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Gris de tiempo gris

Goza, Gonza IV

Nicolás Soto
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Arístides Mazatlán se acercó pausadamente a Sojito.

—El padre Carrasco quiere hablar contigo. Te aguarda en su despacho.

Pedro Esteban reaccionó mecánicamente, apartándose del corrillo que comentaba las incidencias del examen que habían presentado en la mañana.

Se encaminó hacia la dirección del colegio con la mente en blanco, del mismo modo como había efectuado la prueba parcial. Traspuso la antesala y, sin pedir permiso a la secretaria, se introdujo.

El padre Carrasco estaba hojeando unos textos. Levantó la mirada y observó a Sojito con ceño severo. Pedro Esteban, sin inmutarse, tomó asiento en un sillón.

—Hacía tiempo que deseaba hablar con usted, señor Sojo —dijo el padre Carrasco, levantándose molesto y recalcando con acidez lo de «señor».

Sojito no respondió.

—Su conducta, en los últimos tiempos, ha dejado mucho que desear —continuó el padre Carrasco, mientras llevaba el tomo que había estado hojeando hacia un lugar vacío en la biblioteca—. Su rendimiento, lógicamente, también se ha visto afectado por la irregularidad de su proceder. He visto sus últimas calificaciones y, francamente, no sé qué comentarios podría usted hacerme al respecto.

Sojito miraba al vacío, sin expresión en el rostro. El padre Carrasco se impacientó.

—Le estoy hablando, señor Sojo. Aguardo su respuesta —puntualizó el cura, secándose el sudor.

Pedro Esteban ni siquiera se dio por aludido. El padre Carrasco se enervó y golpeó la mesa con la palma de la mano.

—Pero bueno, ¿qué falta de respeto es ésta? ¡Hágame el favor de ponerse de pie cuando le hablo! ¿Cómo pretende usted entrar al servicio de la Iglesia siendo incapaz de mantener la sumisión y el respeto imprescindibles?

Sojito enfocó sus pupilas en él con aire de euforia extraviada.

—Qué Iglesia ni qué Iglesia —musitó, con desgano terroso.

—¡¿Cómo?! —exclamó el padre Carrasco, dejando flotar goterones de sudor y saliva.

—Vieja Iglesia no le gana a Pink Floyd... —respondió Sojito, levantándose del sillón con pesadez.

El padre Carrasco se quedó atónito ante lo fuera de contexto que le parecía la escena. Usualmente, la sola imponencia de su corpachón sudoroso y montaraz amedrentaba a los muchachos más rebeldes. Y, de complemento, siempre tenía a la mano una regla de corazón de acapro, mentada «La Milagrosa», con la cual lograba restablecer la disciplina. Se decidió a darle una lección a quien había sido el favorito de sus alumnos. Tomó la regla y se abalanzó presuroso hacia él.

Sojito le había dado la espalda. Iba hacia la puerta.

—¿Qué dijiste, infeliz? —alcanzó a decir el padre Carrasco antes de arrearle el primer palmetazo a Sojito por el omoplato, con fuerza desmedida por la furia que lo embargó al notar la displicencia del discípulo.

Pedro Esteban sintió un ardor náufrago. Antes de que pudiera reaccionar fue víctima de otro reglazo. Y de otro. Y de varios más.

El padre Carrasco parecía ensañarse. Sus ojos eran dos muecas bizcas y brotadas. ¿A quién golpeaba con tanta cólera? En cierto recuadro fugaz del vértigo empapado en sudor, se vio a sí mismo en ardides de autoflagelación. En otra secuencia de carrusel en barrena, vio la boca sensual de Elena abriéndose golosa y lúbrica.

La mano del padre Carrasco descendió por última vez, ya sin fuerzas. Colocó a «La Milagrosa» sobre el lomo de Pedro Esteban como si, desdeñosamente, lo estuviera armando caballero. Su frente, poblada por transpiraciones inhóspitas, viró hacia la puerta. Vio la silueta de la secretaria, aterida por la sorpresa y con la mano en la boca, reprimiendo un grito.

—¡Váyase! ¡Cierre la puerta! —le ordenó. La temerosa mujer obedeció sin un respingo.

Se agachó para recoger el exánime cuerpo de Sojito.

—No me toques, balurdo —exhaló Pedro Esteban, al tiempo que se arrastraba con impulso eléctrico para evitar la mano del cura.

—Señor Sojo, perdóneme. No sé lo que me pasó —alcanzó a decir el padre Carrasco, por primera vez en su vida abrumado por la vergüenza de haber tenido que recurrir a los bárbaros palmetazos.

