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Fecundación fraudulenta

Episodio 52

Ricardo Ludovico Gulminelli
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—Sin embargo no me parece justo, doctor Bareilles, creo que hay que distinguir dos situaciones. Por una parte, la ilícita actuación de Juana Artigas y de Álvez, por la otra la absoluta inocencia del bebé...

Roberto se detuvo, estaba aturdido, angustiado, no podía expresarse con fluidez. Hizo un esfuerzo, y dijo:

—Discúlpenme por no haber tratado antes este tema. La verdad es que todo ha sido tan reciente que me ha desconcertado. He pensado mucho en mi situación, por más que en un principio lo intenté, he comprendido que no puedo desconocer al chico que, al fin y al cabo, pienso tendrá mi propia sangre. Mi conciencia me obliga a hacerme cargo de esa criatura. Me desconsuela pensar que tendrá por madre a una escoria, a una mujer malvada que no titubeó en comprometerlo para lucrar. Moralmente, mi obligación es proteger al niño. Cuando hablo de protección, me estoy refiriendo a la imperiosa necesidad de apartarlo de su madre, más allá de que se declare o no mi paternidad. Ser criado por una mujer amoral como Juana no será nada bueno para él; debo evitarlo.

—Pero, doctor —dijo Rocío algo emocionada—, no me malinterprete. Su actitud me parece loable, pero también algo contradictoria con la postura que deseaba adoptar. Tendría que tomar una decisión política al respecto, resolver qué resultado prefiere...

—Esperá querida —acotó Juan Carlos Bareilles—, esperá un poquito... Creo entender lo que desea nuestro colega; evidentemente lo ha decidido recién. Vamos a ver, vos Roberto, según manifestaras, preferís hacer un planteo de realidad, ¿no es así?

—Exactamente, doctor —afirmó Burán.

—Bien, muchacho, estoy de acuerdo, se puede... Lo que tenemos que hacer, es exteriorizar toda la verdad, antes que nada, realizar las pruebas biológicas, asegurarte de que sos realmente el padre. Si así fuera, primero le explicaríamos todo lo que sucedió al Juez, que fuiste estafado por Álvez y Artigas. A continuación, le indicaríamos que, pese a que no tendrías obligación legal, estás dispuesto a asumir todas las responsabilidades de la paternidad. Paralelamente, pondríamos énfasis en afirmar que no estás dispuesto a aceptar que ella conserve los derechos de madre. Más concretamente, intentaremos privarla de la patria potestad, ¿qué te parece?

—Bien —dijo Roberto—, me gusta, ¿pero cómo lo lograremos?

—Aquí volvemos al nudo de la cuestión, muchacho. Es lo que decía hace unos minutos Rocío, deberemos probar que obraron fraudulentamente. Sé que es casi imposible, pero no veo otra salida. Si no lográs este resultado, resignate a lo peor. Para consolarte, debes pensar que si Juana Artigas se queda con la tenencia del menor podrás fiscalizar que administre bien el dinero que le des al niño. También tendrás derecho a verlo, a exigir que sea bien educado.

Burán negó con un movimiento de su cabeza:

—Le agradezco que quiera aliviarme, doctor, pero usted sabe tan bien como yo que sería un desastre. En manos de esa bruja, el pequeño no tendrá un buen porvenir. Ella aplicaría su poco común inteligencia para que el chico me odiara, para que fuera tan materialista e insensible como ella. Sería muy doloroso contemplar la degradación de mi propio hijo.

—¿Su propio hijo? —preguntó conmovida Rocío Bareilles—, ¿lo tiene plenamente asumido?

Roberto se emocionó, sus ojos se humedecieron, repentinamente se llenaron de lágrimas.

