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Gris de tiempo gris

Livorini

Nicolás Soto
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Todos los viejos lugareños se explayaban con el relato de la llegada inicial de Anacleto Livorini a Santa Narda de Miguaque.

Luciendo ropas que lindaban con la sordidez del harapo, pero llevadas con dignidad de conde veneciano, se apareció un día de finales del XIX mercando fruslerías y baratijas de diversa laya: espejuelos franceses, tricóferos con grabados de musas de larguísimas crinejas, pociones de eterna juventud, depurativos para la sífilis y demás enfermedades secretas, biblias medievales de caracteres góticos y rosarios ensalmados de colmillos de tiburón.

Sentó sus reales en un rancho precario, aledaño a las barrosas y palúdicas aguas de «La Chamana» a la espera de mejores tiempos. Otro buen día, adquirió una cámara fotográfica. Los almidonados pobladores de Miguaque solicitaban al esbelto italiano que plasmase sus endomingadas figuras —tiesos bigotes y peinados flor de parcha ellos, encorsetadas siluetas e hinchadas pechugas, ellas— en las placas de vidrio que parecían surgir de la nada en el caos ciclópeo de su laboratorio. Algunos creyeron adivinar en la jerigonza que parloteaba incesantemente el mediterráneo fotógrafo rastros de olvidadas hazañas contrabandistas en las Antillas y de expediciones caucheras en las gruesas selvas de Guayana. A ratos dejaba escapar alusiones a la espantosa existencia de los prisioneros en el penal francés de Cayena, con profusión de carraspeos que semejaban las erres galas. Narraba también prolijamente los peligros de la manigua y de los espectros del mar, como si fuese un Simbad aventado al llano por los caprichos insondables de los dioses. Describía escaramuzas en los avatares de incontables batallas garibaldinas, con explicaciones detalladas de táctica y estrategia, flancos desguarnecidos y ataques suicidas. Mezclaba términos en varias lenguas y romances, y ni eso disminuía un ápice la atención de sus convives.

El coronel Sandalio Fragachán, primera autoridad civil y militar de Santa Narda de Miguaque, recibió un telegrama urgente desde Caracas. El presidente de la República y jefe de la revolución restauradora, general Cipriano Castro, su Jefe, lo conminaba a reunir, por cualesquiera medios disponibles, tropas y pertrechos para librar una batalla, a todas luces trascendental, contra el ejército de facciosos que se hacía llamar, pomposamente, revolución libertadora. El coronel Sandalio Fragachán, andino de ojos oblicuos y espeso acento montañés, había hecho buenas migas con Anacleto Livorini en incontables y caniculares tardes en el rancho de «La Chamana», tomando café endulzado con papelón. El coronel Sandalio Fragachán sentía en su interior que el italiano era de confiar. Le confirió, por consiguiente, el rimbombante título de comandante y a los dos días tomaron rumbo a La Victoria con treinta hombres a caballo y ciento y pico de infantería, armados los más de ellos con machetes a falta de chopos y máuseres.

Livorini se lanzó con denuedo al fragor de la batalla, zarandeando palabras en una jerga a ratos incomprensible donde se fusionaban, sin solución de continuidad, los juramentos más soeces en una docena de idiomas y dialectos.

—¡Manaccia San Antonio, carajo!

Retumbaban los cañones y vomitaban los güinchésteres.

—¡Porca miseria!

Ahogaba el olor a pólvora y ensordecían los plomazos.

—¡El coño de la madonna!

Rebotaban las esquirlas y arreciaba la metralla.

—¡Merde alors! ¡Stronzo cagato per forza!

Después de varios días de intensos combates, cuando las fuerzas restauradoras parecían exhaustas y al borde del colapso, apareció el vicepresidente de la República, general Juan Vicente Gómez, comandando un milagroso tren provisto de armamento y tropas frescas. El coronel Sandalio Fragachán recibió la orden de despejarle la vía de francotiradores enemigos. Anacleto Livorini le siguió con su arrojo habitual.

—¡Hijos de la putana!

Los rebeldes comenzaron a dispersarse. El presidente Cipriano Castro ordenó dar cuenta de ellos hasta exterminarlos. Con obstinación cazurra, el vicepresidente Juan Vicente Gómez los fue persiguiendo por el llano, la costa y la cordillera, derrotando uno a uno a los caudillos insurgentes, como cirujano extirpando pólipos, hasta la última y decisiva batalla.

El general Nicolás Rolando, último jefe en armas de la revolución libertadora, se atrincheró en Ciudad Bolívar, frente a la parte más angosta del Orinoco, desdeñando las ofertas para una capitulación honrosa que le hizo el impasible vicepresidente Juan Vicente Gómez. La lucha fue cruenta y librada calle por calle y casa por casa. El coronel Sandalio Fragachán recibió un balazo en pleno abdomen. Los médicos declararon que sería imposible extraer el proyectil sin provocarle una hemorragia que podría resultar mortal. Tendría que resignarse a vivir el resto de sus días con ese cuerpo intruso alojado en sus entrañas y a no participar en más acciones bélicas.

—Non preocuparse, mi coronele, que bisho malo non morire —lo confortó Anacleto Livorini.

—¡Qué tochada, Anacleto! ¡Coja el mando de las tropas miguaqueñas y vaya y sáquele la mierda a esos pingos!

De Ciudad Bolívar regresaron cubiertos de gloria. El vicepresidente Juan Vicente Gómez convertido, por obra y gracia del ditirámbico verbo presidencial, en el «Salvador del Salvador». Sandalio Fragachán, ascendido a general en su lecho de convaleciente, fue designado al poco tiempo, presidente del Estado. Anacleto Livorini ahora era coronel en premio a los servicios prestados, con sumo arrojo y valor, en la campaña.

