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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo XVI

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Andrés Urrutia
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Ni cuando por primera vez oí de boca de Andrés esta historia, ni cuando logré hacerme de los documentos, supo aquél referirme cómo había concluido la misma. En ambas ocasiones sólo atinó a decirme que su padre siempre había guardado un incomprensible mutismo sobre el destino de estos seres, tan incomprensible, agregó, como mi perseverante interés por la misma luego de aquella conversación en el lóbrego fondo de su casa.

Le volví a insistir días antes de terminar mi manuscrito: sabemos cómo terminaron Vacher o Grenuille; y él me replicó que sí, pero que no menos verdad era que en realidad no sabíamos a ciencia cierta el final de Jack, el destripador inglés.

Leyó cuidadosamente la crónica y se preocupó de si los padres de Mara se reconocerían, si recordarían el episodio de la cena, cómo se sentirían ante la farsa a que fueron sometidos y me alertó sobre su posible reacción. Me sugirió entonces eliminar esos capítulos. Le dije que se despreocupara de ello. El padre había muerto a los seis meses de nuestro fugaz encuentro y ni su madre ni su hermana querrían sentirse o verse involucradas en esta historia. Seguramente continuarían con su vida en el pueblo y muy probablemente ninguno de mis informantes recordaría mi presencia. Por otra parte nunca pude saber el verdadero destino de Mara, por lo que mal podría llegar a perturbarla, llegar a poner en riesgo su felicidad o su desgracia. A veces pienso incluso que a ella no le desagradaría verse expuesta en estas páginas, cual si estuviera siendo exhibida desnuda en una pecera de cristal. Porque he llegado a comprender que existía un estrecho lazo entre la perversidad de Mara y el exhibicionismo. Su exhibicionismo era profundo, estaba hondamente arraigado y lo vivía como una manera no de obtener placer por él mismo sino como un camino a la humillación. Sólo a las cosas, a los esclavos, se los exhibe, de la misma manera que se exhiben los objetos en venta. Por ello considero sus cartas un notable ejercicio de exposición.

Todo eso palidecía sin embargo ante lo que puedo calificar como mi gran frustración, que no es otra cosa que no haber podido hallarle un final a mi historia. Traté de apegarme lo más fielmente posible a la verdad, pero siempre choqué con un muro imposible de trasponer cuando quise hurgar acerca del destino de mis personajes. Sé por lo menos que el caso no llegó nunca a los tribunales de justicia pues tamaña historia, como novedosa forma de matar, hubiera ciertamente trascendido. Como aquéllos son hoy en día el paso obligado para ir a parar a la cárcel, puedo afirmar que Hernán no denunció a Mara pese a tener en sus manos una confesión escrita de su puño y letra. No puedo saber por qué no lo hizo. Pudo haber sido el amor o la vergüenza, la pena o el temor a su propia soledad. Porque ¿qué le quedaría a él luego de ejecutar semejante acto? Creo sin temor a equivocarme que en su caso una supuesta sed vindicativa debió de tener infinitamente menor peso que su temor a una vida aislada y desgraciada.

Pensé que tal vez pudieron enloquecer. Pero los muros de los manicomios son siempre impenetrables. Éstos son como agujeros negros esparcidos en las ciudades o el campo sobre los cuales sólo tenemos conjeturas. ¿Cómo hurgar en ellos para saber si a alguno fueron a dar Hernán o Mara? Mis múltiples ocupaciones me impedirían una búsqueda real y por otra parte si me detengo a reflexionar sobre ello veo prontamente que no tendría mayor sentido. Porque ¿qué haría en el caso de confirmar que uno de ellos, o ambos, por las razones que fuesen, perdieron la cordura necesaria para seguir en sociedad y están fuera del espacio y del tiempo dentro de alguno de esos agujeros negros? Quizás sólo tendría el efecto de decepcionarme. Porque prefiero imaginarme otra cosa. Ni siquiera deseo pensar en que por alguna extraña razón de los cuerpos el contagio pudo no haberse producido, ya que ello dejaría a Mara sumida en una patética soledad y con una única salida por delante. La abrupta desaparición de ambos de su pueblo y el misterio que rodea el destino de esos seres, que no he logrado penetrar, me impulsan a descartar esa posibilidad. Si Mara no hubiera logrado su propósito, muy seguramente Hernán y Julia hubieran continuado con su vida normal.

Prefiero pensar que están viviendo en alguna casa aislada del mundo, una especie de chacra en un lugar apartado, quizá en otro país. ¿Por qué no Sudáfrica? Ese nombre evoca en nosotros una misteriosa fascinación, asociada a lo lejano y a lo desconocido. Ir a Sudáfrica es como ir a China, uno puede olvidarse allí de su vida pasada y empezar de vuelta. Ir a Sudáfrica o a la China es algo así como volver a nacer, es como quebrar el círculo del eterno retorno, salirse de él y comenzar nuevamente. Me figuro que desde esos lugares la vida pasada se mirará en plácida perspectiva. Que cuando uno se acostumbre a ellos llegará el momento en que se dudará acerca de si determinados acontecimientos en verdad ocurrieron o fueron producto de un sueño. Que los recuerdos aparecerán cada vez más borrosos, cada vez más perdidos en una nebulosa de tiempo y espacio. Ya los lugares y las fechas comienzan a desdibujarse y los rostros se desfiguran. Sí, ése debe de ser el efecto de mudarse a Sudáfrica o a China.

Me figuro también que es invierno y de noche. Pienso en una cabaña de madera solitaria en el campo y con una gran chimenea. Fuera de ella todo es soledad y silencio en el paisaje. Me acerco a su interior. Desde la ventana se ve un cielo con millares de estrellas y frente a ella, contemplándolas absorto, está Hernán. Se encuentra sentado en un cómodo sillón, abrigado con un suéter grueso y una bata. En el piso, y echada a sus pies, está Mara completamente desnuda.

FIN
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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónDiciembre 2001
Colección RSSNarrativas globales
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