Pedro Esteban se levantó con un dolor de salmos resecos.

—Estoy tan apesadumbrado al verlo de esa manera, señor Sojo. A usted que ha llegado a ser mi alumno favorito por su inteligencia, por su aplicación y por su esmero en el estudio. Ahora que lo veo, entregado al vicio y a las bajas pasiones, he creído verme a mí mismo.

El padre Carrasco hablaba en un dialecto cándido, como si estuviera representando un monólogo escrito por dramaturgos tercermundistas.

—Porque, ¿sabe?, usted, señor Sojo, es como yo: vanidoso, concupiscente y ególatra. No se culpe, señor Sojo. He anhelado redimirme haciendo de usted un bálsamo para mi némesis. He deseado convertirlo en un paradigma. Hasta hace poco, usted lo ha sido, ¿no es cierto? Recuerdo cuando venía usted a preguntarme detalles de la vida de los santos varones de la Iglesia. ¿Lo recuerda usted también?

El padre Carrasco parloteaba con cadencia de actor de ateneo tercermundista.

—Notaba claramente los atributos de la piedad que le revestían de esa aura mística que siempre portan los elegidos. Apuesto a que le embargaban crisis ascéticas. Ah, ya veo que estoy en lo cierto por la manera cómo reacciona usted, señor Sojo, y no me sorprende porque yo también, cuando tenía esa maravillosa edad de la inocencia y del paraíso perdido, las sentía. Me oprimían el alma, señor Sojo, y me sentía cerca del Señor. Quería ser un cardenal santo a toda costa. Soñaba despierto. Me veía beatificado y purpurado, confortado por el orgullo de mi madre que ahora está en el cielo.

El padre Carrasco peroraba con énfasis siseante de crítico literario tercermundista.

—Hasta podía ver, nítidamente por lo demás, mi nombre en gruesos caracteres de periódico: ¡el primer cardenal santo de Venezuela! Con mucha suerte, por supuesto, si antes no me ganaba la partida José Gregorio Hernández. Y mi espíritu se elevaba impoluto, como nube de incienso, como pájaro desnudo.

El padre Carrasco despercudió su alma con sinceridad de intelectual de cafetín tercermundista.

—Pero, ¿qué digo? ¿En qué me convertí? Hubo un día, señor Sojo, en que percibí la prisión de la carne por vez primera. Los pinchazos de la envidia y los mordiscos de la lujuria. ¡Dominus vobiscum! Leí una y mil veces los evangelios para encontrar inspiración y consuelo. Ésos fueron mis cuarenta días en el desierto. Cuarenta días de ayuno y transfiguración contemplativa, luchando a brazo partido con el pérfido demonio y sus abyectas tentaciones. Su espada llameante tasajeaba mi carne y yo gozaba sufriendo porque sabía que la mano del Todopoderoso estaba cerca para rescatarme de esas tentaciones babilónicas. Me di el gusto de resistir y demostrarle a mi Padre, que todo lo oye y todo lo ve, que era digno de Él y de Su gloria.

El padre Carrasco esbozó una sonrisa de prohombre culturoso tercermundista.

—El día que entré al seminario supe que había vencido en la batalla. Escuché unas trompetas celestiales que señalaban mi destino de miembro por derecho propio del santoral. Era un encantamiento maravilloso, señor Sojo. Ya tenía un pie dentro del cielo.

El padre Carrasco ensombreció su semblante con falsa hidalguía de escribidor barbudo tercermundista.

—Pero nunca conté con los putrefactos gusanos que quedaron viviendo en las heridas que me infligió Satán en esta carne perteneciente a este irredento mundo. La fortaleza de mi deseo de santidad cardenalicia fue, a la vez, la debilidad de mi perdición. ¡Qué de sueños pecaminosos me atormentaron en esas noches de claustro, convirtiéndose en obsesiones ceremoniales paganas, en liturgias sensuales que practiqué con el pudor insensato de los irremisos! Creí perderme en laberintos de barro. El suicidio vino a mí como la expiación necesaria. Me dije: ¡afróntalo, afróntalo, afróntalo! Ésa es la solución de los valientes. Ni siquiera a eso podía llegar.

El padre Carrasco se mesó la calva con hipócrita sumisión de poetastro urbano tercermundista.

