tener que pensar en algo, Speedy.

—Sí, en algo tendremos que pensar, Derek. Ahí no te equivocas.

Speedy y su mujer tardaron un tiempo en aceptar la idea de Derek. No les hacía gracia tener que irse de Wensfordby. Nunca le hacía gracia a nadie. A nadie le gustaba vivir en el pueblo, pero tampoco irse. Era uno de esos sitios.

En Londres las calles vibraban de actividad y lo mismo ocurría con los pies de la señora Barron. La gente se chocaba con ella cuando iba de compras, y cuando llegaba a casa podía oír a los vecinos gritándose a través de la pared. En Wensfordby la gente hablaba bajito, así que las peleas parecían más el mecanismo hidráulico del camión de basura de Speedy que combates verbales. No le gustaba cómo era en Londres, pero tampoco le gustaba en Wensfordby. ¿Por qué la gente no se podía llevar bien? Dios sabe que ella y Speedy habían tenido sus más y sus menos, pero ahí estaban, todavía juntos, todavía haciendo frente a las dificultades el uno con la ayuda del otro. Pero una cosa, esta dificultad, este asunto de convertirse en camión de basura, era mayor que todas las dificultades anteriores juntas. Derek lo había pensado y se había acercado a su casa una tarde, no mucho tiempo después de su reunión con Speedy. Ella bajó el volumen de Midlands Today, preparó la tetera y sacó unas galletas. Derek no titubeó. Hizo hincapié en lo que ellos ya sabían, que no podían quedarse en Wensfordby porque la gente lo notaría, los niños se reirían y vendrían las habladurías. Y él no podría ir a trabajar si la gente sabía que le pasaba algo. Tendrían miedo, y si un basurero era ya de por sí un marginado, un paria, Speedy sería incluso más que eso. Se vería sin perspectivas de futuro, en el vertedero. Hasta el cuello de bolsas de plasticucho estropeadas. No tener trabajo significa no tener dinero; y además, tampoco faltaba tanto tiempo hasta que pudiera coger la jubilación anticipada, con una pensión decente. Nada espectacular, pero lo suficiente para vivir sin demasiadas preocupaciones. Ambos asintieron en esto. Speedy se frotó la barbilla y su mujer se arregló el pelo. Speedy deslizó la lata de galletas hacia Derek, quien estiró la mano.

—Estaba pensando que quizás podríais ir a Londres. En Londres todo el mundo suena raro o hace algún ruido, nadie se fijaría en ti, Speedy. Y además, allí tienen mucha basura. La recogida es un gran quebradero de cabeza para las autoridades. Tienen minicamiones por ahí todo el día, porque si no los turistas se quejan de la suciedad que hay en los sitios cuando vuelven a sus casas. Y eso es lo que no quieren las autoridades, que la gente se vaya a casa con quejas. Es un buen sitio para un basurero, nunca le faltará trabajo. He hablado con mis contactos de allí, porque tengo algunos contactos, incluso en Londres, que no te quepa duda, y me han dicho que verán lo que pueden hacer. Y después este tipo, que es un buen amigo, un tipo grande en los basureros londinenses, Residuo Rex le llaman, porque su nombre es Rex y es el Rey de la Recogida de Basuras Efectiva y Económica...

La señora Barron parecía desconcertada. Speedy le cogió de la mano, pero todavía estaba perpleja. Él se encogió de hombros y Derek puso mala cara como queriendo decir «no importa, da igual», como Speedy muy bien sabía, pero la señora Barron no. Derek seguía dando rodeos, y no le gustaba que le interrumpieran ya que podía perder el hilo y empezar a dar rodeos.

—¿Por dónde iba?

—Residuo Rex —dijo Speedy, dando un rápido sorbo al té a hurtadillas.

—Ah, sí, Residuo Rex. Se lo ha montado muy bien gracias a la privatización, el amigo Rex. Bueno, en fin, Rex me ha llamado y me ha dicho que habían tenido sus conversaciones y que se les había ocurrido una idea infalible. Ya os habréis dado cuenta de que todo esto se ha hecho sin que se entere el patrón. Tú, Speedy, tienes que seguir trabajando. Sigues trabajando unos años más hasta que puedas jubilarte, si quieres. Aunque no sé si querrás jubilarte, porque ésta es una gran oportunidad que convierte tu problema en una bendición del cielo, y no sólo para ti, sino para toda la comunidad.

—Soy todo oídos —dijo Speedy—. Mis orejas son como las tapas de los cubos de basura.

Se rió de su propio chiste con poco entusiasmo .

—Déjate de sarcasmos. Espera a oír la idea. No hay otra mejor.

Derek cogió el té y le dio un buen trago antes de volver a dejarlo sobre la mesa.