Los partidarios de la vencida revolución libertadora saldaron con sus vidas, el exilio o la confiscación de sus bienes su participación en la aventura. El presidente Cipriano Castro, su poder ahora consolidado e indisputado, permitió a sus lugartenientes echarle el guante a las posesiones más apetecibles en las regiones bajo su mando. Ni cortos ni perezosos, Fragachán y su socio, el flamante coronel Anacleto Livorini, se dieron a la tarea de ponerle el ojo y apoderarse, por diversos medios, de los mejores hatos del Estado.

El antiguo aventurero descubrió, con sumo placer de su parte, las satisfacciones de la vida pastoril. Le cogió afición a la ganadería, a las vaquerías y a la vida a caballo, mientras apreciaba con voracidad cómo sus leguas de tierras y sabanas se iban ensanchando cada día más, por artes de legalidad o por argucias condimentadas de prepotencia brutal. A veces, para no mostrar avaricia succionante, permitía que Fragachán o el vicepresidente Juan Vicente Gómez le ganaran la partida de alguna finca propiedad de algún obstinado enemigo de la causa. Pero el despecho era compensado usufructuando negocios de diversa índole, como el despacho de un lote de finos cueros a las Antillas; o le echaba garra al monopolio del tabaco de mascar que se expendía en las bodegas de todo el Estado en connivencia con Fragachán; o remitía a una partida de purgüeros a las selvas caucheras de Guayana para incrementar el peso de sus botijuelas llenas de morocotas; o hacía de comisionista para el vicepresidente Juan Vicente Gómez en el negocio de la pesa de carne; o le montaba una tienda de géneros surtida con las telas más finas y los brocados más vistosos a Raiza Azucena Antilano, su amante en la capital del Estado, hija de una de las familias más mantuanas de todo el llano; o hacía lo mismo en Tenapa con la mulata Isabel Cordero, su barragana favorita; o se batía a tiros con Silvestre Lindano, descerrajándole un certero disparo en la frente, en plena calle La Cuaima bajo el atosigador sol de un mediodía nunca olvidado por los moradores, en disputa por los favores de Concha Magdalena, la casquivana esposa del occiso, quien, desde aquel ominoso día y sin importarle su honra y el qué dirán, lo acogía en su fresca residencia de amplio zaguán y anchos ventanales, concediéndole la administración de las extensas tierras recibidas en herencia de su malogrado y cornúpeto cónyuge que, a la larga y previsiblemente, pasaron a engrosar el creciente patrimonio del antiguo mercachifle de fruslerías, baratijas, abalorios y otrora fotógrafo ambulante de tiesos mostachudos y encorsetadas matronas.

Sus bastardos no tardaron en plenar las escuelas y las esquinas de casi todos los pueblos del Estado. A su primogénito con Raiza Azucena Antilano, nacido prematuramente en medio de metros y varas de telas y brocados importados de Francia, se lo dio en bautizo a Sandalio Fragachán.

—Lo iba a llamar Giovanni Battista —le comentaba, en castellano casi perfecto ahora, con llanerísimo acento— como mi abuelo, que en paz descanse allá en Calabria, que fue quien verdaderamente me crio y me vivía diciendo: «Anacleto, muchacho, si te quedas aquí como pastor de cabras no pasarás de ser un pendejo toda tu vida. Coge camino, que el mundo pertenece a los que se atreven y no a los pajúos que se quedan aguardando la misericordia del Señor.»

—Y ese abuelo suyo, ¿de qué murió? —preguntó Sandalio Fragachán.

Anacleto Livorini se llevaba a la boca una copa de fino cristal, perteneciente a la vajilla de la Casa de Gobierno, y sorbía comedidamente, a la usanza europea, el brandy Cardenal Mendoza.

—Al mío nono —la remembranza del abuelo traía el dejo italiano a su hablar— lo mataron los maledetti austríacos. Él era partisano. Estaba con Garibaldi.

—Ésos son los riesgos de meterse a revolucionario. Pero todo está bien si la causa es justa y merece la pena arriesgar la vida por la independencia de la patria. ¿No le parece, compadre? Ya es hora que empiece a tratarlo de esa manera, porque vamos a estar toda la vida vinculados por el sacramento.

—Ya le digo. Brindo por eso... compadre.

Tomaron otro sorbo, apoltronados en los mullidos sillones estilo Imperio de la Casa de Gobierno.

—Y entonces, ¿cómo se va a llamar el mocoso, compadre?

—Si no es Giovanni Battista, pues qué carrizo, que se llame Juan Batista que, a fin de cuentas, resulta lo mismo. Raiza Azucena dice que no le gustan los nombres en musiú.

—A propósito, compadre, y perdóneme la entrepitura como dicen aquí en el llano, pero ¿por qué no se decide de una vez por todas y asienta cabeza? No se puede quejar: Raiza Azucena es una flor de matapalo, lo quiere a usted de verdad-verdad, es una muchacha de inmejorable familia y estoy seguro que, formalizando la cosa, será mejor para todos.

—Caracha, compadre, la verdad es que le he estado metiendo coco al asunto desde hace tiempo. El problema es que si me caso con una las otras se me alzan, y la única manera de tenerlas contentas es así como estoy ahorita. De vez en cuando cogen el merequetén ese de celarse las unas de las otras, pero le doy un zipotazo a la pared o grito tres mentadas de madre bien fuertes y se quedan tranquilitas. Además, mujer es lo que sobra. Y que conste que no son ideas exclusivas mías. Esto se lo he oído decir al mismo general Gómez quien, como usted sabe, anda más o menos en una situación parecida a la mía. Guardando las distancias, claro.

Al escuchar el nombre del vicepresidente, Sandalio Fragachán permaneció absorto en sus pensamientos. Livorini sintió el insólito silencio, pero la compenetración entre los dos hombres era considerable, por lo cual se atrevió a preguntar:

—¿En qué piensa, compadre?

Fragachán pareció titubear.

—Las cosas se han estado complicando mucho últimamente.

Miró a su alrededor con sigilo. Estaban solos, lo sabía, mas la prudencia aconsejaba extremar precauciones.

