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Fecundación fraudulenta

Episodio 22

Ricardo Ludovico Gulminelli
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Preguntó tímidamente:

—Pero, Padre, dígame, ¿entonces quiere decir que las relaciones sexuales solamente son admisibles para engendrar hijos?, ¿no se puede disfrutar del amor?, ¿es tan malo hacerlo?

—Bueno, hija, no exageres, nadie ha dicho eso. El amor entre el hombre y la mujer ha sido bendecido por Dios. Si bien Adán y Eva comieron el fruto prohibido, luego la humanidad fue perdonada. No, muchachita, el amor es lícito. Es más, es propiciado por el Creador que dijo «Amaos los unos a los otros». Al reivindicar el derecho a la vida, Nuestro Señor defiende justamente la virtud del acto que la posibilitó. Pero esto siempre dentro de un marco aceptable, no en la promiscuidad, ni en la mera lujuria, ni en el egoísmo puro. No creas que la Iglesia se opone en forma absoluta al control de la natalidad. De ningún modo. No contradice a Dios el uso de la inteligencia para dominar las energías de la naturaleza irracional. Pero siempre debe respetarse el orden que Nuestro Señor ha impuesto. Es admitido por tanto que los esposos tengan en cuenta los ritmos naturales, usando del matrimonio solamente en los períodos infecundos. No olvides que solamente unos pocos días, y quizás horas, al mes es fértil la mujer. De esta manera puede perfectamente regularse la natalidad sin ofender al Creador. Esta regla es inflexible. No importa que los cónyuges tengan las mejores intenciones del mundo; están obligados a respaldar el orden divino.

Mabel siguió interrogando con avidez; la curiosidad había disminuido la intensidad de su dolor, le parecía que había encontrado una grieta en los principios que se le comunicaban. Su mente moderna y lógica no podía aceptar la exclusión de los anticonceptivos; se permitió un paréntesis para bucear en la concepción del hombre que su interlocutor le presentaba. Preguntó:

—Padre, ¿entonces qué pasa con los matrimonios que no desean tener hijos?, ¿o con los que están enfermos y no quieren tenerlos defectuosos?, ¿no tienen solución?

El sacerdote percibió sus dudas:

—Mira, hija mía, veo que piensas que este tema es muy sencillo. Eso me molesta, ya que en verdad es más complicado de lo que tú te crees. No podemos cambiar un sistema establecido por el Máximo Hacedor. Debemos aceptarlo. La pareja que no cumplimenta la finalidad de procrear del matrimonio, lo está desnaturalizando. Eso no está permitido. La sexualidad solamente puede ser comprendida como «donación total». No puede existir si se evitan los hijos.

—Pero, Padre, ¿aún si es por un problema de enfermedad transmisible de padres a hijos?

—Hija, ¿es que no quieres comprender?, ya te he dicho que está autorizada la prevención del embarazo, pero siempre adecuado a los ritmos naturales del ser humano. Más allá, no hay justificación alguna, ¡no debes discutir el mandato divino! Además no sé por qué te preocupas tanto por estos métodos, cuando lo tuyo es diferente. ¡El problema lo tienes ahora!, bien instalado en tu útero, ¡ya tendrás tiempo de cuestionar píldoras, espirales y condones! ¡Supongo que no pretenderás sostener que el aborto es bueno!

No podía enfrentar al sacerdote, estaba abrumada por su oratoria, por la rotundez e inapelabilidad de los juicios que había vertido. Pero sus argumentos no la contentaban, aumentaban su angustia, la llenaban de pensamientos suicidas, la hacían sentirse una oveja descarriada. El planteo del padre Tomás tan lapidario e incontrovertible era para ella como una sentencia condenatoria. Mabel bajó la cabeza. Se rendía...

«¡Que reencauce mi vida!», meditó la joven. «¡Como si fuera tan fácil! ¿Cómo le contaré a mamá y a papá lo que me está pasando?, él se moriría. ¡No pienso ir al colegio con panza!, no permitiré que se burlen de mí, ni quiero que me tengan compasión. El padre Tomás lo ve todo demasiado simple, ¡claro!, a él no le interesa demasiado que yo tenga que renunciar a mi felicidad, a mi adolescencia. ¿Qué le importa a él que yo pierda a mis amigas?, sólo yo sufriré por no poder estudiar ni trabajar. Sólo yo sé lo triste que sería depender de mi familia, ¡como si a ellos les sobrara la plata! ¡Dios mío!, ¿qué haré?, aunque sea monstruoso tener que abortar, es la única opción que me queda, salvo el suicidio... ¡Tengo miedo!, no debo pensar más en matarme.»

La confesión había acabado.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónNoviembre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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