El trabajo de Speedy consistía en librarse de toda la basura que de otra manera revolotearía por ahí para ir a parar a las alcantarillas y atascarlas, o se apilaría en las aceras a la espera de que alguien la pisara o se tropezara y saliera volando. En Londres había demasiada basura, y demasiada gente que no debía verla, gente de otros países y de otros lugares. Speedy entendía por qué la gente quería ver un lugar limpio. Él también era de otro sitio, y cuando visitaba lugares nuevos, le gustaba que estuvieran limpios. Así que tenía lo que Residuo Rex llamaba «motivación», que era muy importante para Residuo Rex. No es que Speedy hiciera mucho caso a Residuo Rex, simplemente estaba feliz por tener un trabajo que le agradaba. Y a Residuo Rex le importaba tanto como le solía importar al patrón. Si no le llevabas la contraria, todo iba sobre ruedas. Pero Speedy echaba de menos a Derek.

Los basureros normales terminaban su jornada cuando Speedy salía a las calles. Echaba de menos a los amigos del trabajo, desde luego que sí. Pero ése ya no era su trabajo. Su trabajo consistía en ser uno de esos minicombinado de camión de basura y vehículo limpiacalles. A pesar de que eran pequeños, estos vehículos obligaban a la gente a quitarse de en medio. Y llamaban la atención gracias a las luces naranjas intermitentes. Algunos incorporaban lo que Residuo Rex llamaba «señales acústicas» y que por lo visto «ponían a todo el mundo de los nervios». Speedy, por otro lado, podía sin más acercarse sigilosamente a cualquier basura o desperdicio con el trasero, ligero y hábil, como un bailarín con sobrepeso. Y podía librarse de ellos sin problemas. Su trabajo era ejercer de Comecocos por las calles repletas de gente y hacer un Tetris con toda la basura. Las basuras pequeñas desaparecían por la pernera de sus pantalones, y las basuras grandes necesitaban el trasero mecánico. Por este motivo, iba equipado con pantalones que llevaban una discreta tapeta trasera, como la ropa interior del viejo oeste que llevaban los hombres de las fronteras y los cateadores de oro. La práctica lo había hecho tan rápido como un rayo. Si alguien le miraba desde arriba, digamos que con el ojo avizor de un detective de almacenes aburrido tomándose un respiro en el escaparate de Debenham, daba la impresión de que un sintecho, un vagabundo quizás o alguien de ese estilo, era borrado del mapa después de que Speedy pasara por allí; pero esto no estaba del todo claro, con tanta gente yendo tan rápido y en todas las direcciones, por aquí y por allá. A nivel de calle, todo lo que se percibía era un caballero rechoncho de aspecto pueblerino que silbaba y tenía cara de bonachón. Si había algún desfile o acontecimiento especial, se daba una vuelta traspasando su área de influencia y se abalanzaba sobre cualquier basura ofensiva. Si alguien miraba hacia donde se encontraba y se daba cuenta de que andaba merodeando por ahí en actitud vigilante, pensaba que se trataba de un policía de paisano. Bueno, ésa era la teoría, tal como resumieron Derek y Residuo Rex en dos ocasiones diferentes.

Durante la celebración de los cincuenta años de reinado de Isabel II, esta teoría demostró que no estaba pensaba a toda prueba. Un padre cabronazo se le acercó y le acorraló.

—¿Y tú qué cojones haces? —espetó, dejando clara la diferencia de altura con Speedy.

—Estoy de servicio de papeleras. Tengo un trasero mecánico. Soy mitad hombre, mitad camión de basura. —Eso es lo que Speedy hubiera querido decir, pero no pudo. El asunto de su trasero era altamente confidencial.

—Nada —dijo Speedy. El hombre parecía preparado para tumbarle de un puñetazo en el estómago, al estilo de Urtain.

—Estás mirando a mis hijos —contestó con un gruñido mientras señalaba a un grupo de pequeños.

—Sí, son una monada —dijo Speedy—. Debe de estar usted muy orgulloso.

—¡A ti te voy a dar yo orgulloso, hijo de puta! —A estas alturas ya había levantado la voz, y su puño le seguía formando un arco ascendente.

—¿Qu-qué qué pasa? —Speedy empezó a temblar. No entendía cómo aquel hombre había podido descubrirle. La recogida de basura la había hecho de forma casi imperceptible, en honor a su Majestad. Era una ocasión memorable, y esto era una cuestión de orgullo para Speedy. Había estado imaginando antes, durante la semana, que la Reina le felicitaba, aunque en el fondo de su corazón sabía que el reconocimiento social era imposible.

Sus tuercas y pernos empezaron a traquetear. Podía oírlos dentro de su cabeza.

—Ya me conozco yo a los cabrones de vuestro anillo de páginas web —dijo el hombre, morado de ira.

Speedy extendió las manos.

—Mira, no llevo ningún anillo, salvo el de mi boda... —su voz bajó el tono al acordarse de su mujer.

—¿Te estás riendo de mí?

—No, claro que no.

—O sea que está casado, ¿eh?

—Sí, sí. Desde hace mucho.

—Típico de mierda. Siempre con una coartada. ¿Y sabe tu mujer lo que eres? —Su sombra se había tragado por completo a Speedy. Goteaba sudor.

