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Fecundación fraudulenta

Episodio 54

Ricardo Ludovico Gulminelli
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—Olvídelo —dijo Rocío—, no pasa nada, ya estoy prácticamente recuperada. Quédese tranquilo, siga hablándome, cuénteme cómo es su vida ahora que es rico.

—Más complicada, usted es testigo de ello... Pero aunque tener fortuna me ha ocasionado muchos problemas, es justo reconocer que también me ha dado una gran seguridad. Me permitió despreocuparme de lo económico, tener más libertad para hacer lo que me gusta. Si no fuera millonario, créame, igualmente sería feliz. Ya hace muchos años que aprendí a limitar mi ambición, es la única fórmula razonable para alcanzar la felicidad.

—Es verdad, doctor Burán, y no solamente pasa eso en lo económico, sino también en lo profesional. Gastamos la mitad de la vida en cosas que, quizás, no son tan importantes.

—Me parece, doctora, que ambos sabemos bastante de eso... Para llegar a su nivel jurídico, imagino que se habrá sacrificado mucho, ¿a eso se refiere?

—Sí —dijo Rocío—, la verdad es que no sé si ha valido la pena. Tengo mis serias dudas...

—Olvídese de lo pasado, no se preocupe por ello. No se puede volver atrás. Seguro que si se esforzó fue porque sintió necesidad de hacerlo, valore sus obras, piense cómo se sentiría si no las hubiera realizado.

—No me consuele, estaba equivocada.

—Quién sabe, doctora, en ese momento respondió a sus inquietudes que, erróneas o no, las tuvo. Una mujer tan atractiva como usted pudo elegir un camino fácil. Pero no lo hizo, optó por superarse, por destacarse en un mundo competitivo, en el cual las mujeres son resistidas. Esto desde ningún punto de vista es estéril. Ante mis ojos, por lo menos, la dignifica como persona. El sentimiento de frustración es normal, no se aflija por eso. Un brillante jurista internacional, al llegar a los cincuenta y cinco años, me dijo una vez que su trabajo, en realidad, no servía para nada. Pero siguió publicando cosas... Estaba en una crisis vital similar a la suya, o en cierto modo a la mía. Si usted no hubiera luchado esforzada, tesoneramente, ahora sería otra mujer. No sé si más buena o más mala, pero sí distinta. Lo único trascendente es que no pierda la capacidad de sentir, de reír, de llorar, de dar amor. Eso sí me parece sustancial, el resentimiento, la insensibilidad, la rigidez mental, nos pueden convertir en moralistas esquematizados. Nada puede ser peor que ser uno de esos seres formales que no toleran errores ni defectos, simulan que la perfección existe... Son los resentidos que encasillan los afectos, los que se espantan ante el amor, rotulándolo, aprisionándolo en una maraña de rígidos principios. Puedo decir esto con autoridad, porque yo, casi fui uno de ellos. En una época, me molestaban las malas palabras, la mínima desviación de una conducta la juzgaba con facilidad.

—Jamás hubiera pensado que usted podía ser así...

—Yo mismo me sorprendo, doctora, estaba mal, desamparado afectivamente. Poco antes de los treinta años, comencé a descubrir la verdad, a comprender que mi educación me había idiotizado. El único consuelo que tengo es que hay otras personas que se mueren sin descubrirla.

—Tiene razón, doctor, creo que en mi caso debo preguntarme seriamente si no he descuidado demasiado aspectos que son fundamentales. Puedo asegurarle que estoy pensando mucho en ello.

—Me alegro —dijo sonriendo Burán—, le hará mucho bien. Siempre es bueno darse una ojeada por dentro, no lo hacemos con la frecuencia que sería recomendable. Fíjese que nuestro mundo interior, nos es muchas veces desconocido. Yo, le confieso, comencé muy tarde a formularme preguntas, a estudiar cada uno de mis impulsos, a serenarme, a gozar más el presente.

—¿Hace mucho que está separado?