—Compadre, la situación no es como antes —Fragachán prosiguió—. Ya el general Gómez no es el hombre de absoluta confianza del presidente. Me cuentan los amigos que tengo en Caracas que, más bien, se ha intentado marginarlo y segregarlo, aun cuando la causa restauradora tiene infinidad que agradecerle desde los días cuando estábamos exiliados en Colombia. El general Gómez se encargó, con su habilidad de buen administrador y negociante, de que nada le faltase a Cipriano Castro y a todos nosotros, sus seguidores, durante esos largos siete años en que aguardábamos, a veces hasta a punto de perder la esperanza, el momento propicio para pasar la raya y volvernos a Venezuela a luchar por las banderas del partido liberal.

—Pero siempre he escuchado decir que el más fiel y leal amigo del presidente Castro es, precisamente, el general Gómez.

—Y es verdad, compadre. Pero las cosas han variado bastante desde que la causa restauradora se consolidó en el poder. Ya Cipriano Castro no es el mismo de antes. Me refieren mis contactos que ahora, para hablar con él, hay que franquear la impenetrable barrera de los doctores valencianos. Usted de seguro los ha oído mencionar: José Rafael Revenga, Ramón Tello Mendoza, Manuel Corao y compañía. Ellos son, de paso, quienes le consienten los vicios al presidente y le consiguen las mocitas para que las desvirgue en sucesión, una detrás de la otra, y mientras más pichonas, mejor. Me cuentan que se mete en unas orgías de varios días y, como le dije, los doctores valencianos aprovechan las debilidades de don Cipriano para acaparar poder, echarle el guante a los mejores negocios, intrigar y, lo más grave, alejarlo de sus verdaderos compañeros o, para decirlo por todo el cañón, del general Gómez, quien es un jefe natural y un hombre íntegro que no se presta a esas cabronerías.

—¿Y qué se puede hacer, compadre?

—Por los momentos, nada, porque los doctores valencianos son tan desgraciados y tan canallas que han influenciado en el ánimo del presidente para que le ponga peines, conchitas de mango y trampitas babosas al general Gómez, a ver si peca por toche. Pero qué va, él no cae en provocaciones y, mientras pasa el tiempo, se ocupa de que el ejército esté contento y de que los coroneles y generales de la causa restauradora permanezcan satisfechos, aun cuando don Cipriano no los reciba. Siempre está pendiente de nosotros y de nuestras necesidades. Por contraste, el presidente Castro ni atiende los asuntos del Gobierno ya.

—Caramba, compadre, qué cosa más seria.

—Yo no sé en qué va a parar esto. Por ahí me llegó la bola de que don Cipriano tiene el riñón muy enfermo por causa del exceso de brandy y totona. También me comentaron que los mejores médicos de Caracas le han recomendado que se vaya a operar a Alemania, porque si sigue así dentro de poco puede ocurrir lo peor. Los doctores valencianos andan muy nerviosos y maniobran para que don Cipriano no deje al general Gómez encargado de la presidencia mientras esté ausente.

—¿Y qué cree usted que va a pasar, compadre?

—Si el presidente de verdad tiene que marcharse a Alemania a recuperar su salud, yo creo que lo mejor es dejar al general Gómez al frente del Gobierno. Su lealtad es inquebrantable.

Llegado a este punto, Sandalio Fragachán probó otro sorbo de Cardenal Mendoza. Un silencio de expectativa sobrecogió a los dos hombres.

—Mire, compadre, le voy a decir esto para que quede entre nosotros dos. Si, mientras dure la ausencia de don Cipriano, el general Gómez decide dar cuenta de la pandillita valenciana, no le voy a negar a usted que, a mí y a unos cuantos de los oficiales más leales a la causa, nos va a entrar un fresquito muy sabroso por dentro.

Sandalio Fragachán carraspeó y se inclinó hacia su contertulio.

—Quiero que sepa, compadre Anacleto Livorini, que voy a cuadrarme incondicionalmente al lado del general Juan Vicente Gómez en los tiempos difíciles que se avecinan.

Anacleto Livorini no vaciló.

—Y yo quiero que usted sepa, general Sandalio Fragachán, que yo me lanzo con mi compadre para donde él vaya.

Al poco tiempo de acaecida esta conversación, los acontecimientos se precipitaron. El presidente Castro no aguantó más el riñón y se embarcó para Alemania. No había terminado de disiparse el humo del barco que transportaba su presencia macilenta de macaco lúbrico, cuando su segundo al mando, hombre de confianza y apocado seguidor desde los días del destierro en Colombia, lo despojó incruentamente del poder, inaugurando un régimen que se iba a prolongar por casi treinta años.

En premio a su lealtad obsequiosa al taimado y flemático general Gómez, Sandalio Fragachán y Anacleto Livorini vieron acrecentar su influencia, su poder y su peculio todavía más. Fragachán, no obstante, se sentía más inclinado a los avatares y riesgos de la guerra. Desoyendo las recomendaciones facultativas que le recordaban del viejo proyectil de Ciudad Bolívar, se lanzaba, cada cierto tiempo, en relampagueantes campañas contra los obstinados y quijotescos guerrilleros que molestaban, cual tábanos imprudentes, la parsimonia imperturbable del eternizado dominio gomecista, invadiendo los llanos venezolanos desde el Meta, Casanare y las regiones amazónicas colindantes con Colombia. Llegó el tiempo en que Anacleto Livorini se excusaba con su compadre por no poder acompañarlo en tan fatigosas correrías, alegando los naturales achaques de la edad y las secuelas de una vida ya de por sí harto aventurera.

De esta manera, el antiguo errabundo de mares, selvas y llanuras sentó sus reales en forma definitiva. Siguió tomando, por supuesto, provecho de su envidiable posición para irse adueñando, en forma inexorable y de la misma manera como los meandros de los ríos llaneros aniegan la sabana en invierno, de leguas y más leguas de tierra. Ya era el primer terrateniente de la región, sólo superado en su denuedo terrofágico por el apetito nunca satisfecho del jefe supremo de la causa rehabilitadora, comandante en jefe del ejército y presidente, a ratos, de la República, el benemérito general Juan Vicente Gómez.