—Esto, sí, sí lo sabe.

—¡Joder! Los dos en el ajo. —Miró alrededor, murmurando algo malo para sí mismo. Estaba realmente exaltado.

Speedy decidió cambiar de táctica.

—No entiendo qué tiene que ver con usted. ¿Por qué no se larga y me deja que siga con lo mío?

El tipo enrojeció aún más de ira. Se puso más rojo que una cereza. Speedy tenía miedo de que ahora pudiera oír sus tuercas y pernos. Su sistema hidráulico empezó a emitir ruidos silbantes.

—¿Largarme? ¿Me estás diciendo a mí que me largue? Te voy a machacar, colega, ya me he cansado. —Cogió a Speedy por el cuello de la camisa.

—¡Suéltame! ¡Socorro! —gritó Speedy. La gente comenzó a amontonarse a su alrededor. Pensaron que Speedy era alguien que quería atentar contra la Reina. Ya había sucedido y podía volver a pasar.

—¡Dale bien!

—¡Destroza al cabrón!

—¡Que no se escape!

—¡Hay que colgarlo!

—¡Qué horror!

Se había formado un gran círculo alrededor de Speedy y del hombre, que le sacudía cual perro que menea un calcetín hecho una pelota. Parecía una pelea en el patio de un colegio. Las tuercas, pernos y defectos de funcionamiento de Speedy podían oírse por encima de los gritos salvajes de la multitud, y el gemido de su sistema hidráulico aumentaba a medida que crecía la ferocidad de las sacudidas. El cara roja no se daba cuenta o no le preocupaba.

—¡Pervertido! ¡Pervertido! —le chillaba en la cara a Speedy. Mirando al público y haciendo girar a Speedy, formando un círculo, bramaba—: ¡Miradle! ¡Abusaniños de mierda! ¡Pedófilo cabrón! ¡Ha estado rondando a mis hijos!

—¡Debería darle vergüenza! —gritó una mujer que pegó al Speedy girófago con el bolso.

Era un bolso muy duro y le dolió mucho. El motor de Speedy chillaba y gemía, como un coche en segunda por la autopista. Algunas de las otras mujeres decidieron que el castigo del bolso era una buena idea y empezaron a golpearle también. El hombre seguía dándole vueltas agarrándole por el pescuezo, primero hacia un lado y luego hacia el otro, para que todos tuvieran oportunidad de cascarle. Y mientras tanto, golpeaba también sus orejas. Un alirón de «¡PEDO-FILO! ¡PEDO-FILO! ¡PEDO-FILO!» empezó a corearse. Speedy intentó defenderse mientras giraba por los aires, con los brazos y las piernas agitándose endebles mientras le atizaban con fuerza. Era como el palo de un Chupa Chups traqueteando en los radios de una bicicleta. Los retumbos de Speedy, su gemidos y ruidos de trituración se oían ahora muy alto.

—¡Dejadme pasar, dejadme pasar! —se oyó.

Luego otro:

—¡Quitaos de en medio, fuera de aquí!

Dos policías intentaban abrirse paso entre la multitud, pero ésta era ya un único cerebro, ¿o eran varios? Difícil saberlo pues se había convertido en uno de esos monstruos con varias cabezas saliendo de sendos cuellos que se retuercen y echan fuego y que parecen enfadadas unas con otras a pesar de tener todas el mismo objetivo en mente. Los policías consiguieron abrirse paso y Speedy se animó al verlos en uno de sus giros. En el siguiente giro, los policías parecían haber retrocedido al punto de partida, y él no dejaba de recibir golpes. Esto hizo que Speedy tuviera todavía más miedo, y mientras tanto, sus piñones y cojinetes y manguitos hidráulicos (y Dios sabe qué más había crecido en su interior en los últimos meses) hacían tanto ruido que parecía que todo Londres estaba siendo derribado. Su miedo alcanzó el punto crítico y sus lamentos aterrorizados se convirtieron en las lágrimas provocadas por el pánico de un hombre acorralado y completamente derrotado. El padre con la cara enrojecida decidió por fin lanzar a Speedy al suelo. El abollado Speedy sonó como una trituradora en un depósito de chatarra. Los policías consiguieron por fin romper el cordón de ira. El grito perruno de uno de los guardias reales y las pisadas de los caballos sobre el asfalto hicieron que la gente que rodeaba a Speedy saliera disparada de vuelta a sus posiciones estratégicas para ver el desfile. Desaparecieron en un segundo. Los dos jóvenes agentes se colocaron bien los cascos aprovechando el espacio libre que ahora se había formado y se encontraron con un vencedor que confundido miraba con asco cómo la basura y suciedad de todo un día de trabajo salía por la pernera de los pantalones de Speedy.

—Quiero volver a Wensfordby —dijo Speedy.

Traducción: Arantxa Ubieta
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Copyright ©Peter Miller, 2003
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Fecha de publicaciónAgosto 2003
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