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Fecundación fraudulenta

Episodio 33

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Sábado, 25 de noviembre de 1989

Alicia y Roberto conversaban animadamente; estaban vestidos sobre la cama de él. Eran las dos de la mañana; desde la mesa de luz, dos copas de champagne daban guiños resplandecientes. Habían cenado juntos, se sentían algo mareados, alegres.

—Tengo mucho que agradecerte, querida, no sé bien cómo expresártelo. Es por vos que me siento feliz, sensibilizado hasta la última célula. Todo parece empalidecer ante este luminoso presente... Perdón que no hable del todo bien, es el alcohol, no estoy acostumbrado a beber. Mirá como estoy, aferrado a tus manos como un náufrago, como si ellas fueran una tabla de salvación. ¡Es bueno, Alicia, ver cómo se mueve el mundo!, ese vinito ¡qué rico estaba! ¿No te parece que esto es realmente vivir?; cuando era joven no sabía apreciarlo, era realmente un imbécil.

Alicia se enterneció al verlo tan afectado por el alcohol, no soportaba a los borrachos, pero Roberto no estaba ebrio, si no simplemente desinhibido. Sus emociones y sentimientos afloraban a flor de piel. Verlo así, tan humano, no solamente la conmovió, sino que despertó su curiosidad, era una oportunidad de conocerlo mejor, de rasgar la «máscara» que ocultaba al auténtico Roberto. Acarició su pelo, besó su boca suavemente, le dijo:

—No exageres, Robertito, todos vamos aprendiendo, así es la vida.

—¿La vida?, podría ser mejor, Alicia, si no nos envenenaran el alma con tantas estupideces y prejuicios estériles. Nos encepan la mente, es difícil comprender la verdad; yo comencé a verla, cerca de los treinta años. Antes vivía con anteojeras...

—Bueno, Roberto —dijo ella acariciándole la nuca tiernamente—, todos pasamos por lo mismo, es el lógico aprendizaje. ¿Quién nace sabiéndolo todo?, no te castigues por eso... No podía ser de otra manera, ¿no te parece?

Con palabras entrecortadas, melancólico por los efectos del excelente borgoña que había bebido, él contestó:

—Vos decís eso, porque no sabés, no te imaginás lo estúpido que era, ¿sabés que ni siquiera me animaba a putear? No me gustaba que los demás lo hicieran, ¿te das cuenta? Era un espléndido boludo; mi enano fascista se ponía loco, me pateaba el hígado. Ahora me parece una idiotez, pero era así.

—Querido, no es para tanto, yo también era un aparato, ¿te creés que no tuve que aprender? Lo importante es que ahora sos comprensivo, ¿eso no vale? Hablás de vos, como si hubieras sido un enfermo, no seas tan exagerado.

—¿Enfermo?, ¡eso, es lo que era, eso mismo! Tenía una afección muy común pero nociva: rigidez espiritual. Curarla cuesta, lleva mucho tiempo. Lo más grave, ¿sabés qué es? Esta enfermedad es endémica y, como la padecen casi todos, pasa inadvertida. Por eso hay tantos cerebros sucios... La humanidad está infectada, llena de ideas retrógradas, de lacras. Pero, por suerte, también existen aislados y milagrosos ejemplos de benevolencia, de civilización. Vos fijate, Alicita, en todas las épocas existió la eterna contradicción: Khomeini frente a Neruda, Galileo frente a Torquemada, el autoritarismo ciego, religioso, sexual, educativo, social, frente al humanismo abierto de Bertrand Russell. ¡Qué fácil opción parece!, sin embargo, la mayoría de los hombres vive en las tinieblas.

—Pero decime, querido, ¿no hubo siempre incultura? ¿No te parece que en ese sentido, hemos avanzado bastante? Acordate de la maldad que había en otros momentos de la historia, en los períodos de oscuridad.

Conmovido, Roberto besó la boca de su amada.

—Querida, no estamos en la oscuridad sólo por ser incultos, la instrucción no nos sirve de nada, si no somos capaces de ver la luz que más ilumina, la de la verdad. Somos incultos, si no advertimos los peligros del autoritarismo, si pretendemos enjuiciarlo todo, si prescindimos del sentimiento. En definitiva, mi amor, estar en las sombras es convertirse en verdugo del pobre, del pobrísimo hombre.

Alicia comprendió que él se estaba desahogando. Lo dejó hablar libremente.

—Nos atemorizan con la fuerza, Alicita, nos marcan un sendero, no nos permiten apartarnos de él. ¡Ojo con buscar atajos, nos dicen! Nos enseñan que no es conveniente, que nuestra alma sea libre. ¡No!, lo mejor es que esté sujeta a creencias prehistóricas preñadas de oscurantismo. Nos graban a fuego el concepto de pecado. ¿Puede aceptarse que nos obliguen a negar lo que es evidente, a no razonar lo razonable? Si cuestionamos la idea de trascendencia, somos incrédulos, descreídos, pero librepensadores, ¡jamás! ¡eso sí que no! En fin, nos dificultan la visión, nos tapan los ojos. Yo vivía sin darme cuenta de que estaba encorsetado, llevaba mis prejuicios como lastre. Advertía que me faltaba el aire, pero no sabía por qué.

—Roberto, ¿para qué cuestionarte tanto? no cambiarás al mundo. No te sientas responsable de su injusticia, vos no tenés la culpa.

—Tenés razón —dijo Roberto serenándose—, no sé cómo me aguantás. Además de actuar como un viejo anquilosado, parezco resentido y gruñón. Así te voy a perder pronto, ¿cuánto tiempo tardarás en aburrirte?, tenés todo el derecho...

—No seas tonto, Roberto, bien sabés que con vos soy muy feliz. No me importa tu edad, me afecta solamente, porque quisiera tenerte a mi lado mucho tiempo, toda mi vida... Me da miedo que vos te puedas morir antes.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónDiciembre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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