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Gris de tiempo gris

M.E. & P.

Nicolás Soto
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Querido Wilson:

Perdona que no te haya escrito antes, pero desde que empezaron las vacaciones mi mamá no me ha querido dejar a solas prácticamente ni un segundo. Ya me tiene catalogada como la «rara avis» de la familia, y se la pasa todo el tiempo prodigándome admoniciones y reconvenciones, que si patatín que si patatán. Incluso me recrimina ácidamente cuando me abandono a mi irresistible hábito de lectura (ahorita estoy con Ifigenia de Teresa de La Parra y... ¡¡¡es maravilloso!!!... me identifico con ella en forma total). Mi mamá me tilda de soñadora, ilusa y tonta. A veces lo hace hasta con incuria, quizá porque no me parezco en nada a mis pobres hermanas: ellas se han plegado a la rutina convencional y me niegan un mínimo de comprensión. Sólo desean verme casada, preferiblemente con Alfredito Enrile ya que es un buen partido y su papá es el presidente vitalicio de la asociación de ganaderos de Santa Narda de Miguaque (¡uf!). Lo que ellas no saben (ni sabrán por un largo tiempo) es que un duendecillo inquieto ya me robó el corazón. ¡¡¡Tú!!!

Hablando de Alfredito, el viernes pasado lo vi en el matrimonio de su hermana Alejandra. Yo no quería ir; hubiera preferido una y mil veces quedarme en la casa, sola, conversando y jugando con las sombras, los fantasmas y los gnomos (ja ja ja ja [risas a discreción] me imagino tu adorada y ¡¡¡afilada!!! expresión cuando te hablo de mis... ¿inocentes caprichos?... pero si estoy loca es por tu culpa y por esta ausencia de ti que me va a llevar a un estado catatónico... bueno, se acabó la digresión, te sigo contando lo de la noche), pero mi mamá esa tarde andaba con la vena y me obligó a ponerme el horrible vestido ese que me confeccionó la señora Raquel (tú sabes, la mamá de Julia, que desde que enviudó se ha venido defendiendo con la máquina de coser... y que, de paso, no lo hace tan mal) ese horrible vestido, vuelvo y te repito, con esos armadores y esas ballenas y ese medio fondo que te encasquetan y quedas más tiesa que una vara de puyar locos (¡¡¡uf, qué vulgar soy!!!... pero tú me perdonas todo al igual que yo te perdono todo a ti... sigo otra vez). ¿Es que acaso no saben que Coco Chanel liberó a las mujeres hace mucho tiempo de esas armaduras paralizantes y asfixiantes? ¡Ah!, cómo me gustaría ataviarme del mismo modo en que seguramente lo hizo Teresa de La Parra (estoy coleccionando fotografías y todo lo que encuentre por allí acerca de ella... así que ya sabes, lo que consigas me lo guardas), con esos lánguidos y etéreos «tailleurs», de una sola pieza, donde una pueda sentirse a sus anchas, respirar, ser libre, en fin. Me obligaron, también, a ir a la peluquería a hacerme uno de esos horribles peinados de tupé que pareciera que cargaras un edificio en equilibrio sobre la cabeza. Pero es la moda, caray. ¿Por qué no puedo llevar el cabello suelto, lacio, cayéndome sobre los hombros, ondulante al soplo del viento? ¡Ah!, pero eso no, hay que obedecer el imperio de la moda y la moda es andar rígida, estirada y tiesa, como un escobillón de limpiar techos. Según María Esperanza, eso te confiere porte de reina, señorío, tronío, garbo y elegancia. ¡¡¡Uf!!! y ¡¡¡uf!!!