De toda la caterva de críos que fue dejando a lo largo y ancho de la región, su favorito era Juan Bautista. Hacia el final de sus días, Anacleto Livorini decidió establecerse definitivamente en Santa Narda de Miguaque, pueblo aún aldeano y de polvorientas calles que se convertían en atascosas bombas en la época de las lluvias incesantes. Juan Bautista siguió a su padre y no tardó en descollar por mérito propio.

Era insolente, dominante y prepotente. Ya a los veinte años se había batido a tiros con tres personas por líos de faldas o de alcohol, corriendo la peor suerte sus contrincantes. Presagiando líos y vendettas, tal como en sus mocedades calabresas, Anacleto Livorini optó por mandarlo a pasar una larga temporada a Caracas.

A principios de 1936, poco después de fallecer Juan Vicente Gómez, el viejo Anacleto contrajo una extraña fiebre y rindió su postrer aliento. Fue un suceso de repercusión nacional. Prominentes figuras del Gobierno y de las finanzas se apersonaron en Santa Narda de Miguaque, venciendo las prolongadas distancias y el clima palúdico, a presentar sus respetos al venerable patriarca. En representación del general Eleazar López Contreras, presidente provisional de la República, estuvo el coronel Isaías Medina Angarita. Allí hizo buenas migas con Juan Bautista Livorini, quien había aplacado en algún grado sus ínfulas de matón pueblerino en Caracas, convirtiéndose en una suerte de refinado prohombre de la vida social y económica de la región. Dada la preferencia de su padre hacia él, había recibido como herencia lo mejor de las vastas extensiones latifundistas acaparadas por Anacleto Livorini. La prepotencia había evolucionado hacia una dejadez patricia y una flema casi aristocrática. Caracas, con sus cabarés, cupleteras y cortesanas, ahora le resultaba imprescindible. Sin embargo, para no contrariar uno de los grandes deseos del viejo, Juan Bautista Livorini había consentido en casarse con Auristela Fragachán, hija del compadre, mejor amigo y gran compañero de vicisitudes de su progenitor.

Poco tiempo después llegó al mundo José Gregorio Livorini, en Caracas. La mansión de anchos corredores, pulidos mosaicos y extraños arabescos cobró singular vida con sus berridos, muecas y carantoñas. Auristela Fragachán volcaba hacia él todo su amor de esposa desdeñada. A cada rato irrumpían en su vida conyugal, como espectros efímeros, actrices de teatro de revistas, zagalas de exótico origen y sopranos zarzueleras. Auristela Fragachán se refugiaba en el mundo pueril de José Gregorio, atosigándolo con mimos y caricias, complaciéndole sus antojos y perdiendo toda voluntad propia y todo ánimo de sana determinación ante los ojos de color félido del chiquillo.

José Gregorio veía a Juan Bautista en contadas oportunidades, resintiendo la imposición del soberbio carácter paterno frente a sus melindres de niño malcriado y voluntarioso. De ahí, entonces, que las magulladuras de sus berrinches, ensordecidos por el enojo implacable e inapelable de Juan Bautista, se canalizaron hacia la crueldad y el sadismo contra los seres indefensos que tuviesen la desgracia de ponerse al alcance de su mano. Al principio, se satisfacía con desplumar a los canarios enjaulados de Auristela y en arrojar a los gaticos de Angora cual misiles desde la azotea. Después le dio por destripar cucarachas y bachacos, por prenderle fuego en las alas a las mariposas para verlas consumirse lentamente y por despachurrar sapos, ranas, culebras, lombrices, ciempieses, iguanas y alacranes. Llegó el día en que los vecinos de la urbanización El Paraíso descubrieron, con estupor, que sus mascotas eran los conejillos de Indias con que José Gregorio Livorini ejercitaba sus artes de cirujano aberrado.

En cierta ocasión, ya estando la nación gobernada por la bonachona y sonriente figura del general Isaías Medina Angarita, se presentó Juan Bautista en la mansión de El Paraíso. José Gregorio, ya casi un zagaletón, trepó por la enredadera y atisbó por una rendija la conversación de sus padres.

Auristela estrujaba un pañuelo en sus manos y era obvio que realizaba esfuerzos inauditos para no dejarse ahogar por los sollozos. Juan Bautista caminaba de un lado a otro, con pasos impacientes y marítimos. Su voz tronaba, como disparos de cañón en matinée dominical.

—Mira, Auristela, ni que inundes esta habitación con un aluvión de moco y lágrimas me vas a hacer desistir. Aparte de que me ha salido este compromiso con Isaías, ya te lo expliqué, de encargarme de la presidencia del Estado por un tiempo. Los dos lo vemos más como un asunto personal que como una cuestión política. Isaías Medina es mi amigo, me está solicitando un favor y yo no puedo, ni quiero, quedarle mal.

Auristela, con voz húmeda:

—Pero no tienes por qué llevártelo. Mi única compañía ha sido él, en esta vida de soledad y martirio a la que me has sometido.

José Gregorio se dio cuenta que hablaban de él.

—Es cierto, Auristela —afirmó Juan Bautista, queriendo ser compasivo pero resultándole un gesto grotesco en el cuadro de su rigidez mantuana—. Reconozco que he sido un calvario para ti. Pero es conveniente, ahora que me marcho por no sé cuánto tiempo para nuestra región de origen, es conveniente, te repito, que me lleve a José Gregorio. También es verdad que no he sido un buen padre para él y que lo he dejado demasiado tiempo en tu custodia, abusando de tu paciencia...

—¿Cómo puedes decir eso? Estás hablando de mi hijo, a quien quiero más que nada en este mundo y tú vienes ahora a quitármelo, así como así —sangloteó Auristela.