—Perdón —dijo Burán—, estoy muy sensibilizado. Todo esto que me está pasando es demasiado cruel, me cuesta asimilarlo. ¡Sí, doctora!, debo decirlo... ¡Mi hijo!, ¿no lo será acaso? No puedo negar esta evidencia. Si así lo hiciera, a!a larga sería peor... Dejemos de lado la faz legal, estos últimos momentos de conversación, sirvieron para terminar de convencerme de que, humanamente, no podré enfrentar otra salida que la de reconocer al bebé. Eso sí, es vital que logre su tenencia, de otro modo, sería desgarrante para mí, no podría educarlo, ni darle el afecto que necesita. Comprendo que esta decisión es trascendente, que me compromete desde el inicio, pero siento que no podré tomar otra. El riesgo que asumo es muy grande, tiemblo de sólo pensar en lo que sucedería si se produjeran varias inseminaciones más. En ese caso, no sé lo que haría. Mi vida está estructuralmente afectada con un solo embarazo, ni quiero imaginar que sucedería, si hubiera otros. No estoy en condiciones de asumirlo. Si se diera esa situación, dejaría que ustedes me aconsejaran, yo no sé si estoy capacitado para resolverlo.

—Ya sabés mi opinión —manifestó el anciano jurista—: creo que difícilmente se arriesgaría Álvez a fecundar a otras mujeres, no es tan tonto. Tenemos que esforzarnos en juntar elementos que demuestren la conspiración, aunque sea indicios, algo que pueda convencer al juez. Una asunción por tu parte de las obligaciones derivadas de la paternidad, con una demanda paralela por privación de la patria potestad a la madre, no sería mal vista, porque deja a salvo el interés del menor. No olvidemos que lograr el apoyo de la asesoría de incapaces sería fundamental. Si la asesora advirtiera que vos no estás protegiendo un mero interés económico, sino exclusivamente el de tu hijo, podría convencerse también de que en realidad has sido tan sólo la víctima de un complot. Si pudiéramos persuadirla del fraude...

—Doctor —preguntó Roberto—, ¿usted piensa que la opinión de la asesora de menores puede ser trascendente?

—Por supuesto —dijo el viejo letrado—, no te quepa ninguna duda, el ministerio pupilar ejercerá una fuerte influencia en el proceso. No olvidemos que por ley, en todos los asuntos en los cuales se involucren intereses de menores, la intervención de la Asesoría es obligatoria. Por si fuera poco, desde 1985, si cuenta con autorización de la madre, hasta se le reconoce acción para promover la demanda filiatoria. Sinceramente, a nosotros jamás se nos ha presentado un problema semejante. No conocemos precedentes similares, pero yo te diría que si estás dispuesto a reconocer tu paternidad, la cuestión se simplifica. Ya no estaríamos preocupados por las consecuencias de la atribución del hijo de Juana Artigas, sino por la circunstancia de que sea criado por ella. Vos lo que deseás es tenerlo, educarlo, ¿correcto?

—A esta altura de los acontecimientos —dijo Roberto— debo aceptar que sí. Juro que recién ahora tomo conciencia de ello... Les pido disculpas a ambos, por no haber sido más claro respecto a este punto; comprendan que cuesta aceptar un hijo impuesto en base al engaño, al fraude.

Bareilles lo disculpó afectuosamente:

—Quedate tranquilo, te comprendemos y te respetamos por tu conducta, estás demostrando una generosidad que te enaltece.

—Y una estupidez que me distingue —agregó Burán con cierta vergüenza.

—Yo no me juzgaría tan severamente, doctor —le manifestó dulcemente Rocío—, lo que le pasó a usted era absolutamente imprevisible...

—Bien, Roberto —dijo Bareilles—, yo te sugiero que regreses a tu ciudad y te pongas en inmediata campaña para buscar cualquier información que pueda resultarte útil para desenmascarar a estos estafadores. Mandá emisarios, hablá con tus amigos, con la señorita, ¿cómo se llamaba?, Sandrelli, en fin, con cualquiera que pueda ayudarte. Si es necesario, no vaciles en invertir dinero, vale la pena. Necesitamos cambiar el esquema, tener elementos a nuestro favor. Estimado colega, pienso que sos un hombre de inteligencia, sagaz. Te aconsejo que uses toda tu materia gris para buscar puntos flojos en la ofensiva de la contraparte. Nosotros estaremos a tu disposición, y seguiremos acopiando material, antecedentes. Nos mantendremos en contacto por vía telefónica, o bien por fax. Debo irme, se me hace tarde, arreglá con Rocío todos los detalles de un próximo viaje a Mar del Plata... Vos sabés que todos los días hay varios vuelos directos. Ha sido un gusto, muchacho, espero que tengas suerte. Adiós...