Total, que sintiéndome así como almidonada, me llevaron hasta la iglesia, donde me ubicaron en el cortejo de las damas de honor, todas ellas vestidas igualito que yo (si te pones a detallarlo con precisión, más bien parecíamos una comparsa de burriquitas... Te garantizo que si el profesor Arístides Mazatlán, en vez de la marcha nupcial, se hubiera lanzado con, qué sé yo, «La múcura está en el suelo mamá y no puedo con ella», nos hubiéramos puesto a bailar con mucho atrevimiento... Eso es lo que parecíamos las damiselas de la cuadrilla: ¡¡¡unas burriquitas!!!), uniformadas de pies a cabeza y... ¡¡¡hasta con el mismo peinado!!! Imagínate eso, mi queridísimo y adoradísimo flacuchento, salir del uniforme del colegio de las monjas para morir con uniforme de damisela de honor en matrimonios ajenos. Y, después de eso, aguantar todo aquel aparataje y aquel engorroso ceremonial, sudando a chorros (¿cuándo inventarán las iglesias con aire acondicionado?... Sí, ya sé que soy una irreverente) y el padre Carrasco viéndome de una manera más rara (!), hecho un mar de obsequiosidad y adulancia con don Alfredo y mirando hacia donde estaba yo con una sonrisita de lo más estúpida. ¡¡¡Qué mal me cae ese cura!!! ¡Ah!, pero María Esperanza lo adora. Hasta lo llama su ángel guardián.

Luego de esa interminable hora de tormento, tipo Inquisición española, nos fuimos todos «encaravanados» hasta la casa de los Enrile, con Alfredito pegado detrás de mí como beata en procesión y calándome al mismo tiempo a Ana Verónica Antilano, enervadísima porque parece ser que vio a Rosita Bustamante y al «Chino» Rivera besándose detrás de un tapiado el día de la premiación en el colegio del padre Carrasco. Alfredito, a todas estas, queriéndome hablar pero sin poder lograrlo porque cada vez se ponía más y más gago. Con el calor, la tartamudez de Alfredito, las necedades de vieja retardataria de Ana Verónica y el beriberi que me producía el bendito vestido ese, me daban ganas de desnudarme y tirarme de cabeza en la tanquilla (los Enrile la llaman muy pomposamente la «piscina tipo alberca»). ¡¡¡Imagínate la que se hubiera armado!!! No te pongas celoso, flacuchento del alma, porque esto sólo te lo confieso a ti. Pero, ¿de verdad te imaginas el soponcio que le daría a mi mamá si me viese corriendo, en cueros, atravesando la recepción y lanzándome de clavado en la «piscina tipo alberca»? ¡¡¡Estas sandeces mías son culpa tuya, mi amor!!!