—Sí, sí, te concedo la razón, pero ya es hora de que el muchacho se acostumbre a mi presencia, a mi influencia, a mi vigilancia. Más que tu hijo, José Gregorio es un varón, un hombre, y necesita de hombres a su alrededor para formar su carácter. Tú has sido una buena madre, Auristela, pero lo has consentido mucho y temo que se vaya a descarriar. Además, va a estar conmigo en la Casa de Gobierno, la misma Casa de Gobierno que por muchos años ocupó su abuelo, tu padre, y va a aprender cómo es que se baila el trompo en este país. Considera, asimismo, que José Gregorio va a heredar todo lo que yo tengo, que son unas cuantas leguas de llano y unas cuantas reses, más lo que le corresponde por parte tuya de la sucesión de Sandalio Fragachán, y es bueno que se acostumbre a velar por lo que va a ser suyo. Y nada mejor para eso que la vida del monte. Que aprenda a montar a caballo, a arrear y a herrar ganado, a sembrar potreros, a tirar líneas de alambre, a todo pues, en fin. Tiene que convertirse en un hombre y lo mejor para eso, vuelvo y te repito, es que se embraguete con los peones y coja conciencia de lo que es la vida del llanero.

Auristela empalideció.

—Pero eso es muy peligroso, Juan Bautista. ¿Y si lo muerde una víbora? ¿Y si se ahoga en un caño? ¿Y si se llega a caer en un río y se lo comen los caribes, o un caimán, como le pasó a mi hermano Pablo?

—A Pablo le sucedió eso por quedarse dormido debajo de un moriche con cinco botellas de caña clara entre pecho y espalda. Pero, ¡olvídate de esas necedades, chica! Ese muchacho tiene sangre de Livorini y de Fragachán en las venas y, como dicen en el llano y perdóname lo vulgar, «hijo’e mono no pela bejuco». Te garantizo que se va a integrar a la vida llanera como si hubiera nacido allí y nunca hubiera venido a Caracas. Aparte de que yo voy a estar cerca de él, rondándolo y vigilándolo, y si se descontrola lo hago encaminar otra vez, así sea arreándole unos buenos cogotazos.

—Te lo llevas con la intención de maltratarlo. ¡Tú lo odias! ¡No lo quieres porque es tu hijo!

—No, chica, ¿cómo se te ocurre decir eso?

—Lo que quieres es arrebatármelo para terminar de malograr mi vida.

—Pero bueno, Auristela, ¿tú estás loca?

—¿Tú crees que yo no sé que te casaste conmigo solamente para complacer a tu papá? ¡Tú nunca has estado enamorado de mí! Pues, sí, lo sé. Me has sometido a esta existencia de abandono y de sufrimiento, por vivir esperando a que regreses de tus rochelas y de tus degeneraciones con esas mujeres de la vida. ¿Tú crees que no me doy cuenta de cómo se burla todo el mundo de mí, aquí en El Paraíso y en el Country Club? ¿De qué me sirve vivir en esta casa lujosa, en este sitio que todavía es el mejor de toda Caracas, si no cuento con un marido respetable, que nos represente en todo momento a mí y a mi hijo?

—¿Qué más respetable me quieres, mujer? Si hasta el propio Isaías Medina me busca y me pide de favor que le acepte la presidencia del Estado.

Auristela, al borde de la histeria:

—¡Eres un canalla y un cínico! ¡Lo que quieres es quitarme a mi hijo, como venganza contra tu padre por haberte hecho casar conmigo!

Juan Bautista, con displicencia:

—La verdad es que, por casarme, lo hubiera hecho con cualquiera. Hasta con la negra Filomena que, por lo menos, era más hembra que tú. Siempre me pareciste un trozo de hielo.

Auristela, lacerada en lo más vivo y avalanzándose para clavarle las uñas:

—¡Miserable! ¡Ruin! ¡Desgraciado!

Juan Bautista, propinándole una sonora cachetada y arrojándola al lecho donde tantas noches solitarias había pasado:

—¡Mujercita idiota!

José Gregorio presenció todo con lividez trémula. Quería irrumpir en la habitación y golpear y patear a Juan Bautista con saña. Mas un miedo glandular le inmovilizaba las piernas. Decidió escabullirse. Descendió por la enredadera. Intentaba evadir un ventanal lateral, con pretensiones de saltar el paredón del patio trasero cuando un vozarrón lo detuvo.

—¡José Gregorio!

El pavor lo frenó en seco.

—¡Venga para acá!

No supo qué sería, pero algo lo impulsó a obedecer.

—¡Vaya a su cuarto y acomode toda su ropa que nos vamos ya! ¡Arcadio! —Juan Bautista llamó a uno de los sirvientes—: ¡Ayude al joven a preparar su equipaje!

José Gregorio, sus tripas reverberando y con un asomo de rebeldía:

—¡Yo no voy con usted a ninguna parte! ¡Me quedo con mi mamá!

Por segunda vez en la noche, un bofetón afincado de Juan Bautista Livorini vino a componer la situación. La hombría repentina de José Gregorio se diluyó en jipeos de niño.

—¡En diez minutos te quiero listo y arreglado!

Juan Bautista lo dejó en manos de los mayordomos de las haciendas, con el encargo de que le enseñaran todas las destrezas y artes del llanero. Como si hubiera estado instruido sin saberlo, José Gregorio Livorini se sintió, al poco tiempo, en su ambiente natural. Aprendió a manear toros; a cabalgar días y noches sin apearse en interminables vaquerías; a vadear ríos crecidos, infestados de rayas, caribes y tembladores; a reconocer al voleo cada una de las reses de la madrina; a enlazar váquiros y fabricar sogas de pita con cuchillos caseros; a amolarle las espuelas a los gallos con navajitas cacha blanca importadas de China; y a desflorar, con su espolón contumaz, a las hijas de los peones que comenzaban a despuntar como hembras cimarronas de la sabana.

De vez en cuando y con regularidad, debía presentarse ante Juan Bautista en la Casa de Gobierno en la capital del Estado. Allí escuchó, con semblante inmutable, la noticia infausta de que Auristela se había cortado las venas. Sólo sintió un rencor sesgado que supo sepultar debajo de un inventario de iniquidades por cobrar.