—Adiós, santidad. Adiós, beatitud. La pusilanimidad es tan grande, señor Sojo, que ni siquiera logro desprenderme de estos hábitos. Envidio a las macaureles y a las mapanares que cambian de piel. Pedí un millón de veces: ¡metamorfosis, ven a mí! Pretendí errar en universos embriagados y heme aquí: confuso, desquiciado y desnudo. Cuando llegué a Santa Narda de Miguaque creí posible enmendarlo todo. Estaba usted, además.

El padre Carrasco miró a Sojito con amor de feminista frustrada tercermundista.

—Era como mi otro yo redivivo, ávido de una nueva oportunidad para alcanzar la epifanía. ¡Juro por todos los ángeles del cielo que lo intenté de veras! Traté de guiarlo, señor Sojo, por el camino que nos indican las sagradas escrituras. Pero, a la larga, tenía que fallar. No había escapatoria. La carne se impone con denuedo. Quisiera desgarrarme la epidermis y arrancarme las gónadas para no sentir más estos buitres enceguecidos que me picotean las entrañas, sin dejar de bailar al son de una tonadilla macabra y sangrienta. Quisiera vaciarme las órbitas para no ver más esas obsesiones de pedernal que estallan en mi alma como mil chispazos, como mil fogonazos. Vivo ofuscado por deseos de fornicar, por deseos de avaricia, de codicia, de ira, de sevicia, de blasfemias, de locura.

El padre Carrasco se reía. Sus carcajadas resonaban como un hipo tóxico en el crucifijo de la mesa y en el retrato de Juan XXIII que colgaba de la pared.

—Ayúdeme, señor Sojo —dijo, recomponiéndose un tanto—. Ayúdeme, se lo suplico, en retribución de lo mucho que he hecho para que su alma pertenezca a la pléyade de los bienaventurados de nuestra santa madre Iglesia. Tiéndame una mano, señor Sojo. No deje que me hunda en la arena movediza de la insania. Ambos estamos hechos de la misma argamasa y nos merecemos un tantico de lealtad mutua. Nos parecemos como dos gotas de agua, ¿no le parece, señor Sojo?

El padre Carrasco pretendió tomar a Pedro Esteban del brazo.

—No se aparte, señor Sojo. Déjeme contar con usted. Deténgase, por favor.

El cura, alucinado, perseguía a Sojito por la minúscula oficina.

—Deberíamos vivir en simbiosis, como los líquenes. Qué bien, ¿verdad?

Sojito se tropezó con «La Milagrosa». La rescató del suelo y, con movimiento zorruno, le asestó un tarrayazo al padre Carrasco por el pecho. El sacerdote detuvo su marcha y, por un momento, pareció que recuperaba sus cabales.

—Pero, ¡¿cómo se atreve a... ?!

—¡Microorganismo obtuso! —lo adjetivó Sojito, volviéndolo a sonar por la rabadilla y por las corvas.

—¡Yo soy la roca que golpea a la ola! —replicó el padre Carrasco, adelantándose en veinte años a la canción del «Puma» José Luis Morillo.

—¡Germen putrefacto! —lo arreó Sojito por el cuadril.

—¡Es una deuda que tengo que pagar, como se pagan las deudas del amor! —juliojaramilleó el padre Carrasco.

—¡Carcinoma de apostasía! —Pedro Esteban le descargó «La Milagrosa» por el occipucio y por el cogote.

—¡Dicen que la distancia es el olvido! —el padre Carrasco entró en éxtasis.

Los palmetazos tenían ritmo de guaguancó.

—¡Dios mío..., qué locura es ésta! —irrumpió la secretaria, arrebatándole «La Milagrosa» a Sojito.

El padre Carrasco, catatónico y sofocándose en pleamares de sudor, se imaginaba bailando mambo moruno con la virgen de La Macarena (que extrañamente se parecía a Elena) en el Roof Garden de Zaragoza, Ohio.

Los carrillos regordetes de Juan XXIII ahora le sonreían una plácida mueca, con guiño y todo, a Sojito.

—Lo van a expulsar por esto —advirtió la secretaria, ayudando al vapuleado y ensopado cura a erguirse.

—Aquí es —anunció Pedrarias.

«La Miguaqueña» abandonó la avenida Urdaneta en la esquina de la plaza Candelaria, yéndose a estacionar a corta distancia de una venta de churros.

María Enriqueta observó el grisáceo edificio de arquitectura muy en boga en los años cincuenta. Le parecía estar en Europa por la profusión de ibéricos por doquier.

—¿Estás seguro que hacemos bien, Wilson? —preguntó.