Te sigo contando, entonces. Resulta que a eso de las diez de la noche, cuando la fiesta estaba entrando en calor, con los novios saludando de mesa en mesa y los huevos de codorniz rodando de aquí a «acullá», Alfredito decidió declararme su amor. Sí, flaco, por el medio del cañón, con gaguera y todo. Se veía clarito que tenía las manos sudadas y le temblaban las rodillas, nerviosito como si lo fueran a operar sin anestesia. «Ca-ca-catira li-linda, tú-tú s-s-s-s-sabes que-que-que yo-yo-yo po-po-por ti-ti-ti si-si-si-si-siento a-a-a-achís (esto es invento mío) a-algo mu-muy g-g-g-grande, yo-yo-yo qui-quiero que-que-que se-se-se-se-se-seas mi-mi-mi no-no-no-no-novia», me dijo, perdiendo el aliento y poniéndose blanco como una vela de a locha. Como el calor me tenía sometida a un suplicio acogotante, le pedí que me buscara una Pepsi con bastante hielo picadito para que me diera tiempo de reflexionar (¡¡¡uf, qué de excusas!!!). Me vio como si lo hubiera tocado un rayo (metí la pata, ¿verdad?... He debido darle la respuesta de una sola vez... Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a estos ritos de declaraciones de amor y demás yerbas... Por lo menos entre nosotros nada de eso fue necesario... Desde que te vi supe que eras uno de esos genios ocultos en el cielo de las palabras y que pertenecías a la tristeza de mi pecho y al dolor de mi sangre... ¡¡¡Ay, flacuchento, cuántas cosas me pones a pensar!!!); total, como te venía contando, el pobre Alfredito salió a buscarme el refresco sin darme, tan siquiera, unos minutos para pensar la contestación a sus súplicas, para explicarle (sin herir sus sentimientos, lejos de mí tan nefanda intención) que no puedo ser su novia porque, simple y llanamente, estoy enamorada de un flaco triste y enjuto, a quien quiero porque es un gran majadero y representa la ilusión más portentosa de mi vida. Pero qué va, el atribulado enamorado inmediatamente estuvo de regreso, más veloz que un centellazo, y era tanta su turbación y tanto su azoramiento, que tropezó con una piedra en el camino y me chorreó la Pepsi encima perdiendo, el pobre, la poca serenidad que le quedaba. De ahí se levantó e intentó enmendar el daño limpiándome el vestido con las manos (no pienses mal..., Alfredito estaba tan conturbado que ni siquiera aprovechó el incidente para agarrarme o tocarme morbosamente... ¡¡¡Stop esos celos, flaco!!!). No se dio cuenta de que, al caer al suelo, las manos se le habían llenado de tierra y grama y terminó de «empichacarme» el uniforme de damisela de honor. María Esperanza, que estaba «pachangueando» desaforadamente como ya es habitual en ella pero sin despegarme los ojos de encima, dejó al parejo con quien bailaba (creo que era mi tío Medardo Enrile) y se vino corriendo hacia donde estábamos diciendo: «el vestido, cónfiro María Enriqueta, el vestido, te dije que tuvieras cuidado con el vestido, cónfiro María Enriqueta, haces las cosas a propósito para mortificarme, cónfiro María Enriqueta, mira cómo has estropeado ese vestido tan caro, cónfiro María Enriqueta», y Alfredito, a quien la pena y la vergüenza sumieron en un extraño influjo, queriendo reparar la metida de pata lo único que atinaba a exclamar era: «Fu-fu-fu-fu-fue mi-mi-mi-mi cu-cu-cu-culpa, ti-ti-ti-ti-tía, no-no-no-no la-la-la-la re-re-re-regañe, ti-ti-ti-ti-tía», y yo con una confusión entre si querer que me tragara la tierra (es que me dan ganas de morir cuando mi mamá me forma escenas delante de la gente) o dar rienda suelta a los deseos de reventarme de la risa que me acosaban. Decidí, a fin de cuentas, reírme a pleno pulmón porque, ¿qué más daba? La situación se prestaba para soltar unas cuantas carcajadas. Por supuesto, la mayoría de los presentes, empezando por María Esperanza, no comprendió mi actitud. Lo malo fue que después me dio mucho dolor de vientre (aparte de que ese día estaba roja... ¡¡¡Uf!!! ¡¡¡Cómo sufrimos las representantes del «sexo débil»!!!). Al pobre Alfredito la declaración como que le empavó la noche porque María Esperanza se puso bravísima, me tomó del brazo, agarró a mi papá que ya estaba empezando a entonarse, llamó a María Mercedes y a María Auxiliadora, con marido y todo, y nos arrastró de vuelta para la casa. Por supuesto, especialmente fúrica conmigo, que no la dejé bailar, que vamos a ser el hazmerreír del pueblo, que esa estúpida de Adriana de Antilano le había dicho «Ay, tan bonita tu hija, la reina del colegio, pero tan rara, no baila, no habla, no tiene novio, aun cuando todos los muchachos se mueren por ella», que por qué tengo que exponerla a esas vergüenzas, que si no sé cuál es el puesto que tengo que darme. Toda esa cantaleta la soporté hasta que me zambullí en la cama. Menos mal que estoy acostumbrada a quedarme en silencio porque si medio le contestas o le refutas algo es peor: se pega como si fuera un disco rayado. Ni que le dieran cuerda, pues.

Al día siguiente, nuevamente el martirio. La bendita verbena del colegio de las monjas (¿por qué no fuiste? Te juro que esperaba verte, así fuera por un ratico, escondiéndonos de la gente, ocultándonos en el montarascal... ¿Por qué no fuiste, flacuchento? Cónchale, vale). Tuve que disfrazarme de reina una vez más, con el otro vestido que me sofoca (¿te acuerdas del día en la iglesia?... Los dos sudábamos la gota gorda, tú con tu batola de monaguillo, yo con mi traje de muñeca de pacotilla... Cómo me gustaste cuando te me quedaste viendo, dando la impresión que hubieras estado esperándome toda la vida), Alfredito revoloteándome como un cigarrón y más servicial y cortés que nunca. Los otros muchachos fastidiándome con sus halagos repetitivos. Antes no les hacía caso porque parecían más bien graciosos. Pero ahora, como sé que te pertenezco, me aburre que me inviten a bailar el pasodoble «Si vas a Calatayud» y que me digan que soy bonita, que soy la flor más preciosa de los contornos. Hasta don Lorenzo Miranda Toledo me dedicó un poema que, si mal no recuerdo, empezaba así:

Tiembla la esfinge ante ti
doncella de mil amores,
y poso, cual colibrí,
a tus plantas, mis dolores
Eres núbil, graciosa, bella,
delirio de mil poetas:
esplendes como una estrella
oh, reina... María Enriqueta

¿Cómo te parece? No está nada mal para un señor de setenta y pico de años, mascando el agua y con fondo de arpa, cuatro y maracas (por cierto, me extrañó mucho no ver a David tocando con el conjunto).