Mientras tanto, se dejó seducir por los ramalazos externos del poder. Le encantaba que los caquéxicos soldaditos del ejército nacional y los policías provincianos se le cuadrasen marcialmente. Llegó a pensar, incluso, en imponer esa fórmula de saludo en el ámbito de sus hatos. Le engendraba contento la cortesía edulcorada de los funcionarios, burócratas y cagatintas que pululaban por los pasillos del caserón colonial convertido en asiento del ejecutivo regional y en cuartel de apretujadas tropas. Era una coerción autoritaria que prosperaba a su paso, tutelándole una altivez empírea, un orgullo pisatario y una satisfacción de cunaguaro relamido.

Hasta que se topaba con Juan Bautista.

Un mezclote de odio, espanto, temor, admiración, desprecio y respeto ancestral lo entorpecía ante la presencia mandona e imponente de su padre, ubicado detrás de un macizo escritorio de cedro laqueado al resguardo de la mirada inescrutable de un Simón Bolívar colgado de la pared con la mano guarnecida bajo la floreada guerrera de general en jefe, y la calva grasienta y la faz regordeta y la sonrisilla remota de Isaías Medina Angarita con el pecho cruzado por la banda tricolor y las llaves del arca de la independencia. Juan Bautista Livorini era la personificación transfigurada de la autoridad irremediable e inevitable. Sus preguntas aguijoneaban cual dardos certeros y crispantes: ¿Había engordado el ganado? ¿Cuál era el promedio de arrobas por res? ¿Había comprado los aperos a buen precio? ¿Estaban despachando el queso y la leche según sus instrucciones? ¿Había mandado a recoger las sillas de montar encargadas a los talabarteros de Villa de Cura? ¿Había comprado ron y chimó para los peones? ¿Cuántas vacas parieron?

Después del interrogatorio llovía una catajarria de nuevas órdenes: mátame dos venados y sálame el pisillo porque quiero hacerle un obsequio a Isaías Medina (a él le encanta el pisillo de venado); ve a Caracas y cómprale a Sánchez y Cía. una planta eléctrica a gasoil de cinco kilovatios y le firmas la factura; de regreso te paras en Miguaque y me le dices a Alfredo Enrile Salom, muy discretamente, que tiene que ser más prudente con el garito porque hasta el obispo vino a quejarse y yo no quiero tener peos con los curas por un asunto de dados; cómprale a Máximo Alvarenga el gallo giro que me ofreció, pero no le des más de veinte pesos, y se lo entregas a «Chivo Careto» para que me lo ponga fino que lo pienso carear con un pataruco de tu tío Venancio Fragachán, a ver si es tan bravo como lo pintan.

Y fue a Caracas y estuvo en la arabesca mansión e intentó asir la imagen huidiza de una Auristela que desvariaba en predios inaprensibles y que le tomaba las manos y le balbucía incoherencias y la amaba y la odiaba y la adoraba y la aborrecía y ya al despedirse no sentía nada por ella porque estaba muerta más muerta que la misma muerte y estaba pintada de dejadez y desconsuelo espontáneo y cruel como solamente pueden ser crueles los depredadores cuando abandonan la madriguera y él había regresado para cauterizar lo poco que le quedaba de sentimentalismos de una infancia que no llegó a completarse como infancia y salió de allí desplazándose como un espía de otros mundos y él sintió que el niño José Gregorio que nunca fue un niño-niño sino un niño-chacal ese niño había muerto junto con Auristela ese niño nunca existió.

El lujoso Packard negro deglutía sediento la vastedad espesa de la carretera rectilínea, a semejanza de un caracol aferrado a bóvedas de humo. El velocímetro marcaba ciento veinte kilómetros por hora. José Gregorio dormitaba en el asiento trasero rememorando la farra de la noche anterior, la primera en su vida.

Por instrucciones de Juan Bautista, sus guardaespaldas lo habían llevado a la casa de citas de madame Fournier, para que se inaugurara en las exquisiteces del amor carnal. En realidad, no hubo que obligarlo. De entrada, eligió a una rubia alta de pálidas caderas y a una morena de boca melindrosa. Se encerró con ellas durante un par de horas para emerger sinuoso y prepotente, pagando más de la tarifa acordada como compensación por las magulladuras, moretones y arañazos con que dejó a las chicas. Luego de un par de güisquis subrepticios en el Hotel Majestic, decidió visitar otras botillerías. Los escoltas se encargaron de disuadir a quienes inquirían por la edad del mozo. Todavía era temprano en la calurosa noche de octubre.

De repente, el tráfico se atascó. La cola avanzaba con lentitud.

—¿Qué pasa? —interrogó.

Uno de los espalderos se apeó. En dos minutos tornó con la respuesta.

—Acaba de finalizar un mitin del partido Acción Democrática en el Nuevo Circo. La tranca se forma porque todo el mundo está cogiendo su transporte por esta calle. Al pasar tres cuadras la situación se compone.

—¿Y los adecos tienen tanta gente así? —preguntó desdeñoso.

—Son puros pelagatos —contestó el chofer.

—Una cuerda de alpargatudos —ripostó el otro escolta.

Ya al rebasar el punto descollante de la muchedumbre, no resistió la tentación de adolescente díscolo. Sacó la cabeza por la ventanilla y gritó a todo pulmón, con euforia de alcoholes:

—¡Adecos maricos! ¡Váyanse a comer mierda!

Sonreía, navegando la modorra, al recordar el incidente, con el viento candente del mediodía abofeteándolo intermitentemente.

Llegaron, por fin, a la capital del Estado. Hubiera querido ir primero a perderse en la fronda de una siesta opaca, seguida de un duchazo helado para mitigar el torturante calor de la «hora del burro». Pero las exigencias de Juan Bautista Livorini habían sido precisas y terminantes, como de costumbre: presentarse de inmediato en su despacho a rendirle cuentas, con minucioso interrogatorio donde ningún detalle sería omitido. Era, en fin, el careo entre el tigre viejo, malévolo y veterano, por un lado, y el tigrito avieso, indócil e impaciente por rapiñar a su estilo.