—Bastante, más de siete años, pero con mucha anterioridad, mi matrimonio estaba destruido. Demoramos la separación, creímos que de ese modo beneficiábamos a mi hija Julieta. No estoy seguro de que hayamos obrado adecuadamente, pero ya está, lo hicimos así... En ese momento estábamos convencidos; por suerte mi relación con Julietita fue siempre muy buena, afectuosa.

—¿Sabe lo que pienso?, después de haber visto su admirable sentido de la paternidad, estoy segura de que usted no es un hombre propenso al divorcio. Debe de haber sufrido mucho, ¿no?

—Sí, fue un golpe duro, desgarrante, que provocó un cambio estructural en mi personalidad. Se me derrumbaron esquemas que suponía eran inalterables. Abandonar la vida conyugal, no estar bajo el mismo techo con mi hija, fue doloroso.

—¿Quedó resentido?

—¿Por mi separación?, no, doctora, de ninguna manera. Sólo al principio, pero luego el tiempo calmó mi ira, aprendí que somos esclavos de nuestros rencores, sus víctimas. Además, sin darme cuenta, fui dejando de ser protagonista para convertirme en espectador... Eso me dio la suficiente objetividad, como para reconocer mis errores, que los tuve. Viví de acuerdo a mis circunstancias, era bastante limitado, tenía adormecidos mis sentimientos. No quiero reprocharme cosas, deseo aprovechar mis desaciertos para no volver a cometerlos. En este momento, no tengo resentimientos de ningún tipo, no odio a nadie, he perdonado las afrentas, espero que también disculpen las mías... Y usted doctora, ¿nunca estuvo a punto de casarse?

—Sí —dijo ella—, una vez, hace diez años ya. Me faltaba solamente una semana, me arrepentí, me aterroricé.

—¿No quería a su novio?

—En ese momento tenía mis serias dudas. No sentía atracción, nuestra relación era demasiado equilibrada, sin alteraciones, sin fuego. Yo no era ninguna vampiresa, tampoco experimentada, pero en esa oportunidad me permití obrar impulsivamente. Rechacé la posibilidad del matrimonio de manera enfática, desesperada; literalmente podría decirse que estallé. No acepté ninguna opinión, ni me importaron los vínculos familiares que se afectaban. Se lo aseguro, doctor, haber tomado esa decisión es una de las pocas cosas que me enorgullecen. Obré puramente como una mujer, hablaron mis sentimientos, mi yo íntimo. Cuando a veces pienso en cómo habría sido mi vida con Hernán, tiemblo. Muy esporádicamente sueño que estoy casada con él, me despierto transpirando, agitada, con lágrimas en los ojos. Después de esa ocasión, no se me presentó otra, nunca más tuve una relación profunda, seria. Sólo algunos romances sin importancia...

—Conociéndola me parece mentira, no entiendo cómo una mujer tan hermosa e interesante como usted puede estar sola. ¿No será que usted busca la soledad?

Rocío se sonrojó, el elogio de Burán la halagaba profundamente. Dijo:

—Gracias por sus palabras, exageradas por cierto, en cuanto a que deseo la soledad. No creo que sea así. Lo que sucede es que me resulta difícil establecer sintonía con los hombres. Es como que no encuentro a la persona adecuada... Es posible que sea demasiado exigente, no es fácil hallar pareja para una mujer en mi situación. Noto que algunos hombres me tienen excesivo respeto; yo diría que me temen, que se sienten inferiores a mí, eso no lo soporto. Tampoco tolero que se sientan superiores cuando no lo son, que sean fatuos o machistas. Como ve, soy compleja, contradictoria. Lo único positivo que puedo decir es que estoy empeñada en cambiar. Dudo que a esta altura de mi vida pueda hacerlo.

—Nunca es demasiado tarde, Rocío —Roberto se sorprendió al darse cuenta de que había mencionado su nombre.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónFebrero 2001
Colección RSSNarrativas globales
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