A María Esperanza le gustó mucho el poemita, tanto así que don Loro le prometió que le iba a regalar una copia caligrafiada en genuino pergamino y debidamente enmarcado. Mi mamá piensa colocarlo, cuando lo tenga en su posesión, junto con los otros cuadros de la sala. O sea que tendremos decoración de octosílabos hidrópicos al lado de las garzas pensativas y las corocoras congeladas del recibo (¡¡¡¡¡¡¡Uuuuuuuuffff!!!!!!!).

Luego de la declamación, María Esperanza cogió un pegoste con Renato, el director de «Los Melódicos» (orquesta que amenizaba el asuntico) trayéndolo y llevándolo para todas partes, preguntándole que por qué se fue Emilita Dago que cantaba tan sabroso «Qué gente averiguá» y Adriana de Antilano y Jackeline de Moros insistiéndole para que se quedara con la banda tocando un ratico más y por qué no tiene un programa en la televisión como «Esta noche Billo» y si será verdad que los artistas se dopan porque mírales los bolsones que se les forman debajo de los ojos y si es cierto que Leoni se mete unas peas increíbles cuando se queda solo en Miraflores y qué habrá de auténtico en la bola que está corriendo de que Rock Hudson no es hombre macho de pelo en pecho y ¡¡¡tan bello él, muérete!!! pero no puede ser eso lo dicen los envidiosos que no pueden compararse con un tipo tan atractivo y si será verdad bla-bla-bla-blá hasta el infinito.

Hasta que llegó José Gregorio Livorini, rascado y con la vista vidriosa, y todo el mundo supo de inmediato que la «kermesse» (bonita la franchutada, ¿no?) iba a llegar a su fin de inmediato, porque de que venía a buscar pleito, olvídate. Tuvo un conato de altercado con dos de los músicos, pero la cosa no pasó a mayores. Cuando iba a sacar el revólver, llegó el padre Carrasco y se lo llevó aparte un rato, para apaciguarlo. Como a la media hora, en pleno set, se atravesaba en medio de la pista de baile, dando empujones y pisotones, hasta que divisó a la señora Elena (la mamá de Sojito) bailando con un señor que creo que es de Tenapa y pretendió apartarlos como si fuera un marido celoso. El señor de Tenapa (todavía no sé su nombre) le contestó algo así como que no molestara, que se fuera a otra parte y de repente, así como en las películas, José Gregorio Livorini le soltó un pescozón y el señor de Tenapa cayó largo a largo echando sangre por la boca y la nariz como un rociador de jardín. Ahí se armó la sampablera: una gente de Tenapa que estaba cerca le brincó encima a Livorini a puñetazos y patadas y éste se defendía, a pesar de la borrachera, con la ayuda de varios de los suyos que vinieron a meter mano contra los tenapeños. Empezaron a tirar vasos y botellas de todos lados. La señora Elena gritaba desaforada: «¡No lo maten, no lo maten!»; no sé a quién se refería, si al señor de Tenapa o a José Gregorio Livorini. En eso, se fue la luz y, como era algo pasadas de las siete, quedamos completamente a oscuras. Lo único que se oían eran los golpes y alguno que otro quejido, hasta que se escuchó una voz ronca: «¡Yo soy José Gregorio Livorini, carajo, y soy más arrecho que todos ustedes juntos!», y yo pensé: «Ahora sí es verdad que va a arder Troya». En eso el padre Carrasco gritó: «¡José Gregorio, chico, te vas a desgraciar la vida! ¡Ya basta, vale, ya basta!», y el coronel Ferrer también alzaba la voz pidiendo calma, y don Alfredo Enrile Salom y todos los señores intervinieron para enfriar los ánimos exaltados. Fue ahí cuando me tomaron del brazo (¿quién iba a ser sino la infaltable María Esperanza?), me montaron en la camioneta nueva de Efraín Alvarenga y me trajeron en volandillas para la casa, de la cual no he salido desde entonces. María Esperanza quiere que me vaya con ella, María Mercedes y María Auxiliadora (y el avispado del marido de esta última) para Margarita por quince días. Como sé que me voy a ver en la disyuntiva de obedecer sin derecho a réplica (¡¡¡uf!!!), no te podré volver a ver hasta mi regreso, cosa que no me causa ninguna gracia.