Cuando se retiró el anciano jurista, se produjo un vacío de silencio entre la abogada y Burán, ninguno de los dos sabía que decir. Repentinamente se encontraban solos, aparentemente dos desconocidos. Sin embargo, Roberto se había visto obligado a desnudar su alma, sus temores, sus íntimas inquietudes y deseos, había llorado delante de esa mujer. Estas circunstancias conformaban un clima de intimidad que los vinculaba inevitablemente. Después de exhibir sus miserias, Roberto tenía deseos de explicarlo todo, sus ideas, sus afectos, era como si su confesión hubiera sido insuficiente y necesitara completarla. La hermosa rubia le gustaba, se sentía tentado de conocerla desde un ángulo estrictamente humano, aunque sabía que no le convenía involucrarla de ese modo. Roberto no ignoraba que la defensa de sus derechos debía hacerse con la mayor objetividad. Si ella se implicaba personalmente, sería casi imposible. No obstante, después de haber conocido a Alicia Sandrelli, experimentaba cierto placer en desafiar los dictados de su razón. Además, estaba dolorido, sensibilizado por los ingratos momentos que estaba viviendo, necesitaba un poco de aire puro, de comprensión. Considerando lo difícil que resultaba encontrar una mujer que lo hiciera sentir bien, que lo atrajera, decidió intentar, pese a todo, un acercamiento a la refinada Rocío Bareilles. Por su parte, ella estaba visiblemente enternecida por la actitud de Burán. Escuchar su alegato de amor, su acto de renunciamiento por ese chico que suponía era suyo, la había conmovido. Ese hombre pese a que había sido perjudicado por un fraude, engañado por Alicia, había sido capaz de luchar por el niño, privilegiando su inocencia. Esta forma de proceder reconciliaba a Rocío con el mundo; no todo era tan superficial ni tan egoísta como parecía. Roberto Burán, un hombre ya maduro, teóricamente marcado por los combates de la vida, respondía, no obstante, sentimentalmente, sin materialismo, dejando de lado el interés económico. Además, debía reconocerlo, Burán la atraía físicamente... Le gustaba su prestancia, su mirada afectuosa, la dulce masculinidad que ejercía. Intelectualmente, sentía que era, al menos, su igual, y eso ya era mucho para ella. Presentía la agudeza espiritual de Roberto, en cada una de sus palabras, en cada uno de sus pensamientos y tantos años de represión afectiva, la incitaban a comunicarse con Burán, a confiarle aunque más no fuera, una mínima parte de las sensaciones que guardaba dentro de ella. En otro momento su responsabilidad profesional no le hubiera permitido mezclar un asunto jurídico con cuestiones personales, pero en esta oportunidad, estaba decidida a darse licencia, si es que él se lo pedía. Ansiaba que así lo hiciera... El mutismo que los embargara, comenzó a ser incómodo, ninguno de los dos sabía cómo salir de esa situación. Finalmente, Roberto dijo:

—Hay algo que quería decirle, doctora. Recién mañana regreso a Mar del Plata; estoy solo en Buenos Aires, me preguntaba...

—Sí, ¿qué? —respondió Rocio, como alentándolo.

—Perdone —dijo Roberto—, solamente quería confesarle que sería muy grato para mí, si usted quisiera cenar conmigo. Disculpe mi atrevimiento... Quizás no debiera... Por favor, le ruego que no se sienta obligada, ni me interprete mal.

—¿Le parece bien a las nueve? —dijo ella por toda respuesta, regalándole una amplia sonrisa.

—Encantado —dijo con alegría Burán—, ¿por dónde la paso a buscar?

—Estaré en el estudio a esa hora, vivo al lado... Usted toque el portero eléctrico y yo bajaré enseguida. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, doctora, y gracias...

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónEnero 2001
Colección RSSNarrativas globales
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