Los centinelas se cuadraron automáticamente a su paso. Empezaba a sentir el aguijón del hambre y unos retortijones cobrizos.

Juan Bautista se encontraba charlando con el doctor Ramírez Pérez, presidente de la Asamblea Legislativa, un hombrecito modoso que fumaba cigarrillos con boquilla.

—Pasa, José Gregorio, y te sientas por aquí —dijo Juan Bautista Livorini con voz reposada que, sin embargo, no lograba ocultar la inflexión imperiosa de quien estaba habituado a ser siempre obedecido.

—Caramba, José Gregorio, ¡pero si ya eres un hombre hecho y derecho! —alabó obsequioso el doctor Ramírez Pérez, exhalando volutas de humo por entre sus dientes manchados de tanto fumar cigarrillos con boquilla.

Los dos hombres retomaron su conversación.

—A mí me parece que el doctor Ángel Biaggini va a desempeñar muy buen papel desde la presidencia de la República —acotó el doctor Ramírez Pérez, con acento de caraqueño viejo, mordisqueando enjundiosamente la boquilla—, porque si el general Medina Angarita lo escogió para tan altos destinos sus buenas razones tendrá.

—Yo también creo lo mismo, Ramírez. Y hasta llego a pensar que fue un buen augurio que Diógenes Escalante se haya vuelto loco, así de repente —hizo un tris con los dedos Juan Bautista Livorini—. Esa reunidera que tenía con los adecos que tenía Escalante no me gustaba para nada, sobre todo por los compromisos descabellados que estaban tramando. A mí eso de elecciones y voto para todo el mundo no me convence ni un ápice.

—El problema no son los adecos, Juan Bautista. El problema es el ansia de retorno que tiene Eleazar López Contreras —el doctor Ramírez Pérez apretó los dientes contra la boquilla.

—Ya eso está resuelto con la designación de Biaggini para suceder al presidente Medina Angarita. El Congreso lo ratifica y se acaba el embrollo.

—Por ahí me llegó la bola de una supuesta conspiración de López Contreras —la boquilla del doctor Ramírez Pérez brillaba con la viscosidad de la baba con que la chupaba.

—Puras habladurías, Ramírez. El general López no tiene nada que buscar en esto. Su tiempo ya pasó. Además, pienso que los yanquis no permitirían, ni de casualidad, que este país se les embochinchara. Nuestro petróleo sigue siendo valiosísimo para ellos. Y ahora más que nunca, ya que se acaban de echar encima ese montón de escombros que llaman Europa, además del Japón, después de los dos bombazos atómicos con que los obligaron a rendirse. Cualquiera con tres dedos de frente sabe que si la situación se torna confusa en Venezuela, los musiúes despachan una escuadra naval completa para acá y todo el mundo a coger carril, como lo han hecho en República Dominicana y Nicaragua. Y es que el petróleo vale más que el oro.

Sonó un teléfono. Un secretario contestó.

—Es para usted, general Livorini. Del Ministerio del Interior. Dicen que es urgente.

Juan Bautista tomó el auricular. El doctor Ramírez Pérez, con la boquilla lubricada por el saliveo continuo, y José Gregorio percibieron su rostro al revestirse de gravedad y preocupación.

—¿Cuándo?... ¿Cuántos son?... ¿Dónde se encuentra el presidente Medina?... ¿Y el doctor Uslar Pietri?... ¿Qué se sabe de Maracay?... Correcto... De inmediato tomo las precauciones necesarias.

Colgó. Al doctor Ramírez Pérez le brillaba la frente y le castañeteaba la boquilla.

—Ha habido un alzamiento en Caracas. Varias guarniciones, al parecer, están comprometidas.

—Eso es obra de López Contreras, Juan Bautista, no te quepa duda —dijo el doctor Ramírez Pérez, lamiendo la boquilla.

—La situación está confusa. Voy a poner en alerta todas las tropas acantonadas en el Estado. Ramírez, váyase al cuartel «Ezequiel Zamora» y no deje solo ni un momento al general Mestre hasta que reciba instrucciones mías. Que todo el mundo esté preparado por si acaso se presenta otra novedad. ¿Entendido?

—Me pongo en camino enseguida —el doctor Ramírez Pérez salió del despacho con paso de pingüino, sorbeteando la boquilla.

José Gregorio vio a Juan Bautista prorrumpir en un ametrallamiento de órdenes a medida que convocaba a los subordinados.

—Toda la policía del Estado debe acuartelarse. Sin pérdida de tiempo. Vigile eso, coronel Simoza. Las tropas tienen que estar en disposición de combate, ipso facto. Verifíquelo, Fagúndez. La gente del PDV —éste era el partido conformado por los funcionarios del Gobierno medinista— debe aprestarse a tomar la calle, en caso de necesidad. Encárguese de eso, Diosocre.

Los teléfonos no cesaban de gimotear. Empezaban a llegar telegramas desde Caracas, Barquisimeto, San Cristóbal, Cumaná y varios puntos más. Pero de Maracay, la guarnición más importante del país, nada. Juan Bautista Livorini era una vorágine de instrucciones sin freno.

La confusión era total.

—¿No hay noticias del presidente Medina Angarita?

Gentes y más gentes entraban y salían del despacho con apresuramiento de celuloide.

—¿Qué se dice de López Contreras?

Un ring de teléfono particular. Un áulico informó a medida que escuchaba por el auricular.

—General Livorini, ¡qué vaina tan seria! El alzado no es el general López Contreras. Al parecer son los adecos, en complicidad con los mayores Carlos Delgado Chalbaud, Mario Vargas y Marcos Pérez Jiménez. Un momento... Pérez Jiménez fue apresado. Dicen que el presidente Medina les ofreció una rendición honrosa a los insurrectos y garantías a los jefes de Acción Democrática porque no quiere derramamiento de sangre. Hay tiroteos en el centro de Caracas, pero la situación está bajo control.