Te mando ésta (qué larga me quedó, ¿verdad?, pero es que quiero que sepas todo, absolutamente TODO lo que me ha pasado en estos últimos días en que no hemos podido estar juntos) con Julia. Ella viene a visitarme todas las tardes y sabe lo que hay entre tú y yo. Puedes escribirme con toda confianza que Julia me hará llegar tu carta. No me llames por teléfono. Primero, porque estos benditos aparatos de manilla no son confiables, todos los empleados que tiene mi tío Medardo Enrile trabajando ahí son chismosísimos (mi papá comentaba esta mañana que ¡por fin! el mes que viene empiezan a instalar los teléfonos de discado). Y segundo, porque después María Esperanza me acribilla a preguntas. No te pongas bravo, mi flacuchento bello, pero debemos esperar un poco para poder vernos como sé que lo deseas y como sabes que lo deseo.

Me voy ahora a buscar tu sombra y tu huella de duendecillo inquieto en el silencio de mi casa de muñecas, en los terrenos perplejos de mi nostalgia por ti y en las cenizas de la tarde. Recuerda siempre que mi alma permaneció ciega hasta que abrevó en la plenitud de tu leyenda y de tu nombre. En todo momento estoy pensándote y me moriría de mengua si llegase a saber que tú no haces igual. Quiero saber de ti, pero que sea rápido rápido rápido.

De verdad que te quiero, flaco...

María Enriqueta

Catira, mi cielo:

Todavía me tiemblan las manos, casi no puedo agarrar el maldito lápiz con firmeza. Es la emoción que sentí cuando Julia me entregó tu carta. Ya estaba desesperándome por no saber nada de ti, por no poderte ver, aunque, en parte, la culpa es mía, pues he estado dedicándome a varias cosas al mismo tiempo y, como ahora no hay clases, no existe la maravillosa excusa para ir a tu encuentro. A veces paso por delante de tu casa y se me hace la idea de que es una inexpugnable fortaleza, guarnecida por ogros funerarios y dragones de cartulina dispuestos a devorar a cualquier desventurado que ose asomarse, intentando contemplar la belleza extática de cierta doncellita de cabellos dorados, de naricita altiva, de ojos de mar extravagante y de boquita de dulce de leche. Me erizo todo cuando trato de reconstruirte en la memoria, el corazón me quiere atravesar las costillas y el diafragma. ¿Cómo se te ocurre pensar, pero ni de casualidad, que puede pasar un minuto, un segundo, un nanosegundo sin que me acuerde de ti? Primero moriría porque tú eres mi oxígeno, mi alimento y mi bastimento vital. En estos días que no te he visto, palabra de honor, me he sentido así como un desahuciado. Te necesito, te quiero y te deseo. Soy capaz de introducirme en esa mazmorra tan sólo para contemplar tu inocencia cuando estés dormida, como un ladrón en la noche.