—No te preocupes.

Descendieron ambos y se introdujeron en el inmueble. Dentro del ascensor, Pedrarias le tomó la mano y la miró con afectividad profunda. María Enriqueta recostó su cabeza en el pecho de él.

«Es maravilloso ser arropada y protegida por un hombre que te quiere de verdad», pensó.

La puerta del ascensor se abrió. Avanzaron por un pasillo relleno de tonalidades crema y azul cielo. Pedrarias pulsó un timbre frente a un apartamento de sólida puerta de cedro. Al abrirse, una venerable cabeza canosa emergió.

—Tía Fafá —dijo Pedrarias, abrazándola con efusividad, para luego tornarse a introducirla a la presencia rubia—. Ella es María Enriqueta.

La tía Fátima la escrutó sin malicia.

—Pasen. Eishtán na sua casa —respondió, con grueso acento portugués.

Hubiera querido darle la mano a María Enriqueta, pero lo sorpresivo de su aparición y las conjeturas que no tardó en hacerse, aunadas a la tradicional reserva campesina lusitana, la restringieron un tanto. Sentía algo de nerviosismo y luchaba por no transparentarlo.

—Vou a fazer augo de café. Sémtense que ya jregreso.

Los dos fugitivos se apoltronaron uno junto al otro en un sofá de paletas.

—Ya vas a ver cómo es ella. Es un ser muy, pero muy especial.

María Enriqueta asintió mientras paseaba la mirada por el austero apartamento, engalanado por una borrosa ampliación de una pareja matrimonial proveniente de los remotos años de la Gran Guerra Europea.

—Ésos son mis abuelos —describió Pedrarias— cuando se casaron en Aveiro, hace como quinientos mil años, durante el período jurásico de la era secundaria, según palabras textuales de Sojito. Aquélla es la máquina de coser con que tía Fafá me arremangó los pantalones de caqui que tenía puestos el día que te conocí, ¿te acuerdas?, y ése es el pick up donde estrené el primer disco de Los Beatles que compré.

En eso salió la tía Fátima con una bandeja, una tetera y tres tazas.

—Perdounen lo malou. Eish que casi numca jreceibo visítash.

—No se preocupe, señora Fátima —dijo María Enriqueta, incorporándose para ayudarla con el servicio—. Aunque es la primera vez que nos vemos, creo conocerla de toda la vida por lo mucho que Wilson me ha hablado de usted.

La tía Fátima sirvió el café parsimoniosamente. Los tres comenzaron a sorberlo sin mucho apuro, como dando tiempo al tiempo por no saber qué decir.

—Y bien, tía Fafá —se aventuró Pedrarias a romper la reserva—, ¿cómo te parece mi mujer?

María Enriqueta bajó la mirada con un ligero rubor. La tía Fátima colocó gravemente su taza a medio consumir sobre la bandeja.

—Creu, Coquinho, que por o ben de toudosh, nao se débem apresurar as cóisash. He sabeido o que ushtéidesh han heishu. Eu lo sentu muito cuando vou a decir eishtu: pensu que os doish han cometidu um tejrrible ejrror.

El semblante de Pedrarias se ensombreció. María Enriqueta no despegaba la vista del piso.

—Nao han debeidu haberse eishcapadu de la forma em que lo fazeron. Ashá, no Miguaque, quedou um lío enorme porque ushtéidesh em suo egoishmu, se oulvidárum que exíshtem duas famíliash preocupáidash por o que acontece a ushtéidesh doish.

—Dos familias, tía —interrumpió Pedrarias—, que siempre se han opuesto a dejarnos vivir lo nuestro en libertad. El egoísmo no es nuestro, es de ellos.

La tía Fátima no se inmutó por el vigor con que Pedrarias defendió su parecer.

—Vocé puode falar assim, Coquinho, con toda eisa deishpreocupaçao porque vocé é um hombre. Nada pierde, ningué. Pero féijate en esha. Esha perdeu a sua inocencia. ¿Con qué se preseinta esha na sua casa, agora depóish de eishta aventura que nao tem ningún sentidu?

—Su casa es donde yo esté. ¿Es que no comprendes, tía? Ya ni siquiera la considero mi noviecita. ¡Es mi mujer! La mujer que elegí, y que me ha elegido, para pasar juntos el resto de nuestras vidas.

—Esha é uma menor de edade, ante la religiao y la jushteicia. Nao pode casarse ni comprometerse sim la aprobaçao de suo pai e de sua mai.