—¡Que arresten a todos los dirigentes de Acción Democrática en el Estado! ¡Ya! —tronó la voz de Juan Bautista Livorini y algunos uniformados salieron presurosos.

—Sin novedad de Maracay, general...

—El palacio de Miraflores no contesta, general. Las líneas parecieran cortadas...

—El Ministerio de Guerra tampoco contesta, general...

—¡Sigan intentando, carajo! ¡Prueben a ver con el telégrafo! —volvió a resonar la voz de Juan Bautista Livorini.

—Todas las tropas están acuarteladas y en disposición de combate, general.

Repentinamente, tiros y tableteos de ametralladora a lo lejos, primero en forma discontinua y, seguidamente, sin interrupción.

—¿Qué sucede? ¿Quién está disparando? —demandó Juan Bautista Livorini.

El mismo áulico, conturbado y a punto de desfogue:

—General Livorini, ¡qué vaina tan seria! Un comando adeco, con la colaboración de varios suboficiales y tenientes, se ha apoderado del cuartel «Ezequiel Zamora». Tienen al general Mestre y al doctor Ramírez Pérez como rehenes. Han enviado a un emisario, a quien acabo de apresar, con la amenaza de que, si no nos rendimos en quince minutos, van a atacar la Casa de Gobierno.

—¡Mándele a decir a esos cabrones que aquí no se rinde nadie! ¡Que repartan todo el parque disponible entre las tropas leales!

—General Livorini, ¡qué vaina tan seria! Casi toda la munición y el armamento fueron trasladados antier al cuartel «Ezequiel Zamora». Aquí de casualidad tenemos veinticuatro tiros para cada soldado.

—General Livorini, telegrama de Maracay: el cuartel «Páez» y los aviones de la fuerza aérea están en poder de los facciosos...

—Sin noticias todavía del paradero del presidente Medina Angarita, general...

—General Livorini, informan desde Caracas que el partido Acción Democrática está armando a su militancia para irrumpir en el palacio de Miraflores. La gente del Partido Comunista solicita fusiles para salir a defender al Gobierno.

—General Livorini, ¡qué vaina tan seria! Enviaron otro mensajero. Que nos entreguemos de inmediato y se respetará la integridad física de los ocupantes de la Casa de Gobierno.

—General Livorini, las tropas del cuartel «Ezequiel Zamora» más un grupo de civiles, creemos que adecos, están empezando a ocupar posiciones en los alrededores de la Casa de Gobierno.

—General Livorini, ¡qué vaina tan seria! ¡Los teléfonos no responden! ¡Nos incomunicaron esos perros!

El fuego arreció súbitamente. El áulico se zambulló de cabeza detrás de un sillón tapizado de tafetán turco. Los soldados y policías que custodiaban la Casa de Gobierno corrían de un lado para otro, en completo desconcierto, disparando sus viejos pistolones Colt de manera alocada. El estruendo era de año nuevo chino. Las órdenes perentorias de Juan Bautista Livorini se perdían en el estropicio de la batalla campal.

José Gregorio se adosó a uno de los grandes ventanales que daban hacia la plaza Bolívar cuando, de repente, un bulto rodó a sus pies. Un agente policial había encajado un tiro noble en medio de la frente. La sangre le manaba a borbotones salpicando al joven Livorini con coágulos amorfos. Los balazos silbaban por doquier como íncubos verriondos, agujereando el yeso del cielorraso y las paredes de argamasa, con esquirlas y terronazos atravesando la penumbra de la tarde desfalleciente.

Tomó el revólver del policía abatido y reptó por entre los crecientes escombros y los cadáveres.

Juan Bautista se había parapetado detrás de un quicio que daba hacia la entrada principal y descargaba ráfagas intermitentes casi a ciegas. Por encima de los tejados y las azoteas, los últimos soldados y policías leales agotaban sus postreros cartuchos. El cerco se apretaba cada vez más.

Juan Bautista notó la cercanía de su vástago.

—¡José Gregorio! ¡Tienes que salir de aquí cuanto antes! ¡Que no te capturen!

El joven Livorini continuó arrastrándose hacia donde estaba su padre. Juan Bautista disparó otro par de ráfagas más hasta que se le encasquilló la metralleta. La arrojó con furia a un lado y sacó un revólver.

—¡José Gregorio! ¿No me oíste? ¡Es preciso que te marches! ¡Escóndete en el monte hasta que la situación se aclare!

Ya se encontraba a menos de tres metros de su padre.

—¡Me pondré en contacto contigo, no te preocupes! ¡Estos adecos lambucios y los traidores que los acompañan no se saldrán con la suya permanentemente! ¡Yo veré si puedo escabullirme también, pero tendremos que hacerlo por separado!

Juan Bautista acabó de gastar la carga de su revólver. Buscaba otra arma entre los cadáveres amontonados cuando fue arrinconado por la mirada de mapanare y anaconda de José Gregorio, el talismán morbígeno en la cara de José Gregorio, la tensión expedita y colérica de José Gregorio echado en el piso tiznado de sangre, la mueca de humo en los ojos de José Gregorio, el arma empavonada en el garfio que era la mano de José Gregorio, la alucinación perpleja que dopaba el alma de José Gregorio, el paisaje atragantado de la negrura en el espíritu de José Gregorio.

Juan Bautista comprendió todo. Estaba a su merced.

—¡Termínalo de una vez, desgraciado! ¡Ahora!

Era una orden porosa, irrebatible, inescapable.

El disparo se extravió en la cacofonía fugaz y en el estruendo de las sombras prematuras y ficticias. Un hilillo escarlata afloró en la comisura de los labios de Juan Bautista Livorini. Sus ojos brillaron con escozor de alfabetos desconocidos.

La mapanare, que era un tigre, se arrastró por entre pisadas de fantasmas y conchas de añejas ciruelas.

18 de octubre de 1945.

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Fecha de publicaciónJunio 2002
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