No fui a la verbena del colegio de las monjas porque he estado dedicado con David en el proyecto del cual te hablé. Sí, mi cielo, ya estamos en vías de organizar el conjunto de música moderna. El entusiasmo entre nosotros es verdaderamente grande. David le vendió el arpa al «Negro» Melo y se compró una guitarra eléctrica, una Fender Telecaster de segunda mano, pero en buenas condiciones. Yo voy a tocar el bajo eléctrico y ya estoy recibiendo clases de Pantaleón Gonzaga, el bajista del profesor Arístides Mazatlán en el Combo «La Sensación», quien me dice que voy por buen camino. Al parecer, quieren que nos presentemos en una fiesta que está propiciando José Miguel Moros para dentro de tres semanas. Si se da, bueno, Pantaleón estará tocando por mí, mientras llego a dominar el instrumento. Por cierto que le compré al Panta un bajo marca Maya, no utilizado por él, el cual pienso sonar con una planta vieja Conard que tiene el viejo mío en la casa y que nunca usa. El baterista va a ser «el Bolondrio» Guillermo Awad, tú lo conoces, porque ya tiene experiencia tocando el redoblante en la banda marcial del liceo. El problema con él es que se acaba de graduar de bachiller y piensa irse estudiar medicina a Mérida, por lo cual le encomendamos que, en el tiempo que le queda disponible en Miguaque, se ponga a enseñarle a Sojito los secretos y virtuosidades para que se convierta en un émulo de Ringo (el de Los Beatles). El «Enano Siniestro» (se encabrona cuando lo llamo así) está tan entusiasmado que, en los ensayos, no espera a que «el Bolondrio» se termine de parar de los tambores para montárseles encima con unos palos de gancho de ropa de tintorería. Es tan frenético que nos incita a todos a huir, como alma que lleva el diablo.

David, mientras tanto, se ha erigido, no podía ser de otra manera, en el jefe de la partida. Apenas agarró la guitarra eléctrica con su amplificador marca Teisco (creo que lo consiguió en Caracas el muy bandido) y ya estaba tocando las canciones de Los Supersónicos (a «Jambalaya» le da fenómeno), Los Dangers, Los Impala y de un grupo nuevo que suena muy bien llamado Los Darts (están saliendo en «El Club del Clan»). Ya se sabe como quince piezas de Los Beatles, y me trajo hoy dos discos de otros ingleses, Los Rolling Stones (creo que traduce algo así como Los Picapiedras), a quienes vi el otro domingo en «Shindig» y me gustaron bastante. También ha conseguido discos de Los 5 de Dave Clark, Los Herman’s Hermits (¿lo estaré escribiendo bien?), Los Animales (estos son los que tocan «La Casa del Sol Naciente», que tanto te gusta), Brian Poole & The Tremeloes y Los Beach Boys, que son los reyes del surfing como buenos chicos playeros de California. No sé qué estará pasando, pero la música moderna, o música pop que es como la llaman los entendidos, cada día se pone más interesante y excitante. Te confieso que si me hubieran dicho hace uno o dos años que hoy en día estaría sumergido en el impactante sonido de las guitarras y las armónicas, pues sencillamente no lo habría creído. Tanto es así que estoy muy ilusionado con el conjunto. Por cierto, estamos buscándole nombre y te voy a mencionar a continuación algunos que hemos concebido (las sugerencias son bienvenidas):

Los Chicos del Show
The Killer’s Surf
Los Grillos (o Los Grillos de La Noche)
Los Gatos Callejeros
El Espermatozoide Masoquista y La Cofradía del Moco Cuestionado (éste, como lo adivinarás, es producto de la calenturienta imaginación de nuestro amigo Sojito)
Las Cajas de Fósforos (nos prendemos rápido)
Los Destartalados (¡tremendas fachas!)
Los Perros Hambrientos y Las Ávidas Pulgas (este también es de Sojito)
Los Pocopelo (hay que dejarlo crecer)
Los Desafinados (imagínate los ensayos)
Los Locos del Ritmo (¡qué original!)
Los Onanistas Solitarios (otro de tú sabes quién)
The Miguaque Boys
Los Prostitutos Mercenarios (Sojito otra vez)
The Hot Bloomers Organisation (invento mío)
The Tabajara Indians Yeah Yeah (sublime, sublime)
Clark Kent y sus Kriptonitos (¡súper!)
Los Meteoritos Salados
Los Piromaníacos Aberrados (Sojito: ¡¡uf!!)
Los Monos Peludos (o Los Nietos de King Kong)
Los Pelos Públicos (Sojito, de nuevo)
Grupo «A Red Chair» (La Arrechera Loca)
Las Luces Rojas Mensuales
Grupo «Orquería»

Y, en fin, te podrás imaginar, la lista pica y se extiende. ¿Cómo te parecen? Danos una sugerencia, catira preciosa, que tú eres una chica verdaderamente inteligente y a lo mejor nos haces dar en el clavo.