—¡Al diablo con la religión y la justicia! —ripostó Pedrarias.

La tía Fátima se levantó como un resorte.

—¡Nao blashféimesh na minha casa, Coquinho!

Un silencio circular descendió durante varios segundos. Pedrarias se mordía la lengua.

—Vocé sabe bem que sempre he deseado o melhor pra vocé —retomó la tía Fátima, luego de respirar profundamente— porque haish seido casi como um filho pra mim. Pero eishtu nao pode ser. Ash cóishash na vida tem a sua manera de ajrreglarse. Nao de eishte moudo, eishcapándose coumo bandéidush, jrompendu con todos osh precéitush y bushcandu jrefugiu no pecadu. Vocé nao pode dishponer da veida de eishta criatura como si vocé eishtuviera jugando aish eishcoundéidash.

—Yo me vine con él porque así lo quise, señora Fátima —replicó María Enriqueta, con la voz a punto de quebrársele—. Además, yo lo amo.

Pedrarias se levantó, aproximándose a la tía Fátima.

—Compréndenos, tía Fafá. Si hicimos lo que hicimos es porque no teníamos más alternativas. Hubiésemos querido que nuestros padres comprendieran nuestra situación y, a lo mejor, todo habría resultado en un noviazgo convencional. Pero no se pudo. Nos erigieron barreras infranqueables, nos acosaron, nos hostigaron y nos vilipendiaron. Llegó un instante en que no pudimos soportar más estar separados por convencionalismos idiotas. Y aquí estamos.

La tía Fátima, resignada, se tornó hacia Pedrarias.

—E agora, ¿qué éish o que quiérem?

—Que nos ayudes —contestó él.

—Perou... —titubeó la tía Fátima.

—Escucha, no deseamos importunarte. Sabemos que nuestra posición es delicada, pero estamos resueltos a llegar hasta el final. En este momento precisamos de tu apoyo moral porque, de hecho, nos hemos quedado sin familia.

La tía Fátima cavilaba.

—Tenemos que buscar, en lo inmediato, un lugar donde asentarnos —prosiguió Pedrarias— y yo tengo que conseguir un trabajo. Nuestras intenciones son serias, tía Fafá. Hasta pensamos casarnos lo más pronto posible. Pero necesito que me ayudes hablando con cualquiera de tus conocidos para que me emplee. Es todo lo que te pido. ¿Nos ayudarás, tía?

Pedrarias y María Enriqueta, tomados de la mano, aguardaban ansiosos la respuesta.

—Nao sé si será cojrrectu...

—Cuando se ayuda a dos personas que se quieren, como Wilson y yo, nada es censurable, señora Fátima. Créame cuando le digo, de todo corazón, que no hemos buscado perjudicar a nadie.

—Tudavéia éiresh muito niña pra falar asim.

—Puedo tener poca edad —afirmó María Enriqueta con convicción—, pero me siento responsable y capaz para asumir el rol de mujer al lado del hombre a quien amo.

La energía de los jóvenes acabó por convencer a la tía Fátima.

—Eishtá bem, eishtá bem. Vou a ashudarlus.

—Gracias, tía Fafazinha —los ojos de Pedrarias relampagueaban de alegría—. Sabía que no nos podías fallar.

—Vou falar mañana meishmu con váriush paisánush pra ver quem de éshush pode emplearte, Coquinho. Por o méinush nao os vou a dejar murir de hambre. A propóisitu, ¿dónde eishtán vivemdo agora?

Pedrarias le refirió el hotel donde habían pernoctado.

—Recojan as suas cóisash e se múdam pra no apartamentu do Sabana Grande. Coquinho lo conoce. Pódem utilizarlo mentras eishtá desocupadu. Aquí eishtán as shaves.

Pedrarias la abrazó con infinita ternura.

—¡Tía Fafá!

La tía Fátima se zafó con tenue timidez.

—Ea, vai agora. Vai, Coquinho.

Pedrarias y María Enriqueta se marcharon, radiantes. La tía Fátima procuró distraerse recogiendo el servicio de café y, mientras fregaba, no dejaba de preguntarse si había hecho bien.

Sonó el teléfono. La tía Fátima acudió a responder.

—¿Sí? É Fátima que fala... Sí...

El rostro de la tía Fátima comenzó a cambiar de expresión.

—Nao pode ser... pero si eu... no meu apartamentu de Sabana Grande... Eishtá bem... Tudu bem... Adéush...

Colgó y se quedó pensativa.

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Fecha de publicaciónEnero 2003
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