Necesitamos, además, un cantante, cuestión de vida o muerte. A David le gusta la voz de Pablito Awad, el hermano de Guillermo. Ayer lo estuvo probando con varias canciones y, para serte sincero, el turquito le puso tanto corazón a la cosa que hasta las venas de la frente se le hincharon. De verdad que cantó chévere. También estuvo el musiú Giancarlo, con un entusiasmo ruidoso y apabullante, asegurando que se iba a comprar una guitarra y una planta porque él no se va a quedar atrás. Creo que cuando arranquemos definitivamente vamos a tener que quitarnos la gente de encima a sombrerazos. Con tal de que no nos coman vivos las chicas todo estará bien, sobre todo para ti (¡hablando de celos!).

Los dedos me duelen y me arden. Me parece que, en cualquier momento, se me van a poner inflamables. Le he estado dando duro al bendito instrumento ese, cuyas cuerdas parecen unos colgaderos de chinchorro y, por lo tanto, hay que tener más fuerza y más pulso para empuñarlo. Pantaleón me pone a practicar las escalas al revés y al derecho, una y otra vez interminablemente, repitiéndome la cosa como una letanía. Tanto es así que, de noche cuando me acuesto, sueño que apareces ante mí con tu traje de reina, una corona de perlas y esmeraldas en tu adorable y preciosa cabecita, tus piececitos en zapatillas de cristal con incrustaciones de diamantes, envuelta en una nube dorada que pareciera salir del resplandor maravilloso de tu pelo. Me desgarro en llantos vertiginosos porque pienso que el inmenso amor que siento por ti, el cual sólo puede ser medido en trillones de años luz, no será correspondido. Me arrodillo para solicitar tu clemencia y tu piedad, como si fueras la virgen más virgen entre todas las vírgenes. Te acercas a mí majestuosamente, aferrada a un maravilloso y rico cetro engastado por todas las piedras deslumbrantes de este mundo. De repente, me hablas con la voz de Panta, imperiosamente: «¡Vamos, otra vez! Escala de Do Mayor. Cuatro por cuatro. Corcheas y semifusas. Puntillo y ligadura. Dame un Si bemol agudo. ¡Así no, imberbe! Repítelo. De nuevo. Vamos, vamos, vamos.» Y los dedos me sangran, la cabeza me va a reventar cuando, de pronto, noto que me das la espalda y empiezas a desvestirte. Te volteas lentamente y, en lugar de presenciar mi más recóndita obsesión y mi más obscuro deseo, te veo desnuda por completo pero, a la vez, con un ropaje refulgente e intimidador cubriendo tu cuerpo (¡contradicción!), un ropaje que, de golpe, se me parece más y más a la sotana del padre Carrasco. Me hablas con su voz y me recriminas: «¡No te quedes dormido, infeliz, que hay que atender a Su Ilustrísima para que se lleve una buena impresión de Miguaque!» En eso, te arrojas en mis brazos. Yo retrocedo, pero hay un muro de ladrillos ardientes que separa esta vida del rechinar de dientes de la Gehenna, del invisible infierno de los pecadores irredentos. Me doy cuenta de que eres tú, reina de las rosas del horizonte, vestida como una demoiselle de los años veinte, Teresa de La Parra rediviva y sensual. Te reclamo. Te llamo sin decir tu nombre, te tomo en mis brazos, te estrecho contra mí y, cuando intento besarte en esos labios de mi locura, te has transformado en María Esperanza disfrazada de Doña Bárbara, de María Félix, con la piel estiradísima y me despierto temblando como un pollito huérfano, llorando como un triponcito cualquiera. Ja ja ja ja (risas grabadas). ¡Qué riñones tengo yo, mi catira celestial! (hablando de locuras).

¡Qué vacía me parece la vida cuando estoy, como en este momento, excluido del aroma de tu voz! Pero me reconforto al recordar que me amas y me necesitas al igual que yo te amo y te necesito. Ojalá te diviertas en Margarita y la pases muy bien aunque vayas, de hecho, como una prisionera.

No olvides que te estoy esperando fervientemente. Me vas a hacer una falta superlativa. Chao, catira de mi alma.

Tu flacuchento,                       
Wilson (a) Pedrarias
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Copyright ©Nicolás Soto, 1997
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Fecha de publicaciónMarzo 2002
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